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Tutoriales para matar: el tiro de gracia del periodismo

Opinión

Un país conmovido por el sismo de una bala que no se disparó y el rol de los medios de comunicación en la propagación de los mensajes de odio.


Desde la noche del jueves el país vive el sismo de una bala. Una bala que no salió del caño de un arma apuntada a centímetros del rostro de la vicepresidenta Cristina Kirchner. Una bala con la capacidad de matar a una líder política y también de herir de muerte la democracia que los argentinos supimos conseguir. Una bala que nos proyecta hacia un abanico de especulaciones, todas distópicas: ¿Y si salía? ¿Si mataba a la vicepresidenta? ¿Qué futuro nos deparaba ese disparo? Sismo del presente y cisma de nuestro devenir histórico, la bala estuvo ahí, el arma estuvo ahí, Fernando Andrés Sabag Montiel estuvo ahí y apretó el gatillo de la Bersa 380 negra en la noche del jueves. Pero la bala no salió y ese accidente del destino nos habilita a pensar en una paradoja temporal contrafáctica: si el atacante leía las notas que publicaron algunos medios después de su intento de magnicidio, la bala salía.   

Hubo un tiempo en que los medios de comunicación se postulaban como voceros de la verdad y acérrimos guardianes de los más elevados valores democráticos. Como en las novelas policiales norteamericanas, en ese relato, los periodistas eran como héroes denodados que denunciaban las brutalidades del sistema y luchaban contra las injusticias. Pertenezco a una generación que creció con una confianza cuasi devota en ese periodismo y el halo de mistificación que lo rodeaba. Cómo no hacerlo si se autoproclamaba objetivo, imparcial y justiciero. Un cuarto poder que vigilaba de cerca a los poderes estatales y velaba por los intereses de los ciudadanos.

Derrumbada hace décadas atrás la ficción de la objetividad periodística, todavía hay protagonistas de los medios que se autoperciben como hijos dilectos de ese antiguo paradigma y que repiten aquella cantinela de las verdades y los valores cada vez que alguien les presta oídos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, los medios – algunos de ellos – han demostrado ser más efectivos para debilitar a las democracias que para apuntalar sus fundamentos. El presente los muestra más propicios a responder a distintos intereses sectoriales que a la búsqueda del anhelado bien común. En esa reconversión, han devenido de promotores del pensamiento crítico en profetas de creencias autoevidentes. Abjurando muchas veces de los hechos, han convertido al periodismo en un acto de fe. También en un espectáculo. 

Dos hitos marcan en nuestro país el declive del mito de un periodismo independiente vinculado a los grandes medios: la abierta confrontación del kirchnerismo con el grupo Clarín y los intensos debates que precedieron a la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA) en octubre de 2009. Esta legislación terminó fracasando en sus objetivos de democratizar los medios y de desconcentrar los monopolios mediáticos. Entre los factores de esa decepción, se destacan la resistencia de los grandes conglomerados de medios a desinvertir y su estrategia de judicialización. Recién en 2013 la Corte Suprema dio a conocer los fallos que respaldaron el carácter constitucional de la ley. Con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia, la legislación recibió una estocada definitiva. A través del DNU 267, el gobierno de Cambiemos anuló los aspectos más relevantes de la LSCA. Un año después, Macri firmó otro decreto (DNU 1340) referido a servicios de comunicación audiovisual y telecomunicaciones que le garantizaba condiciones de mayor rentabilidad a los grandes grupos económicos. Lejos de desinvertir en el sector, el grupo Clarín logró expandirse al fusionarse con Telecom en la que fue la fusión más importante en la historia del país. La concentración llegó a niveles insospechados generando una de las compañías que más facturan en el continente. 

Está claro que ni el periodismo en general ni el grupo Clarín en particular cargaron el arma con la cual Fernando Andrés Sabag Montiel apuntó el jueves contra Cristina Kirchner. Todavía se desconoce si el atentado forma parte de un complot o si el agresor actuó por iniciativa propia. Lo concreto es que resulta ingenuo pensarlo como un “loco suelto”; un lobo estepario dispuesto a cometer un crimen de semejante gravedad institucional. Se trata de un sujeto que forma parte una cultura y de una red de sentidos donde la crispación, la violencia (real y simbólica) y los ahora famosos discursos de odio se han vuelto moneda corriente. El intento de magnicida no es más que la consecuencia acaso lógica de ese caldo de cultivo donde los medios tienen un protagonismo innegable.  

Tampoco es casual que el objetivo elegido por Sabag Montiel para su ataque haya sido la vicepresidenta. No sólo por la preminencia de su figura en la escena política argentina de los últimos años, sino también como blanco predilecto de lo que parece una obsesión patológica de los medios hacia ella. Cuando habla y cuando calla, cuando es protagonista y cuando es actriz secundaria de las decisiones del actual gobierno, Cristina Kirchner es el epicentro indiscutido de la discusión mediática. Ciertos sectores del periodismo han apelado de manera recurrente a un análisis cuasi frenológico de sus palabras, de sus gestos, de su patrimonio y de su salud. Observada, leída, interpretada, desnudada, desmenuzada e imaginada. Cristina, siempre Cristina, en el periplo del foco de las cámaras a la mira del arma de su potencial asesino. 

En las horas que siguieron al intento de magnicidio, con una sociedad aún conmocionada por el suceso, algunos actores políticos y sectores del periodismo, buscaron instalar la duda acerca de lo que todos vimos en imágenes repetidas en loop: el atacante apuntando una pistola a pocos centímetros del rostro de la ex presidenta. Sin ningún indicio real para dudar de lo evidente, muchos apelaron a una lógica conspirativa para repetir que se trató de un montaje; una puesta en escena orquestada por la propia víctima. No hay hechos ni pruebas concretas que permitan desmontar el peso de la creencia. Simplemente, hay quienes no quieren ver ni escuchar lo que no quieren ver ni escuchar. Eligen creer y los medios contribuyen a esa creencia al hacer del ataque un supuesto intento de magnicidio.

Tras el intento de asesinato de Cristina Kirchner, los discursos de odio ocuparon el centro del debate en los medios. Mientras eso se discutía, mientras se trataba de entender las razones profundas de un suceso que podía abrir una tangente en la historia reciente y en el devenir de la democracia, el diario Clarín publicó una nota donde se explicaba en detalle el uso correcto de la Bersa 380; una guía práctica para hacer lo que Sabag Montiel no hizo: remontar el arma para poner una bala en la recámara y disparar. Un tutorial para matar. Cuesta encontrar una justificación periodística para un instructivo semejante a horas de un intento de magnicidio que no sea el de la provocación. Cuesta entender la inacción de las asociaciones periodísticas supuestamente preocupadas por la ética y la defensa de esos alto valores democráticos que enaltecen al oficio. Cuesta entender lo que parece un mensaje con excesivo y escalofriante afán pedagógico para los Fernando Andrés Sabag Montiel del futuro. Una bala que se dispare. Un tiro de gracia del periodismo. Un tiro de gracia al periodismo.