La espesura de los montes
Ni film de terror ni drama cliché, Almamula explora en zonas ambiguas. El despertar sexual, la homofobia y monte santiagueño como escenario en la primera película santiagueña en llegar a las salas. Por Gustavo Caro.
Se incendió la siesta en su sonkoi de fuego
avivando ensueños, canto y libertad
Juan Cruz Suárez
Una de las preguntas más frecuentes que un santigueño debe responder fuera de casa, hecha con la impunidad que habilita el discurso turístico, es ¿qué se puede hacer en Santiago? Mi respuesta es sencilla: “nada”. Mientras pienso si le preguntaría tal cosa a un habitante de la Antártida, agrego: “vayan al monte”.
Quienes nos criamos cerca de él, en los viejos barrios perífericos de una Santiago del Estero cada vez más rejuvenecida, sabemos que el monte era un lugar prohibido para los niños. Destinado a prófugos, amores clandestinos y toda cosa turbia que un ser humano puede engendrar, la amenaza del castigo por adentrarnos en él a la hora de la siesta se volvía realidad en la marca de las ojotas de nuestras madres. La presencia de duendes, espantos y criaturas diabólicas también daban crédito a los temores que el monte generaba. Rodeado de rumores y leyendas que alimentaban su misterio, el monte nos llamaba. Ese llamado perdura en el tiempo y es el que atraviesa la historia de Almamula, el primer largometraje del cineasta santiagueño Juan Sebastián Torales, que estrenó la semana pasada en salas de Tucumán.
El protagonista es Nino (Nicolás Díaz), un adolescente que en pleno despertar sexual conocerá la violencia de la homofobia, razón por la cuál su familia deberá dejar la ciudad y exiliarse en el monte santiagueño, donde reside su papá Ernesto (Cali Coronel), jefe de una cuadrilla de hacheros. Acompañado de su mamá Estela (María Soldi) y su hermana Naty (Martina Grimaldi), Nino descubrirá en el monte un hábitat seductor para tomar distancia de todo aquello que lo abruma; la discriminación y los mandatos. Sin embargo, no le resultará fácil encontrar ese refugio. La desaparición de un niño, atribuidas al almamula, convertida esta vez en una bestia que asola los montes y castiga a los pervertidos -adaptación de la leyenda original-, tiene a toda la comunidad convulsionada. En un escenario tan sensibilizado, la presencia de un niño homosexual no son buenas noticias para nadie. Menos para el cura de la capillita rural, que castiga sin ambages a Nino cuando este se atreve a insultar a la figura de Cristo, ese hombre que cuelga semidesnudo en las paredes de su casa.
En tiempos donde el fascismo ocupa espacios cada vez más amplios, preguntarse cómo se cura la homosexualidad vuelve a encontrar sentido para mucha gente. Quizá nunca dejó de tenerlo en sus fueros internos. En cambio, para Juan Torales, que se basó en sus propias experiencias para escribir el guion de Almamula, nada se simplifica a una lectura pragmática y apela a una mirada trascendental; el cine -como el monte- es un universo hecho de percepciones sensibles y ambigüas.
Reconocido admirador de Lucrecia Martel, esa mujer que inauguró el sonido del cine argentino contemporáneo, Torales emplea el sonido de una manera tan personal que es inevitable notar el apego que tiene por los lugares de su infancia. Ya en Sacha (2019) y Maco (2021), dos cortometrajes extraordinarios, el director mostraba su fino oído para plasmar la presencia del monte como una entidad acechante y en cuyo borde los niños juegan y se mueven con curiosidad. El canto del coyuyo, sonido emblemático de Santiago del Estero, se vuelve en la perpicacia de Torales una amenaza que va a contrapelo de su habitual presencia folclórica; allí donde todos celebran, alguien puede perderse para siempre. Sin renegar del folclore -a su modo, su obra lo irradia-, el terror es para Torales una marca indeleble que el monte nos deja desde la infancia, al mismo tiempo que se ofrece como una dimensión desconocida tan cercana que tienta como el deseo prohibido. La sexualidad es en Almamula lo que detona las piezas de su andamiaje narrativo, donde otra vez la niñez que todavía exuda la adolescencia bordea con el filo del monte y su paisaje de erotismo ambigüo: te castiga o te libera.
A diferencia de la febril selva tropical que en su cine representa Apichatpong Weerasethakul, con quien Torales comparte la fascinación por la naturaleza y su misticismo, para el director santiagueño el monte puede ser monstruoso y terrorífico, ámbito de seres impiadosos que susurran sus presencias a través del viento, los insectos y otros pequeños animales. Un lugar de pesadillas siesteras. Otra muestra de un conocimiento internalizado en la experiencia; Almamula tiene más siesta que noche. El monte no acecha ocultándose en la oscuridad, por el contrario, se iergue a plena luz del sol bajo el manto silencioso de la siesta. Su naturaleza agreste y hostil es un lienzo estimable para pintar la metáfora de una sociedad conservadora que fomenta la discriminación, la intolerancia y la violencia. Si el monte es impiadoso, la sociedad que lo estigmatiza no es menos cruel. Tierra de mitos y leyendas, ¿a qué debemos temer en Santiago del Estero? En este sentido es interesante el personaje del Malevo (Beto Frágola), un peón en quien Nino encuentra un interlocutor, aunque escasean las palabras entre ellos. La ambigüedad del monte se corporiza en una presencia sencilla y deseable, de piel morena y acento local marcado. En el otro extremo, la vecina pudiente, banal y locuaz, que no deja de aconsejar a Estela, también tiene el acento santiagueño marcado, pero su orden verbal es el del mandato. Si bien es la curiosidad sexual del protagonista lo que tira los hilos del relato, Juan Torales se da tiempo para ensayar otras tensiones; la iglesia y la creencia popular, las castas sociales, el trabajo y la depredación del monte. En este mapa, el deseo es aquello que no se nombra.
Paisaje arisco para el encuadre, la mirada de Torales sobre el monte construye una atmósfera antes que una composición. No apto para el afiche turístico, el monte santiagueño es el hábitat propicio para que las criaturas fantásticas se paseen frente a nuestros temores y deseos despojándose de toda investidura de género. La cámara de Torales lo capta con sombría nitidez. Ni film de terror ni drama cliché, Almamula explora en zonas ambigüas sin buscar sentencias ni asumir clasificaciones. Hace añicos el closet y mete el dedo –fuerte- en viejas llagas que nunca cierran. En un cine argentino hegemonizado por la mirada urbana, Torales arriesga situando la suya en la periferia de ese anclaje y tradición, correspondiéndose así a los términos de un emergente cine del noroeste argentino, cada vez más consolidado en el escenario nacional e internacional, pero que no está librado de las amenazas que acechan en los intersticios de la democracia.
Con elenco de origen santiagueño en su mayoría y producida con fondos europeos, con participación del Polo Audiovisual de Córdoba, del gobierno de Santiago del Estero y del INCAA, Almamula representa bastante más que ser la primera película santiagueña en llegar a las salas. Llevar a preguntarnos por los monstruos y los miedos que los engendran es un aporte inestimable.
*El autor es docente y miembro de Tucumán Audiovisual