Cómo vive la alegría mundialista una familia de migrantes en el sur de Estados Unidos. La copa tan esperada y un triunfo que activa abrazos postergados a la distancia. Por Migue Roth.
Yo sabía que no estábamos solos, pero qué larga se nos hizo la distancia.
Y qué largos los años sin ésta alegría compartida.
Llegamos como familia al “Deep south” nortamericano hace un año. Tennessee es tan bonito como conservador: praderas, ríos y montañas de película son escenarios habituales de actos crueles. Es uno de los estados dominados literal y simbólicamente por la “supremacía blanca”, la religión y la versión republicana más radical. Acá los latinos no tenemos representación, aunque seamos su fuerza laboral más importante. No se comprende nuestra cultura, aunque hay Taco Bell y tiendas mexicanas en cada condado. Hay muy pocos argentinos en relación a otros estados, no se juega al fútbol, menos se entiende la pasión.
Les resultaba desproporcionada. Les parecíamos demasiado entusiastas, exagerados. Solo había dos opciones para ver la final en la segunda ciudad más importante de la región, a cien kilómetros del pueblo en el que vivimos. En el pub al que fuimos creyendo que habría más compatriotas, los parroquianos se reían cómplices y con prudencia —mesura y discreción, según ellos—, nos hicieron fotos después del partido. Solo estábamos nosotros defendiendo los colores.
“Good match” (buen partido), decían a modo de saludo. Sabían que era algo importante porque billones de personas lo vieron. Aún así lo reducían a un torneo de fútbol. Aún creen que solo se trata de la copa. No entienden la euforia, nuestro abrazo entre lágrimas ni el desahogo. No comprenden la alegría colectiva (los festejos entre gringos tienden a un individualismo habitualmente excitado por inducción artificial).
No conciben por qué lloramos.
No descifran cuánto nos conmueven los recuerdos de personas que ya no están y que hubieran sido incalculablemente felices con esto. No escuchan el dolor y la bronca que nos causó la dureza de palabras insanas, previas y durante el Mundial. No ven más allá de la pantalla de su celular, que nos muestra arrodillados de alegría por esta preciosa brecha de tiempo que nos hace felices; porque —por fín, al fin— los sueños frustrados, inconclusos y destruidos no le tocaron al más débil. Al fin, no tuvimos que perder. Por fin, ¡ganamos!
Es desahogo. Teníamos miedo —mucho miedo—, de una desilusión que nos imposibilitara otra vez lo que —según imaginábamos— era esto: La Alegría. Una caravana de personas caminando, saltando, cantando en una procesión herética de comunión jubilosa. Porque la felicidad siempre es mejor cuando se comparte.
Es alivio después del enojo y los nervios del inmerecido empate sobre la hora. Alivio porque no se concretó una injusticia deportiva que amenazó demolernos social y espiritualmente una vez más.
Las frustraciones acumuladas no se reducían sólo al fútbol. La ilusión desbordaba el espectáculo. Por eso, es consuelo aunque lloremos.
La migración puede ser elegida, pero para quienes vivimos afuera como un tipo de exilio, retornar al pago siempre es una meta. Que allá celebren nos hace bien. Y es, también, motivo de estas lágrimas.
Nos sentimos solos, tantas veces, tan lejos. Enviamos mensajes casi como estirando los brazos.
Extrañamos Argentina.
La pasión no nos hace ingenuos. Cantamos desaforados sabiendo que el triunfo activa abrazos postergados, aunque sea a la distancia.
El fervor no nos hace ilusos. Todo lo contrario. La transitoria fragilidad de ésta belleza popular vale por los sufridos. Y se hace mística con los pueblos heridos del mundo que sonríen con nosotros; cada doliente de los márgenes que también celebra: en las chabolas de Bangladesh, en las alturas altiplánicas donde solo llega la radio, en los campos de refugiados del Kurdistán y en las calles de tierra de Haití. Es un logro para los hermanos migrantes de Venezuela, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua que alentaron, a pesar del frío invernal, delante de la única televisión en un centro de acogida de la frontera de Estados Unidos. La victoria es para ellos —nos-otros—, los pueblos del Sur.
Buscábamos una razón para festejar juntos y curar nuestro pacto social tan lastimado. Celebrar así —por fin, al fin— sin brechas. Abrazados al calor de una hermandad instantánea que disolviera broncas y diferencias.
La contradicción de nuestras cábalas, lo que acá les parece irracional y exagerado: usar la misma ropa, no mover un vaso, tocar compulsivamente un elemento, no era otra cosa que nuestro intento por aportar algo a la causa. Una defensa emocional sin tregua —aunque al borde del abismo— para que el deseo se hiciera realidad.
—¡Ganamos papi!, me dice Liev, mi hijito, llorando de alegría; en un plural inclusivo e inolvidable, como toda alegría que se extiende hacia la eternidad.