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Donde los niños del barrio cortaban cañas, ahora hay una avenida y centros comerciales

relato

Una herramienta de internet permite ver fotografías aéreas desde 1984 hasta hoy. El fondo del barrio Viajantes, donde hoy está la avenida Perón, era un cañaveral. Y esta es la historia de una aventura infantil que, con el paso del tiempo, dejó de suceder.





En la esquina apareció corriendo Sebastián Roig, a quien le decíamos el Enano y por entonces habrá tenido 10 años, cuanto mucho. Detrás suyo, lo perseguía un hombre arriba de un caballo; le tiraba latigazos a los talones, espantándolo, apurándole la corrida. Cuando el Enano llegó a la calle Moreno y El Salvador, en el barrio Viajantes, dobló a la izquierda, saltó la tapia de la familia Plaza y se metió en su casa.
 
 
Esa tarde de sol, de vacaciones de invierno de 1990 ó 1991, nosotros jugábamos al cuadro, el deporte callejero, apasionante y oficial del barrio Viajantes: cada uno elige una parcela del cemento de la calle. Entre los jugadores se pasan la pelota por el piso. Cuando la pelota toca el cuadro del jugador, éste debe patearla a otro cuadro.  Si no acierta o si la pelota se detiene antes de que la patee queda eliminado. Y así, al final del juego quedan dos jugadores, dispuestos a correr con la intensidad que corren los niños. 
 
 
Yo, con mis ocho años, corría detrás de la pelota cuando apareció el Enano y detrás suyo, vi por primera vez al rodín, el vigilante del cañaveral, arriba de su caballo. Lo ví más malo de lo que me lo había imaginado. Tengo en mi cabeza al Enano saltar la tapia bajita y de un solo movimiento abrir y cerrar la puerta de su casa, pero recuerdo con precisión fotográfica la postura del rondín, metido en nuestro barrio, en nuestra esquina, afuera de su cañaveral: de su mano derecha arrugada colgaba el látigo negro, de sus ojos nacía una mirada enojada, tosca. Vestía una camisa pesada, con tierra, y un pantalón de jean roto. A ocho cuadras de la avenida Aconquija, su caballo rezongaba, tiraba aire al piso por la nariz, quizás cansado por la carrera.
 
 
El rondín se dio la vuelta y se volvió, al cañaveral supongo. Desde esa esquina eran unos 600 metros al Norte: una cuadra hasta la calle Santo Domingo, otra hasta Las Higueritas, unos 50 metros más hasta el secundario del colegio San Patricio. Después ya empezaba el monte. La calle se volvía un camino de tierra y se perdía entre arbustos y los yuyos que dejan abrojos, esas pelotitas vegetales que se adhieren a los pantalones, las medias y, especialmente, a los cordones de la zapatillas. 
 
 
No habrán pasado muchos días de aquella corrida del Enano y, en la siesta, nos juntamos todos en la esquina, cada uno con un cuchillo grande que había sacado de su casa. Algunos con permiso. Otros no. Y así los niños del barrio Viajantes, partimos, otra vez, al cañaveral. 
 
 
Detrás del San Patricio, donde empezaban los yuyos, comenzaba la aventura. Para llegar al canaveral había que cruzar dos zanjones: uno de tierra, que era empinado, barroso, oscuro, cubierto por árboles y lleno de raíces que usábamos para treparlo. Habrá tenido dos metros de profundidad. Lo pasábamos por turno. Del otro lado del zanjón de tierra, se acababa la maleza y aparecían el sol y el zanjón de cemento, que era bajito y se lo cruzaba de una corrida. Atrás, a la vista, estaban las cañas.  
 
 
El miedo a que llegara el rondín nos apuraba. Un machetazo abajo, preciso, y la caña volveteada al costado. Una y otra vez. Hasta tener unas diez, doce o quizás veinte. Por ahí se perdía uno de mis amigos y aparecía fingiendo una cara de afligido con la frase que repetíamos en broma, pero que lo mismo nos asustaba: “¡Ahí viene el rodín!”.
 
 
Para mi suerte, nunca más vi al rondín. Y por dónde nosotros cortábamos caña a sus escondidas, desde 1995, hay una avenida de seis manos, la Perón. Después de que se habilitó la avenida, construyeron barrios privados de un lado y del otro. Desaparecieron los zanjones, las malezas, la caña y tal vez murió el rondín. Llegaron centros comerciales, canchas de fútbol cinco, las torres, los centros deportivos de colegios y universidades prestigiosas y hasta un edificio que ostenta sus vidrios azules. 
 
 
Desde muy arriba, desde el espacio, un satélite tomó fotografías desde 1984 hasta hoy, en todos los rincones del mundo. Ahora son públicas y sirve para mostrar cómo fue el paso del tiempo, también, en el fondo de barrio Viajantes.
 
 
La idiosincrasia rural algunas veces se metía hasta nuestra esquina, a veces invadida, como aquella vez por el rondín, y otras veces traída por nosotros cuando nos sentábamos en la esquina a pelar la caña.
 
