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El desafío es pensar en Malvinas más allá del 2 de abril

OPINIÓN

¿Qué lugar ocupa la Guerra de Malvinas en la memoria colectiva? La pregunta justa y necesaria que todos los argentinos deberíamos responder.

Foto: Instagram Diego Aráoz


A 35 años de la guerra de Malvinas, resulta justo y necesario preguntarnos por cuál es el lugar que ocupa hoy este episodio histórico en nuestra memoria colectiva. Si pensamos la cuestión a partir de la forma en que lo simbólico se apropia del espacio físico, en San Miguel de Tucumán los veteranos tienen un lugar que les rinde homenaje: la Plaza Héroes de Malvinas, ubicada en la intersección de las calles Mario Bravo y Francia. Aunque la mayoría de los tucumanos no lo sabe (y si lo sabe no parece demostrar gran interés al respecto), ahí es donde año a año los ex combatientes se reúnen la noche previa al 2 de abril para realizar la vigilia por Malvinas. No se trata de un acto oficial, sino de un evento propio donde los ya viejos soldados y sus familiares se juntan para abrazarse y recordar los momentos vividos en la guerra. No es un evento numeroso, pero sí prolífico en historias y emociones. 
Esa pequeña plaza, ubicada en el límite mismo entre la capital y la Banda del Río Salí, parece acaso una metáfora que habla del lugar marginal donde los tucumanos hemos colocado al recuerdo de la guerra y a sus protagonistas. No sólo es un espacio público sintomático del relegamiento de la cuestión Malvinas, sino que resulta problemático en la representación que propone: El soldado que se erige en el monumento que homenajea a los caídos en la guerra  no se corresponde a la figura de un combatiente de Malvinas. Un detalle delata la impostura: porta un fusil con bayoneta calada, lo cual lo emparenta con aquellos soldados que participaron del Operativo Independencia. Es que se trata de una escultura que durante la década del setenta estuvo emplazada en la avenida Benjamín Aráoz, frente a la comisaría 11, y que hace ya varios años ha sido reciclada para conmemorar a los héroes de Malvinas. Esta circunstancia no sólo devela la precariedad del homenaje, sino que resulta reveladora de una memoria colectiva que no ha logrado disociar la guerra de 1982 de lo que fue el terrorismo de Estado. El relato del conflicto bélico quedó durante mucho tiempo atado al de la dictadura que llevó a cabo la recuperación militar de las islas. Nudo de nuestra historia que aún nos cuesta demasiado desanudar. 
Los veteranos insisten en que su lucha se dio en dos frentes: a las batallas que libraron por la soberanía de las islas, le siguió la pelea contra la desmalvinización en la postguerra. La idea de desmalvinizar la política y la cultura argentina fue propuesta inicialmente por el politólogo francés Alain Rouquié en 1983 como una forma desmilitarizar nuestra cultura, entendiendo que una reivindicación del conflicto bélico podía significar también una reivindicación de la dictadura que había promovido la guerra. En un principio, el Presidente Raúl Alfonsín pareció actuar en consecuencia de ese afán desmilitarizador que impuso el regreso de la democracia al trasladar el feriado del 2 de abril, que conmemora la recuperación militar de las islas, al 10 de junio, que recordaba la asunción de la comandancia de Luis Vernet en Malvinas en 1829. Sin embargo, ante la sucesión de levantamientos carapintadas, el Presidente terminó por redimir en su discurso a los sediciosos al considerar que muchos de ellos eran también héroes de Malvinas. Este episodio demuestra que, en la primera etapa de la postguerra, para el Estado no resultó nada fácil despegar al conflicto bélico y a sus protagonistas de lo que había sido la dictadura. 
Desde entonces, la desmalvinización pasó a significar el relegamiento de la cuestión Malvinas y el consecuente olvido de sus protagonistas. El desprestigio de las Fuerzas Armadas en un país que se fue desmilitarizando progresivamente hasta terminar con el servicio militar obligatorio en 1994, tras el homicidio del soldado Omar Carrasco, nos hizo perder de vista que siete de cada diez de los soldados que participaron del conflicto bélico fueron jóvenes civiles. En este sentido, la de Malvinas fue una guerra cívico-militar; sostenida por el sacrificio de una generación de conscriptos. También fue necesario constatar que no todos los oficiales que participaron de la guerra fueron parte del terrorismo de Estado, ni tampoco todos asumieron una actitud despótica ante sus soldados. A raíz de esas contradicciones que marcaron el desarrollo del episodio bélico, resultó difícil separar la paja del trigo y pagaron justos por pecadores. 
Por su parte, hace ya tiempo los veteranos asumieron la tarea de malvinizar la sociedad; entendida esta como una forma de militancia contra el olvido de la causa nacional. Es que los protagonistas de la guerra son conscientes de que Malvinas es un relato excepcional dentro de la cultura nacional; acaso la única causa con el poder extraordinario de suturar las múltiples grietas que atraviesan nuestra sociedad actual. Parecemos dominados históricamente por una lógica binaria que nos divide y polariza como sociedad. Sin embargo, como por arte de magia, los argentinos nos encontramos unidos por ese axioma que postula: las Malvinas son argentinas. Sólo desde la causa Malvinas nos resulta posible proponer un ideal de identidad colectiva. Actualmente, son los veteranos los que recorren las escuelas y cada rincón donde les presten oídos para hablar de soberanía y de unidad nacional. Por contradictorio que pueda sonar, en la mayoría de los casos, el de los combatientes es un discurso conciliador que se aleja de la belicosidad característica de los discursos políticos. 
Hay muchos indicios que nos permiten pensar en que los protagonistas de la guerra han conseguido el reconocimiento de las nuevas generaciones. Basta con comprobar la forma en que son escuchados y admirados cuando visitan las escuelas y ovacionados cada vez que desfilan en los actos oficiales. Para eso tuvo que pasar demasiado tiempo, tanto que se especula que la postguerra nos ha legado una cantidad de suicidios que se acerca demasiado a la cifra de los 649 soldados caídos durante el conflicto (no existen estadísticas oficiales al respecto; ausencia que da cuenta de la inacción del Estado). Si bien esta nueva valorización les otorga a los veteranos de Malvinas un protagonismo dentro de la sociedad que hasta no hace demasiado resultaba impensable, este reconocimiento continúa estrechamente ligado al calendario de efemérides bélicas que comienza y tiene su fecha más destacada en el 2 de abril. Al revisionismo al que nos tienen ya acostumbrados los medios de comunicación para esta conmemoración, se suman desde hace un tiempo los homenajes que proliferan en las redes sociales. ¿Cuántos de esos patriotas virtuales se arriman a los soldados con el simple gesto de un abrazo? ¿Cuántos se acercan a escuchar las historias que ellos tienen para contar? ¿Cuánto hay de oportunismo político en los escasos actos oficiales y cuánto de auténtica valoración? Nos debemos los tucumanos pensar en Malvinas y en los veteranos de guerra más allá del feriado del 2 de abril. Porque se lo debemos a ellos, pero también porque tenemos mucho que aprender de su civismo. Queda en nosotros la tarea de saldar esa deuda histórica.

