El clavo de Milei y su necropolítica
Del ataúd de Herminio Iglesias al ataúd donde Javier Milei pretende enterrar a Cristina Kirchner se juega la deriva de una convivencia democrática en peligro. ¿Cómo se sostiene un poder cuyo fundamento es la violencia y su fin último la destrucción? Por Exequiel Svetliza.
Foto: https://www.eldestapeweb.com/
No estaba enterrado aún el cadáver del ex ministro de Salud Ginés González García el sábado pasado cuando el presidente Javier Milei, primero en su hábitat natural de las redes y después desde el púlpito del Tech Forum en el Hotel Libertador, salió a escupir sobre su memoria. “Hijo de remil puta”, “repugnante” y “siniestro” fueron algunos de los epítetos que utilizó en su exasperada flema tanatológica, rompiendo así no sólo con los más elementales protocolos esperables en un líder de Estado, sino también con los preceptos de aquellos códigos barriales que indican que es de cobardes atacar a quien ya no está para defenderse. No conforme, al día siguiente, en una entrevista con el periodista Franco Mercuriali de TN donde desmintió que se acuesta con sus perros, el libertario reavivó su pulsión mortuoria al confesar su morbo por “meterle el último clavo al cajón del kirchnerismo con Cristina adentro”. Pueden tratarse apenas de nuevos exabruptos de un mandatario con “una psicología especial”, tal como definió su socio político Mauricio Macri. Sin embargo, lejos de ser expresiones irracionales propias de un alienado, se trata de episodios que reflejan una muy pensada y planificada lógica de acción política: la necropolítica mileista.
No es casual el ensañamiento de Milei con la figura de González García, máximo responsable de planificar la política sanitaria durante la pandemia de Coronavirus tras el desfinanciamiento que había sufrido la salud pública durante el macrismo (el área había bajado su rango de ministerio al de secretaría). El líder libertario encontró su principal capital político en el malestar de quienes rechazaban la cuarentena y sus consecuencias económicas. Esa indignación de quienes se sintieron oprimidos por las políticas estatales y la crisis inflacionaria fueron los principales combustibles de su ascenso en tiempo récord a la presidencia. También pueden rastrearse ahí algunos de los fundamentos de su prédica anti-Estado. Con más instinto de buitre que de felino, Milei hizo política con los muertos del Covid. Y la sigue haciendo: durante su discurso en el foro económico, volvió a insistir en que Argentina tuvo “la cuarentena cavernícola más grande de la historia” y responsabilizó a la política sanitaria de Ginés de la muerte de 100.000 personas. Como sucede a menudo con sus diagnósticos económicos donde las jubilaciones le ganan a la inflación y el 50% de los argentinos son más ricos gracias a la actual política fiscal, los datos de la realidad lo desmienten. Pero, parafraseando al Doctor Emmett Brown, adonde va el gobierno no se necesitan datos (verídicos al menos) y posiblemente tampoco realidad.
Más allá de la polémica en torno al llamado vacunatorio vip que desencadenó el alejamiento de Ginés González García de su cargo como ministro y su procesamiento en la Justicia Federal, un estudio publicado este año por la prestigiosa revista científica The Lancet -basado en más de 22.000 fuentes de datos de 204 países- ponderó la gestión de la pandemia en el país al indicar que el índice de exceso de mortalidad (la diferencia entre las muertes ocurridas y las muertes esperadas en un período determinado) por Covid en Argentina fue de 0,85 por 1000 habitantes, un promedio muy por debajo del de otros países de la región como Brasil (1,36 por 1000 habitantes) o Chile (1,03 por 1000 habitantes). Estas cifras se encuentran incluso por debajo de la media global que fue de 1,04 por 1000 habitantes y ni hablar de la media para América Latina y el Caribe que se ubicó en 1,99; el doble de exceso de mortalidad que en Argentina. A contrapelo de las estadísticas, la narrativa de Milei continúa con el extractivismo necrológico que le dio tanto rédito electoral.
