Opinión

El día que el Deca jugó un cuento de Soriano

El partido de Atlético ayer recupera la épica futbolera y nos recuerda que los tucumanos vivimos una realidad que parece propia de una ficción.

08 Feb 2017 - 19:49

La tienen bien difícil los escritores de literatura en Tucumán. Sucede que acá, como reza el dicho popular, la realidad supera a la ficción. La frase hecha y hartamente repetida suena a lugar común (y lo es) y condena a pecar de poco original a quien la pronuncia. Sin embargo, a riesgo de hundirme en la vulgaridad de lo ya dicho, quisiera avanzar sobre ese juicio para emitir la siguiente tesis: en Tucumán la realidad no sólo supera a la ficción, se realiza día a día como tal. Es que nuestra provincia tiene un poco del Macondo de Gabriel García Márquez y algo del Springfield de Los Simpsons y un porcentaje de la Ciudad Gótica de Batman. Suena exagerado, pero no lo es. Hay historias de todo tipo y para todos los gustos. De las que hacen reír a carcajadas y de las que hacen llorar a moco tendido. Tragedias y comedidas y de las que tienen un poco de ambas. Historias con héroes y con villanos, o bien, con héroes que se convierten en villanos y villanos que devienen luego en héroes. Anónimos, famosos y tristemente célebres. Parafraseando la ecuación del compañero Pedro Noli: Tucumán es la provincia más pequeña de la Argentina y también la más densamente poblada, por lo tanto, esta es la provincia con más historias por metro cuadrado del país. De no ser así, nosotros, quienes escribimos sobre esas historias, no tendríamos cómo llenar tantas páginas, de las palpables y las virtuales.

Se sabe que el fútbol es, a escala, como la vida misma en la imprevisibilidad de su dinámica. Y el fútbol tucumano no tiene por qué ser indiferente a esa afición local por los enredos literarios. Las peripecias que padeció Atlético ayer en su incursión a tierras ecuatorianas parecen, una vez más, confirmarlo. Sucede que todo lo que aconteció antes, durante  y después del partido entre el Deca y El Nacional es digno de las ficciones futboleras pergeñadas por el escritor Osvaldo Soriano. Algunos de los sucesos  y personajes plasmados en sus obras parecen haberse replicado en el episodio de anoche.

Repasemos: un equipo se enfrenta al partido más importante de toda su historia y este se pospone en una espera angustiosa, como en el cuento “El penal más largo del mundo”. Al relato se suman muchos condimentos increíbles: un avión que no despega del aeropuerto, la incertidumbre de miles de hinchas que han viajado miles de kilómetros, la especulación periodística, la cuenta regresiva en la pantalla, los imparciales que se muerden los codos frente al televisor, la intransigencia de los rivales, los que opinan en las redes sociales y los que putean. La alegría se tiñe de tristeza y la justicia parece alejarse de los justos. Y ahí aparecen otra vez los matices sorianescos: El Nacional de Ecuador es un club fundado por el ejército de ese país, lo cual recuerda a ese clima de tensión bélica de la novela “Cuarteles de invierno”, donde un boxeador llega como retador a un pueblo militarizado que le hace sentir su condición de visitante. Y también sus personajes: la carismática intervención del embajador Luis Juez y su patriada para hacer que el partido se juegue nos remite al personaje del cónsul Bertoldi, el protagonista de la novela “A sus plantas rendido un león”. En plena guerra de Malvinas, Bertoldi se propone plantar la bandera argentina en la embajada inglesa de un ignoto país africano y en esa pequeña gesta se siente heredero del prócer San Martín. Paradigmáticamente, Juez es nuestro paladín de la justicia deportiva y poética, como lo sintetiza con sus palabras: “Déjense de hinchar las bolas con el reglamento”.

La enumeración de afinidades entre la realidad y la ficción podría continuar, pero para muestra bastan un par de botones. Lo de Atlético en Ecuador pareciera desbordar los límites imaginativos de la literatura. Sigamos entonces con el relato: un plantel que se baja apurado del avión y viaja a bordo de un colectivo que atraviesa Quito a toda velocidad, como en una escena de fuga hollywoodense. En el trayecto, el embajador pide a los ecuatorianos por televisión que los dejen jugar, que lo hagan por el bien de la patria, del deporte y de la justicia divina. Al final, no pesa ningún reglamento sino las leyes implícitas del fútbol barrial: se juega. Entonces, los jugadores, que han llegado al estadio como si fueran víctimas de un certero y masivo ataque de diarrea, salen a la cancha con camisetas y botines prestados. Toman prestados también nombres que no les pertenecen, como los delatan sus espaldas. Aunque los colores siguen siendo los mismos de siempre, llevan en el pecho el escudo que aglutina a toda la patria futbolera, que los apropia como sus héroes. Tenemos entonces un equipo de jugadores apurados, con ropa prestada, en un clima hostil, que se juega el partido más importante de toda su historia. Como si esto fuera poco, esos tipos salen a la cancha y juegan a la pelota. No sólo juegan, sino que meten un gol y ganan ahí donde todo había sido adversidad. Y mientras las redes sociales explotan en un rumor colectivo del que nadie quiere quedarse afuera, ni propios, ni ajenos ni convidados, la historia comienza a contarse y la ficción pierde una vez más. Esta vez, por goleada.

Llegará ahora el tiempo de los festejos de algunos y de las cargadas de unos a otros, la proliferación de analistas que estudiarán la imprevisión o la conjura de los dirigentes, los filósofos de las tácticas y las estrategias y sus sofismas de pizarrón. Se llenarán muchas páginas, de las palpables y de las virtuales, con títulos rimbombantes.  Lo de ayer, más allá de los colores que cada quien defienda, recupera un poco del anacrónico y olvidado género de la epopeya. Se trata de una épica incruenta y lúdica, sin batallas ni caídos, que sólo el fútbol parece capaz de encarnar en los tiempos que corren. Es el fútbol y somos nosotros, los tucumanos, que nos escribimos día a día como parte de un cuento increíble.  


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