A 35 años de la guerra de Malvinas, resulta justo y necesario preguntarnos por cuál es el lugar que ocupa hoy este episodio histórico en nuestra memoria colectiva. Si pensamos la cuestión a partir de la forma en que lo simbólico se apropia del espacio físico, en San Miguel de Tucumán los veteranos tienen un lugar que les rinde homenaje: la Plaza Héroes de Malvinas, ubicada en la intersección de las calles Mario Bravo y Francia. Aunque la mayoría de los tucumanos no lo sabe (y si lo sabe no parece demostrar gran interés al respecto), ahí es donde año a año los ex combatientes se reúnen la noche previa al 2 de abril para realizar la vigilia por Malvinas. No se trata de un acto oficial, sino de un evento propio donde los ya viejos soldados y sus familiares se juntan para abrazarse y recordar los momentos vividos en la guerra. No es un evento numeroso, pero sí prolífico en historias y emociones.

Esa pequeña plaza, ubicada en el límite mismo entre la capital y la Banda del Río Salí, parece acaso una metáfora que habla del lugar marginal donde los tucumanos hemos colocado al recuerdo de la guerra y a sus protagonistas. No sólo es un espacio público sintomático del relegamiento de la cuestión Malvinas, sino que resulta problemático en la representación que propone: El soldado que se erige en el monumento que homenajea a los caídos en la guerra  no se corresponde a la figura de un combatiente de Malvinas. Un detalle delata la impostura: porta un fusil con bayoneta calada, lo cual lo emparenta con aquellos soldados que participaron del Operativo Independencia. Es que se trata de una escultura que durante la década del setenta estuvo emplazada en la avenida Benjamín Aráoz, frente a la comisaría 11, y que hace ya varios años ha sido reciclada para conmemorar a los héroes de Malvinas. Esta circunstancia no sólo devela la precariedad del homenaje, sino que resulta reveladora de una memoria colectiva que no ha logrado disociar la guerra de 1982 de lo que fue el terrorismo de Estado. El relato del conflicto bélico quedó durante mucho tiempo atado al de la dictadura que llevó a cabo la recuperación militar de las islas. Nudo de nuestra historia que aún nos cuesta demasiado desanudar.