Donde el relato del presidente evidencia ciertos matices novedosos es en el reemplazo de las metáforas sexuales por las mortuorias. De los niños encadenados y envaselinados a merced del Estado pedófilo y los culos de mandriles a clavar ataúdes hay un viraje de la violencia sexual a la violencia física y del sometimiento al mero exterminio. No parece tampoco casual que sea Cristina Kirchner, la ex presidenta que fue víctima de un intento de magnicidio en 2022, la protagonista de los ensueños morbosos de Milei. Cristina ha recuperado centralidad política en las últimas semanas al anunciar su candidatura para presidir el partido justicialista. Mientras algunos de los propios, mucho más piadosos, pretenden (de nuevo) jubilarla, el líder libertario apela directamente a su aniquilación.
En el virulento intercambio epistolar que la ex presidenta y Milei protagonizaron en las redes a lo largo de la semana, Cristina lo acusó de quererla matar y le espetó: “Dejá de amenazar y aprendé a gestionar el Estado, porque ¿sabes una cosa Javier Gerardo Milei? Aunque me maten y de mí no queden ni las cenizas… tu gobierno es un fracaso y vos como Presidente das vergüenza ajena”. Por su parte, el libertario insistió en que lo del ataúd se trató de un uso figurado del lenguaje y volvió a la carga con la vieja chicana sobre el título universitario de la referente justicialista, en lo que aparenta ser un duelo entre doctores flojitos de papeles: “Parece que le cuesta más trabajo entender una simple metáfora que mostrar su título de abogada y/o sus casos exitosos que sustentan su inmensa fortuna o entender algo de teoría económica”. Los gatillazos fallidos de Fernando Sabag Montiel a centímetros del rostro de la ex presidenta deberían ser la prueba suficiente del límite cada vez más difuso entre lo metafórico y lo explícito y entre las palabras y los hechos en un contexto donde la violencia se ha naturalizado como parte de la narrativa y de la praxis política del gobierno nacional.
¿Así que ahora también me querés matar?
Estás nervioso y agresivo porque todas las idioteces que, durante años, dijiste en la tele y todavía seguís repitiendo son solo eso: idioteces. Y como no tenés las más pálida idea de lo que es la gestión del Estado terminaste pidiéndole… pic.twitter.com/sc7rrloPrG— Cristina Kirchner (@CFKArgentina) October 21, 2024
En perspectiva histórica, el deseo de eliminación del adversario político es parte de las matrices constitutivas del antiperonismo y ha sido el motor de algunos de los episodios más cruentos del pasado como el bombardeo a la Plaza de Mayo, el golpe de Estado de 1955 y el plan sistemático de desaparición de personas desarrollado durante la última dictadura militar. Con el regreso de la democracia, se puso en práctica un renovado acuerdo social donde la violencia política y la intolerancia por el otro no tenían cabida. El ejemplo más cabal de ese pacto democrático fue el episodio conocido como “El cajón de Herminio”. El 28 de octubre de 1983, el candidato a presidente por el justicialismo Ítalo Argentino Luder hizo su cierre de campaña con un acto multitudinario en el obelisco porteño. En el palco se encontraba también el dirigente sindical Herminio Iglesias, quien era candidato a gobernador de Buenos Aires. Al final del acto, un grupo de militantes le acercó un cajón fúnebre con los colores y las siglas del radicalismo y Herminio lo prendió fuego. La foto de ese momento generó indignación en una sociedad que pretendía dejar atrás la violencia del terrorismo de Estado. Muchos le han adjudicado a ese suceso la derrota del PJ en los comicios donde resultó electo presidente Ricardo Alfonsín. El cajón de Milei parece no sólo la metáfora de quien quiere eliminar a Cristina Kirchner y al kirchnerismo como fuerza opositora, sino también de quien está dispuesto a martillar los últimos clavos en el ataúd donde hoy descansa aquel mancillado acuerdo de convivencia democrática.
