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El relato de un carrero: "Para mí, el caballo es un hijo más"

La vida arriba de un carro

Miles de familias tucumanas aún necesitan de un carro tracción a sangre para sobrevivir.





Una cocina comunitaria funciona en la casa que comparten Raúl y Celeste Santucho, junto a sus seis hijos y las dos yeguas que todos los días cargan un carro con chatarras que les permite sobrevivir con $350 pesos diarios, de los cuales $100 destinan a sus caballos.

A 15 minutos del centro de San Miguel de Tucumán, en Francisco de Aguirre al 2600, Villa Muñecas, el cielo está gris, oscuro, encapotado. Pero la casa de Raúl y su familia recibe en el patio a todos los que contribuyeron para preparar un guiso calentito, a razón de $10 pesos por plato, en este día frío en el que el hambre se siente un poco más.

Raúl  es uno de los miles de carreros que hay en la provincia

Según un censo realizado por los mismos carreros en el año 2015, en Tucumán había exactamente 14.711 carros tracción a sangre, constituyéndose así en la provincia con mayor cantidad de carreros en todo el país. Ahora, estiman que esa cantidad se redujo hasta cerca de los 12.000. Sin embargo, desde la Municipalidad de San Miguel de Tucumán no reconocen tales cifras porque señalan que no se realizó un relevamiento oficial para validarlas.

“Hay personas que maltratan a los caballos, los garrotean, los tienen sin herradura o no le dan de comer. Pero yo no. Las tengo bien ‘herraditas’. Para mí el caballo es un hijo más, es mi compañero, me lleva y me trae. Si no lo tuviera, yo no sobrevivirá tampoco”, dice Raúl, quien reconoce que no todas las personas son iguales y por eso pide que no se generalice las acusaciones sobre el maltrato que sufren los animales.




Las yeguas de los Santucho se llaman Valentina y Fabiana. En la precaria casa construida con el material que Raúl recupera en su carro, el establo está exactamente a la par del comedor. El carrero dice que las cuida “como tiene que ser”: vacunas, antiparasitarios, herraduras. “Si está enferma no la hago trabajar, la llevo al veterinario, es como un ser humano”, compara.

No hace falta saber mucho más, sólo ver como la acaricia mientras habla. Pero también admite que, muchas veces, el dinero de la chatarra no alcanza ni para la familia ni para las yeguas. En esos casos apela a la cocina comunitaria para reducir costos junto a los vecinos y corta el pasto para que a nadie –ni a la familia ni a los animales- les falte el alimento del día.

Hasta la casa de Raúl también llega Enrique Nuñez, quien representa a 184 carreros que se nuclean en su grupo. “Trabajo desde que me parió mi madre arriba de un carro: es mi vida. He criado a mis 23 hijos, les he dado una buena educación gracias al carro. Es lo único que sé hacer y como yo somos cientos, miles”, resume con la voz firme de quien peina canas. Las manos de Enrique son enormes, oscuras y las utiliza para llevar las riendas de su vida y de sus ideas.




“Si vos no trabajas, no tenés para comer vos, ni tu mujer, ni tus hijos. Mucho menos vas a tener para darle de comer al animal. Si el animal pesa 300 kilos, a los días va a pesar 100, porque con sólo con agua no se va a ‘inflar’. Dicen ‘maltrato’ pero no es así. Si no te dejan trabajar, se te desnutren los hijos, la mujer, el caballo. No hay maltrato. Falta la comida al animal, a nuestros hijos y a nuestras mujeres. Ellos dicen maltrato, nosotros decimos falta de alimentación. Son dos cosas diferentes”.

“La gente nos culpa por los basurales, pero no es así, nosotros sabemos adónde tenemos que llevar la basura. Antes teníamos vaciaderos habilitados por la Municipalidad. Ahora, que los clausuraron, los que trabajamos bien traemos la basura a nuestra propia casa, donde separamos lo que sirve para vender, luego cavamos un pozo y después le prendemos fuego”, relata Enrique quizá sin advertir el peligro al que expone a su propia familia con esta práctica en donde todos quedan expuestos a los tóxicos.