Top

El amigo que ya no está: un pretérito imposible

Opinión

Cómo se recuerda a alguien que ya no está, pero sigue por siempre presente. Cómo rendir tributo a la amistad y conjurar la ausencia con palabras. Los amigos como los dueños del tiempo.

Ernesto García, El Loco, el gran amigo.


A la memoria de Ernesto “El Loco” García


Me duele el pretérito y su carga inexorable, cuasi fantasmal, de ausencia. No puedo sencillamente escribir: tuve un amigo. Se me ocurre irreal, absurdo, contrafáctico. Puedo aceptar que él ya no está, pero su amistad sigue aquí, como una estela vital en mi existencia cotidiana. Cuando pienso en El Loco, lo pienso siempre en presente. Su partida fue la cachetada final tras ese noviembre fatídico del 2020 que se llevó a mi viejo, a mi ídolo y, para rematar, a él, mi gran amigo. No quiero caer en la melancolía melodramática del tango, género que El Loco aborrece porque canta “historias tristes de carneros”. Definición, no por rudimentaria, menos precisa. El Loco es así.  Prefiere la cumbia y su goce festivo. Prefiere el baile. Prefiere la risa. Después de todo, se trata de un hedonista, un pensador mundano, un tipo que dice lo que piensa y que actúa en consecuencia. Por todo eso y muchas cosas más, una semblanza que le haga justicia debería empezar más o menos así: Tengo un amigo que es dueño del tiempo. 

Una hipótesis posible: la amistad es una forma de volverse dueño del tiempo.

A Ernesto García, El Loco, lo conocí por mi viejo con quien lo unía una larga amistad a prueba de cualquier contingencia. Eran lo que se dice culo y calzón, tanto es así que, en los últimos años, costaba imaginarlos por separado. Eran compañeros, cómplices y soldados de las mismas causas por perdidas que estuvieran. No creo haber visto muestra de lealtad semejante en alguna otra parte. Con El Loco me separan más de dos décadas de vida, pero me acercan las palabras y los gestos. Aunque se trata de una relación autentica en todas sus formas, no es demasiado común eso de compartir amistades con los padres. Ernesto solía decirle a mi viejo, quizás para molestarlo, que nunca lo pusiera a elegir entre él y yo porque, de seguro, perdería. Yo celebraba íntimamente esa herida al ego paternal como una victoria; una estocada apacible a ese Goliat acaso invencible.

Hoy me resulta imposible olvidar ese porte de Clint Eastwood adusto que, en cualquier momento, se rompe con una carcajada estentórea que se va aspirando como un hipo mientras se encorva o zapatea en el lugar. No teme reír ni hablar de cuestiones profundas con franca simpleza y un pucho en los labios. El Loco se toma la vida muy enserio y se la bebe sorbo a sorbo, como quien no quiere la cosa, sin solemnidad ni afectación ni máscara. Anda demasiado rápido, pero siempre llega a destino porque sabe lo que quiere y sabe adónde va. Muchas veces lo acompaño en el camino y, todavía, ante la duda, me pregunto: ¿Qué haría El Loco?

El Loco tiene por costumbre llamarme El filósofo. Tiene muchos años más y, lejos de pararse en el pedestal irrefutable de la experiencia, me considera un par; un interlocutor válido para la charla, el debate o el devaneo. Prefiere escuchar antes que emitir juicios de valor. No busca autolegitimarse, sino aprender de aquellos que tiene a mano. Cuando pienso en los momentos más felices y tristes que me ha tocado vivir en los últimos tiempos, El Loco está presente. Y siempre estará. Recibidas, cumpleaños, viajes, velorios. El Loco fumando un cigarrillo en la vereda, El Loco peleándose para pagar la cuenta en el bar, El Loco acompañándome a ver los partidos de Boca aunque sea de River y aunque el futbol le importe poco, acaso, nada. El Loco, siempre El Loco.

Con sus sesenta a cuestas, había decidido que era el momento de disfrutar el tiempo que le quedaba. Quizás por eso, en 2015 eligió acompañarme durante un mes en una estadía académica en San Pablo, Brasil. En una de nuestras excursiones habituales por esa ciudad monstruosa, se detuvo en una concesionaria de autos lujosos y pidió permiso para subirse a una imponente coupé Audi R8. Se acomodó en la butaca deportiva y, al momento de poner las manos sobre el volante, le brillaron los ojos con el destello inconfundible del deseo. Se quedó un instante ahí, como pasmado. Cuando volvíamos caminando en silencio al departamento que alquilábamos, me miró y me dijo: “¿Sabés qué? Por un momento, pensé en trabajar para comprarme ese auto… Ni en pedo, prefiero andar en bicicleta antes que volver a laburar”. Después, lanzó la risotada característica seguida por un instante de reflexión o de ahogo. Cuando tuvo aire de nuevo, ahora serio, sentenció con esa sabiduría tan propia: “No necesitamos andar en ese auto… Nosotros somos dueños de nuestro tiempo, ya somos ricos”.  

Los meses más duros de la pandemia impusieron una distancia obligada entre nosotros. Los años, el pucho religioso y la tos constante lo hacían demasiado vulnerable al virus y a ese mundo sumido en la incertidumbre. De manera paradójica, alejarse era la única forma de cuidarse. Las charlas, los cafés y los encuentros se hicieron más esporádicos. Nos volvió a juntar la tristeza de la última despedida de mi viejo. Su abrazo me sostuvo en aquellos días imposibles. Nunca imaginé que eran los últimos porque él no se aguantaría y se iría por detrás, acaso en la última y más contundente muestra de la lealtad en la que se forjó esa amistad inconmensurable. Así en la vida como en la muerte.

Escribo estas líneas como un abrazo extemporáneo. Escribo con la convicción de un pretérito imposible. Escribo para decirle: Loco, el tiempo sigue siendo todo nuestro.