Siguiendo los postulados de Michel Foucault sobre el biopoder, el filósofo camerunés Achille Mbembe acuña el concepto de necropolítica para pensar la experiencia colonial y neocolonial en la era contemporánea. En términos generales, define a la necropolítica como “una suerte de tecnología del poder cuyo objetivo es la regulación de poblaciones a través de la producción de sujetos disponibles y desechables”. De acuerdo con esta perspectiva, la violencia se convierte en una especie de nueva epistemología; no ya un medio para lograr un objetivo, sino que hablamos de la violencia como un fin en sí mismo. En la lógica dogmática de un presidente que hizo campaña empuñando una motosierra al grito de “van a correr zurdos de mierda”, el otro parece perder cualquier rasgo de civilidad y de humanidad y es susceptible de ser eliminado. Y ese otro hoy puede adoptar múltiples formas como blanco de la violencia institucionalizada: es el kuka, la casta, los ñoquis, los ensobrados y también el pueblo en su conjunto.
Para la filósofa Hannah Arendt, el poder se construye como una forma de consenso que se ubica en las antípodas de la violencia: “El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en peligro, pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer al poder”. O bien, para decirlo en palabras de Juan Román Riquelme: “Poder es que la gente te quiera”. Esta semana, en claro contraste con el liderazgo destructivo de Javier Milei, el presidente de Boca Juniors dio un ejemplo de esa pedagogía del poder al interceder entre la policía y la barra xeneize para evitar que sucediera una catástrofe en las tribunas de la cancha de Newells. ¿Pero qué sucede cuando, rota la fantasía de que el amor siempre vence al odio, la violencia se impone como forma de consenso? ¿Cómo se mantiene la paz social cuando la supresión del otro es exactamente lo que un sector de la sociedad votó? ¿Hasta cuándo puede sostenerse un poder cuyo fundamento es la violencia y su fin último la destrucción?
Emanada desde las más altas esferas del poder político, la violencia logra pregnancia social y tiene carácter responsivo. El presidente grita “zurdos de mierda van a correr” y la troupe de trolls libertarios se hace eco de la premisa en las redes sociales, pero, en las calles y ante una expresión de gran descontento social, el que termina corriendo es el influencer Fran Fijap. El gobierno anuncia el cierre de la AFIP y sus militantes salen a celebrar el despido de más de 3000 empleados del organismo mientras uno de los afectados intenta quitarse la vida arrojándose de un noveno piso. Lejos de detenerse, el espiral de violencia sigue creciendo y, a diferencia de Riquelme en la tribuna, no es Milei quien pone el cuerpo, sino los demás. La crueldad se ejecuta no sólo contra los otros, sino también contra los propios que son expuestos como carne de cañón. Cuando son los funcionarios quienes reciben el reclamo social, como sucedió con la ministra Sandra Pettovello y el secretario Carlos Torrendell en el aeroparque Jorge Newbery la semana pasada, la respuesta del gobierno fue la victimización. En una extraña y rebuscada torsión del concepto, para el relato oficial que los pasajeros hayan cantado a favor de la universidad pública y de Aerolíneas Argentinas y le hayan reclamado a Pettovello que el Ministerio de Capital Humano entregue los alimentos retenidos a los comedores se trató de un acto de violencia institucional y no exactamente al revés. El viejo truco del amo que juega al esclavo y tira las piedras para luego esconder la mano. El peligro inminente de este clima de violencia política y creciente malestar social se resume en las estrofas de esa canción popular que reza: “Ya van a ver, las balas que nos tiraron van a volver”. La latente distopía del ojo por ojo y un futuro de ceguera.
La necropolítica mileista ha llegado para desafiar los límites de lo admisible dentro de la convivencia democrática, por eso se permite celebrar la muerte y promover el exterminio del adversario como praxis de su poder. El mayor problema es que, hasta el momento, ni las instituciones democráticas ni las fuerzas opositoras han sabido cómo contener la avanzada de violencia y destrucción. Desconcertada y mareada por sus luchas intestinas, la política tradicional se enfrenta a una pregunta para la que todavía no tiene respuestas: Qué hacer con el clavo de Milei.