Cuando yo era niño, se decía que detrás detrás del cañaveral también había frutillas, pero nunca me animé a llegar hasta allá. Aún quedan por ahí algunas parcelas de caña, pero ya es tarde. Más allá de mis 30 años, el barrio ha cambiado. Y no sólo porque lo muestra internet. Las historias no son las mismas. 
 
En la esquina apareció corriendo Sebastián Roig, a quien le decíamos el Enano y por entonces habrá tenido 10 años, cuanto mucho. Detrás suyo, lo perseguía un hombre arriba de un caballo; le tiraba latigazos a los talones, espantándolo, apurándole la corrida. Cuando el Enano llegó a la calle Moreno y El Salvador, en el barrio Viajantes, dobló a la izquierda, saltó la tapia de la familia Plaza y se metió en su casa.

Esa tarde de sol, de vacaciones de invierno de 1990 ó 1991, nosotros jugábamos al cuadro, el deporte callejero, apasionante y oficial del barrio Viajantes: cada uno elige una parcela del cemento de la calle. Entre los jugadores se pasan la pelota por el piso. Cuando la pelota toca el cuadro del jugador, éste debe patearla a otro cuadro.  Si no acierta o si la pelota se detiene antes de que la patee queda eliminado. Y así, al final del juego quedan dos jugadores, dispuestos a correr con la intensidad que corren los niños. 

Yo, con mis ocho años, corría detrás de la pelota cuando apareció el Enano y detrás suyo, vi por primera vez al rodín, el vigilante del cañaveral, arriba de su caballo. Lo ví más malo de lo que me lo había imaginado. Tengo en mi cabeza al Enano saltar la tapia bajita y de un solo movimiento abrir y cerrar la puerta de su casa, pero recuerdo con precisión fotográfica la postura del rondín, metido en nuestro barrio, en nuestra esquina, afuera de su cañaveral: de su mano derecha arrugada colgaba el látigo negro, de sus ojos nacía una mirada enojada, tosca. Vestía una camisa pesada, con tierra, y un pantalón de jean roto. A ocho cuadras de la avenida Aconquija, su caballo rezongaba, tiraba aire al piso por la nariz, quizás cansado por la carrera.

El rondín se dio la vuelta y se volvió, al cañaveral supongo. Desde esa esquina eran unos 600 metros al Norte: una cuadra hasta la calle Santo Domingo, otra hasta Las Higueritas, unos 50 metros más hasta el secundario del colegio San Patricio. Después ya empezaba el monte. La calle se volvía un camino de tierra y se perdía entre arbustos y los yuyos que dejan abrojos, esas pelotitas vegetales que se adhieren a los pantalones, las medias y, especialmente, a los cordones de la zapatillas. 

No habrán pasado muchos días de aquella corrida del Enano y, en la siesta, nos juntamos todos en la esquina, cada uno con un cuchillo grande que había sacado de su casa. Algunos con permiso. Otros no. Y así los niños del barrio Viajantes, partimos, otra vez, al cañaveral. 

Detrás del San Patricio, donde empezaban los yuyos, comenzaba la aventura. Para llegar al canaveral había que cruzar dos zanjones: uno de tierra, que era empinado, barroso, oscuro, cubierto por árboles y lleno de raíces que usábamos para treparlo. Habrá tenido dos metros de profundidad. Lo pasábamos por turno. Del otro lado del zanjón de tierra, se acababa la maleza y aparecían el sol y el zanjón de cemento, que era bajito y se lo cruzaba de una corrida. Atrás, a la vista, estaban las cañas.  

El miedo a que llegara el rondín nos apuraba. Un machetazo abajo, preciso, y la caña volveteada al costado. Una y otra vez. Hasta tener unas diez, doce o quizás veinte. Por ahí se perdía uno de mis amigos y aparecía fingiendo una cara de afligido con la frase que repetíamos en broma, pero que lo mismo nos asustaba: “¡Ahí viene el rodín!”.

Para mi suerte, nunca más vi al rondín. Y por dónde nosotros cortábamos caña a sus escondidas, desde 1995, hay una avenida de seis manos, la Perón. Después de que se habilitó la avenida, construyeron barrios privados de un lado y del otro. Desaparecieron los zanjones, las malezas, la caña y tal vez murió el rondín. Llegaron centros comerciales, canchas de fútbol cinco, las torres, los centros deportivos de colegios y universidades prestigiosas y hasta un edificio que ostenta sus vidrios azules. 

Desde muy arriba, desde el espacio, un satélite tomó fotografías desde 1984 hasta hoy, en todos los rincones del mundo. Ahora son públicas y sirve para mostrar cómo fue el paso del tiempo, también, en el fondo de barrio Viajantes.

La idiosincrasia rural algunas veces se metía hasta nuestra esquina, a veces invadida, como aquella vez por el rondín, y otras veces traída por nosotros cuando nos sentábamos en la esquina a pelar la caña. Cuando yo era niño, se decía que detrás detrás del cañaveral también había frutillas, pero nunca me animé a llegar hasta allá. Aún quedan por ahí algunas parcelas de caña, pero ya es tarde. Más allá de mis 30 años, el barrio ha cambiado. Y no sólo porque lo muestra internet. Las historias no son las mismas.