Los veteranos insisten en que su lucha se dio en dos frentes: a las batallas que libraron por la soberanía de las islas, le siguió la pelea contra la desmalvinización en la postguerra. La idea de desmalvinizar la política y la cultura argentina fue propuesta inicialmente por el politólogo francés Alain Rouquié en 1983 como una forma desmilitarizar nuestra cultura, entendiendo que una reivindicación del conflicto bélico podía significar también una reivindicación de la dictadura que había promovido la guerra. En un principio, el Presidente Raúl Alfonsín pareció actuar en consecuencia de ese afán desmilitarizador que impuso el regreso de la democracia al trasladar el feriado del 2 de abril, que conmemora la recuperación militar de las islas, al 10 de junio, que recordaba la asunción de la comandancia de Luis Vernet en Malvinas en 1829. Sin embargo, ante la sucesión de levantamientos carapintadas, el Presidente terminó por redimir en su discurso a los sediciosos al considerar que muchos de ellos eran también héroes de Malvinas. Este episodio demuestra que, en la primera etapa de la postguerra, para el Estado no resultó nada fácil despegar al conflicto bélico y a sus protagonistas de lo que había sido la dictadura.

Desde entonces, la desmalvinización pasó a significar el relegamiento de la cuestión Malvinas y el consecuente olvido de sus protagonistas. El desprestigio de las Fuerzas Armadas en un país que se fue desmilitarizando progresivamente hasta terminar con el servicio militar obligatorio en 1994, tras el homicidio del soldado Omar Carrasco, nos hizo perder de vista que siete de cada diez de los soldados que participaron del conflicto bélico fueron jóvenes civiles. En este sentido, la de Malvinas fue una guerra cívico-militar; sostenida por el sacrificio de una generación de conscriptos. También fue necesario constatar que no todos los oficiales que participaron de la guerra fueron parte del terrorismo de Estado, ni tampoco todos asumieron una actitud despótica ante sus soldados. A raíz de esas contradicciones que marcaron el desarrollo del episodio bélico, resultó difícil separar la paja del trigo y pagaron justos por pecadores.

Por su parte, hace ya tiempo los veteranos asumieron la tarea de malvinizar la sociedad; entendida esta como una forma de militancia contra el olvido de la causa nacional. Es que los protagonistas de la guerra son conscientes de que Malvinas es un relato excepcional dentro de la cultura nacional; acaso la única causa con el poder extraordinario de suturar las múltiples grietas que atraviesan nuestra sociedad actual. Parecemos dominados históricamente por una lógica binaria que nos divide y polariza como sociedad. Sin embargo, como por arte de magia, los argentinos nos encontramos unidos por ese axioma que postula: las Malvinas son argentinas. Sólo desde la causa Malvinas nos resulta posible proponer un ideal de identidad colectiva. Actualmente, son los veteranos los que recorren las escuelas y cada rincón donde les presten oídos para hablar de soberanía y de unidad nacional. Por contradictorio que pueda sonar, en la mayoría de los casos, el de los combatientes es un discurso conciliador que se aleja de la belicosidad característica de los discursos políticos.

Hay muchos indicios que nos permiten pensar en que los protagonistas de la guerra han conseguido el reconocimiento de las nuevas generaciones. Basta con comprobar la forma en que son escuchados y admirados cuando visitan las escuelas y ovacionados cada vez que desfilan en los actos oficiales. Para eso tuvo que pasar demasiado tiempo, tanto que se especula que la postguerra nos ha legado una cantidad de suicidios que se acerca demasiado a la cifra de los 649 soldados caídos durante el conflicto (no existen estadísticas oficiales al respecto; ausencia que da cuenta de la inacción del Estado). Si bien esta nueva valorización les otorga a los veteranos de Malvinas un protagonismo dentro de la sociedad que hasta no hace demasiado resultaba impensable, este reconocimiento continúa estrechamente ligado al calendario de efemérides bélicas que comienza y tiene su fecha más destacada en el 2 de abril. Al revisionismo al que nos tienen ya acostumbrados los medios de comunicación para esta conmemoración, se suman desde hace un tiempo los homenajes que proliferan en las redes sociales. ¿Cuántos de esos patriotas virtuales se arriman a los soldados con el simple gesto de un abrazo? ¿Cuántos se acercan a escuchar las historias que ellos tienen para contar? ¿Cuánto hay de oportunismo político en los escasos actos oficiales y cuánto de auténtica valoración? Nos debemos los tucumanos pensar en Malvinas y en los veteranos de guerra más allá del feriado del 2 de abril. Porque se lo debemos a ellos, pero también porque tenemos mucho que aprender de su civismo. Queda en nosotros la tarea de saldar esa deuda histórica.