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Mis tatuajes: de dónde vengo y a dónde voy

MUNDO TATTOO

Historias personales marcadas en la piel.





Mis tatuajes: de dónde vengo y a dónde voy
Empecé a tatuarme a los dieciocho. Esperé a la edad legal y unos meses más, fui al local más conocido de la época y me tatué. Me acompañó mi mamá, con quien siempre nos ha unido la más sincera complicidad y la conformación de un gran equipo para enfrentar a mi papá, que era un ogro pero desde que Tinelli se tatúa (y desde que se curó de espanto conmigo) dice que quiere hacerse una manga o tatuarse la cabeza, el dolape. Cosa e’ mandinga.
Pensé, en ese entonces, en lo único que nunca jamás en la vida me dejaría de gustar. Pensé que si mi cuerpo iba a atesorar un dibujo para toda la vida, debía de ser la representación de algo de lo que nunca me arrepentiría. Entonces decidí hacerme una clave de sol, por la música que no solo me acompaña desde la herencia (abuela pianista y familia cantora) sino desde la vida diaria, desde el placer, desde lo hermoso que tiene para transitar el mundo.
Pasaron cinco años hasta que me replanteé la idea: corría el año 2014 y yo, descubriéndome, también descubrí mis raíces. Los dos siguientes tatuajes tuvieron que ver con mi cultura y mi familia. Plasmé en mi pierna, primero, un “hamsa”, ícono central de la cultura judaica/semita que además (de paso) dicen que ahuyenta las malas ondas. Después mi brazo sangró tres flores de manzano. El manzano es el origen de mi apellido y las tres flores, la representación de mis padres y mi hermano. Cultura y familia, otras dos cosas que forman parte de lo que soy y siempre seré.
Mi último tatuaje todavía no está terminado. Y todavía no está terminado, creo, porque es el primero que habla de a dónde voy. Tengo una brújula tatuada en mi muslo derecho. Una brújula grande, rodeada de flores, perfectamente delineada y sin absolutamente ningún contenido de color. Un tatuaje que surgió de la idea de que, esté donde esté, nunca debo estar perdida. 
Una brújula que no puedo terminar porque mi norte sigue cambiando de lugar.

Empecé a tatuarme a los dieciocho. Esperé a la edad legal y unos meses más, fui al local más conocido de la época y me tatué. Me acompañó mi mamá, con quien siempre nos ha unido la más sincera complicidad y la conformación de un gran equipo para enfrentar a mi papá, que era un ogro pero desde que Tinelli se tatúa (y desde que se curó de espanto conmigo) dice que quiere hacerse una manga o tatuarse la cabeza, el dolape. Cosa e’ mandinga.

Pensé, en ese entonces, en lo único que nunca jamás en la vida me dejaría de gustar. Pensé que si mi cuerpo iba a atesorar un dibujo para toda la vida, debía de ser la representación de algo de lo que nunca me arrepentiría. Entonces decidí hacerme una clave de sol, por la música que no solo me acompaña desde la herencia (abuela pianista y familia cantora) sino desde la vida diaria, desde el placer, desde lo hermoso que tiene para transitar el mundo.

Pasaron cinco años hasta que me replanteé la idea: corría el año 2014 y yo, descubriéndome, también descubrí mis raíces. Los dos siguientes tatuajes tuvieron que ver con mi cultura y mi familia. Plasmé en mi pierna, primero, un “hamsa”, ícono central de la cultura judaica/semita que además (de paso) dicen que ahuyenta las malas ondas. Después mi brazo sangró tres flores de manzano. El manzano es el origen de mi apellido y las tres flores, la representación de mis padres y mi hermano. Cultura y familia, otras dos cosas que forman parte de lo que soy y siempre seré.

Mi último tatuaje todavía no está terminado. Y todavía no está terminado, creo, porque es el primero que habla de a dónde voy. Tengo una brújula tatuada en mi muslo derecho. Una brújula grande, rodeada de flores, perfectamente delineada y sin absolutamente ningún contenido de color. Un tatuaje que surgió de la idea de que, esté donde esté, nunca debo estar perdida. 

Una brújula que no puedo terminar porque mi norte sigue cambiando de lugar.

Einath Apel