La obra sorprende por su despliegue escénico, la calidad de las actuaciones y un planteo donde se juega la imposible distinción entre la verdad y la locura. Por Susana Maidana
En tiempos del auge de la comunicación generalizada, de redes, internet, Netflix y muchísimas plataformas, no deja de causar extrañeza que una obra de teatro agote sus entradas y la gente se disponga a hacer largas colas para entrar a una sala, siempre repleta.
Intento apuntar una serie de razones que explican el merecido éxito de esta obra. En primer lugar, sus actores, con gran profesionalismo, convencen desde la primera escena al público que se entrega al espectáculo. Decía Ortega y Gasset que el teatro, término que en su raíz tiene el verbo griego horao (ver), es un lugar para ver y en el cual el espectador se entrega. Esa entrega es lo que hace que esta obra sea maravillosa porque elimina las distancias.
Según mi interpretación, si bien la obra plantea una serie de temas que son recurrentes en la mayoría de las familias, hay una cuestión que es central que es la imposibilidad de distinguir entre salud y locura, entre verdad y locura.
La música de fondo es la de la serie famosa de El Zorro, ese justiciero que pretendía eliminar la injusticia de un sistema autoritario y dictatorial. Ese papel lo desarrolla maravillosamente el hijo de una familia de clase media que sufre de problemas mentales. Pero, que es, sin embargo, el más cuerdo porque desoculta la verdad familiar: la infidelidad, la brecha de dos clases sociales, la injusticia, el encubrimiento. No en vano el Zorro es uno de los animales más astutos, sabios y poderosos que explican la identificación del “loco” con el zorro.
Se suele afirmar que los niños y los locos son quienes se animan a decir la verdad, son quienes le dicen al rey que está desnudo.
*La autora es filosofa y profesora emérita de la UNT