En el nombre del Padre
Hoy vemos el no-padre/patria, individuos que se perciben autoengendrados, autogestionados, meritocráticos a ultranza, sin raíces. En este contexto, desmantelar un Estado y el patrimonio común es una orden que puede venir del poder real y que cualquier chiquilín rabioso puede llevar a cabo estando al mando. Por Florencia Di Lullo

Imagen ilustrativa. (Foto tomada de lordsofthedrinks.org)
Ha pasado el día del padre y como en muchas sobremesas familiares no faltaron los intercambios sobre el contexto político y el zeitgeist actual. Supongo que el factor común fue La Ley: la ley del padre, la ley que nos gobierna y el paradigma de época que nos rige como ordenador social.
Nadie entiende muy bien qué está pasando ni qué nos está pasando. No alcanzan los análisis políticos ni las encuestas y nos sentimos espectadores desorientados en un juego de intereses mezquinos que funcionan en loop dentro de las lógicas del poder que hoy ya nada tienen que ver con doctrinas partidarias locales, sino que responden a intereses supranacionales tecnocráticos: vivimos en un mundo en el que los mismos empresarios que envenenan poblaciones y explotan recursos naturales subvencionan ONGs ambientalistas que alivian la consciencia del ciudadano común. El poder estratégicamente invisibilizado. La ciudadanía estratégicamente fragmentada.
En este escenario ¿cómo pensamos un proyecto de país?
Las generaciones que depositaron toda su fe en los estandartes de la Modernidad (porque eso también es un acto de fe) ven con asombro las narrativas que van surgiendo tan ajenas a la concepción de avance y progreso que ésta se dispuso moldear. Para empezar, la necesidad de volver a la espiritualidad, a una fe: la razón y la lógica como faro a costa de las cuestiones “del alma”, no han hecho más que fomentar el desdén por la espiritualidad (muchas veces mal representada por dogmas religiosos, claro) que, en el marco de un pensamiento en el cual todo debe tener una explicación racional, ha forjado un vacío donde lo inexplicable no encuentra lugar pero reclama ser satisfecho.
Como remate, la Posmodernidad, que supuestamente vislumbraría las fallas de la Modernidad (y que hoy parece ser sólo una extensión cansada y desorientada de ésta), forjó el hiperrelativismo y la subjetividad como único lema y excusa que nos alejó cada vez más de la intuición de comunidad y de responsabilidad hacia el otro. ¿Y acaso qué otro valor se asocia más con la posibilidad de legislar el patrimonio común que es la patria que la responsabilidad; el tener en cuenta a los demás y actuar acorde a lo propio y lo ajeno?
Con el sistema capitalista industrial y colonizante como cimiento y el desmembramiento comunal en la cresta, se avizora un giro que increíblemente (¿?) cobra forma paternal, en el sentido más figurativo. Las buenas acciones han quedado a discreción de la ética personal que cada miembro de la sociedad ejerce en vez de ser parte de un tejido social articulado y sostenido por líderes, instituciones y agrupaciones a tales fines que funcionen como marco de referencia cívica. Dichas instancias están tan desacreditadas que casi todo hoy parecería quedar en manos del individuo que cree estar muchas veces fuera del sistema y tener lo mucho o poco que tiene por astucia propia. Hemos cedido el “no” limitante por el “toda opinión es válida” y, así, la priorización de las lógicas del “yo” por encima del bien común nos ha llevado a criar generaciones que moldean su realidad -o su acceso a ésta- según sus gustos, necesidades y posibilidades, sin la necesidad de enfrentar a un Otro (una persona, un texto) que precise de una lectura, de una tarea de interpretación y, en consecuencia, de una predisposición al consenso y a la aceptación.
Ya no hay una presencia heredada, es decir, el peso de la figura de un padre/patria omnipresente, demandante, incluso censurador, al cual amar u odiar. Tampoco está la presencia del padre/patria ausente que puede engendrar una nostalgia por lo que fue o podría ser. Hoy vemos el no-padre/patria, individuos que se perciben autoengendrados, autogestionados, meritocráticos a ultranza, sin raíces. En este contexto, desmantelar un Estado y el patrimonio común es una orden que puede venir del poder real y que cualquier chiquilín rabioso puede llevar a cabo estando al mando.
Me animo a pensar que estamos pidiendo a gritos por una ley estructurante y orientadora que pueda dar indicios nítidos de lo que está bien y lo que está mal. Porque ¿qué es un padre sino un marco de referencia, una guía por adhesión u oposición, a partir del cual actuamos y nos constituimos como individuos? La ley de la figura paterna representa un límite que se ha malinterpretado como opresión per se, pero la realidad es que los límites contienen y dentro de la contención es que se puede construir una comunidad con objetivos claros y afines para lograr el bienestar plural: Fe en una comunidad organizada.
Florencia Di Lullo
Profesora de inglés en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán.