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La República y el Cuchillo

OPINIÓN

El abogado litigante Manuel I. Durán analiza el nuevo Código Procesal Civil y Comercial.


El Código Procesal Civil y Comercial de esta provincia será remplazado por otro que, dicen, es muy superior al vigente porque viene provisto de grandiosas novedades que no llegan sino para satisfacer los mismos y fundados reclamos de siempre: que los juicios sean simples, rápidos y transparentes (todo lo cual constituye un ya tradicional anhelo de gran parte de nuestra comunidad). Se nos presenta, así y frente al conocido, como algo bueno por conocer.

Quizás pueda pensarse también que sería oportuno exigir ahora que los costos sean más razonables: que los casi seis mil pesos -de mínimo- que cuesta iniciar un juicio; luego de haberse visto obligado a pagar doce mil quinientos por el fracaso de la instancia de mediación y los cincuenta mil que deben depositarse hoy para acceder, eventualmente, a la instancia revisora extraordinaria de nuestra Corte Suprema, pueden resultar demasiado elevados. Esto así sobre todo si se piensa en alguien que quizás no pueda acceder al “beneficio” de litigar sin gastos por no formar parte de la mitad de los habitantes de esta provincia que no gozan del lujo de no pasar hambre (que viven por debajo de la línea de la pobreza, sumidos en la miseria) pero que -pese a ello- puede ser una persona a quien “parar la olla” le cueste cada vez más trabajo. Tal vez, además, se podría pensar que el contribuyente ya pone suficiente de su parte al soportar la presión que sobre él se ejerce para solventar el alto presupuesto del Poder Judicial. Sin embargo, todo esto no se pone en este momento sobre la mesa, sino debajo de ella, y es harina que se coloca en otro costal. En cualquier caso, no quiero irme por esa importante y espinosa rama (la de la pobreza estructural) que está ganando tanto peso que amenaza a la estabilidad misma de todo el árbol. Por lo pronto, “mejor no hablar de ciertas cosas…” diría un tano muy despierto.  

Téngase en cuenta siempre que las normas de contenido procesal poseen implicancias de una importancia superlativa en lo que hace a la toma de decisiones de los justiciables en la cotidianeidad de su vida en sociedad. Por eso mismo, el encarar reformas en la materia reclama un ingente esfuerzo y exige un análisis verdaderamente holístico, especialmente comprensivo de los aspectos constitucionales, políticos, económicos, sociales e institucionales directamente comprometidos. Así, la reforma propuesta no debe analizarse de manera aislada. Por el contrario, corresponde analizar su posible impacto institucional, económico, social y político.

Lo que resulta indudable es que la legislación procesal hace a la vida misma de las relaciones de las personas. Por ello, toca reflexionar (como haremos en esta columna) acerca de los poderes y los límites del juez civil de cara a la transformación del funcionamiento de nuestro Poder Judicial. 

Imagino estaremos de acuerdo en que en una democracia republicana debe enmarcarse en un sistema social, político y jurídico que reconozca y promueva un núcleo fundamental de derechos humanos, en cuya matriz habremos de encontrar un cúmulo de garantías que hacen a su protección y, entre ellas, la garantía por antonomasia: el proceso. El proceso, a su vez, es el ámbito natural de resguardo y ejercicio pleno de otro derecho humano, el de defensa en juicio.

En ese sentido, como se observa, no será dable, preocuparse -en líneas generales- más por la autoridad que imparte justicia que por el individuo que necesita recurrir a ella. Por lo demás, y caso contrario, el remplazo de un código por otro no será más que una operación “gatopardista”: “cambiar todo para que nada cambie” (“El gatopardo” novela de Giuseppe de Lampedusa).

En esa línea de ideas, según lo que vienen manifestando, hace tiempo ya, los representantes de los Poderes del Estado de esta provincia, ahora toca la siguiente maniobra: porque así la sociedad lo reclama, resulta necesario llevar a cabo políticas y acciones que tiendan a mejorar el funcionamiento de los procesos no-penales. Todos de acuerdo. Aplausos. ¿Cómo habrá de conseguirse tan plausible objetivo? Pareciera que existe, también, amplísimo consenso para que el Código Procesal Civil y Comercial, que es de aplicación supletoria para juicios de toda índole, sea remplazado. De hecho, es prácticamente una realidad: el pasado 12 de abril se reunieron las comisiones de Asuntos Constitucionales y de Legislación General de la Legislatura más cara del país para ultimar detalles sobre el proyecto de reforma. El mismo podría ser aprobado en los primeros días de mayo. En los últimos días de ese mismo mes, si Dios nos permite, vamos a celebrar nuevamente el inicio del proceso fundacional del Estado argentino, conmemoración que, con lo que va a pasar ahora en Tucumán, nada tiene que ver. Nada. 

Señor, señora, señorita, caballero… ¿Quisiera saber qué hay de nuevo en el “nuevo código procesal”? Veamos. Raúl Ferrazzano, presidente de la Comisión de Legislación General, señaló a un medio local que “entre las principales ventajas está el pase del sistema escrito a la oralidad, donde el juez va a poder mirarle las caras a las partes y va a tratar de generar un ámbito de conciliación entre las mismas, brindando una justicia más cercana y con rostro humano”. Ya le decía yo a ud., respetable comprovinciano, que dicen que el nuevo “es muy superior al vigente porque viene provisto de grandiosas novedades”. 

Ahora le cuento un poco más, para que luego -si le parece- siga el consejo de cierto cantautor tucumano (como ud. y yo), hombre entrañable, con buena experiencia acumulada, que bien sabe medir el pulso de la sociedad en la que vive. El consejo es el siguiente: “escuchá las dos campanas, sacá tus cuentas; y nunca pongás la oreja a lo que comentan...”. En la misma canción reflexiona: “a veces las cosas no son lo que parecen; hay muchos ladrones más buenos que los jueces”, y sigue: “ya no quedaron princesas en los castillos; las vieron en tribunales por los pasillos”. Un genio. Les dejo aquí el link para que puedan escuchar letra y música de la canción titulada “la realidad”, del disco “Entre tanto barullo”, de Pablo Pacífico.

Vamos a lo nuestro. Por un lado, nobleza obliga, corresponde señalar que, conforme se viene haciendo de manera harto loable por la vernácula Corte Suprema de Justicia, para la consecución de la meta señalada de “mejorar el funcionamiento de los procesos no-penales”, deviene de suma importancia el correcto aprovechamiento de las ventajas que ofrecen las nuevas tecnologías (cuyo uso se intensificó a partir del contexto de pandemia que afectó a la comunidad toda tan gravemente). Al respecto, sin dudas, (i) la implementación del expediente electrónico, (ii) los domicilios electrónicos, (iii) la implementación del proceso por audiencias y (iv) la subasta electrónica, por citar algunos ejemplos, resultan muestras plausibles de lo mejor del “nuevo código”. 

Ahora bien, La otra cara de la moneda muestra lo que sigue. La receta que se impondrá es la siguiente: (i) Se implementará la oralidad como regla de procedimiento para llevar a cabo determinados actos procesales y (ii) se dotará al juez de más poder, de más facultades que las que ya tiene. 

Con lo primero, conforme ya se señaló, lo que se pretende es “brindar una justicia más cercana, con rostro humano”. Quizás de esta manera, en las audiencias, entre otras cosas, sea factible que el juez tenga la posibilidad (gracias a que el contacto directo así se lo permita) de mirar al fondo de los ojos de las personas en conflicto y, talvez así, convencerse de la verdad o falsedad de sus afirmaciones o negaciones. Al margen del comentario de la cita y la reflexión, en líneas generales, podría merecer una opinión favorable la implementación de “la oralidad” para determinados actos procesales, siempre y cuando (como se promete) ello redunde en la reducción de los tiempos de tramitación de los procesos (cosa que, salvo casos puntuales, no se está materializando en las pruebas “piloto”). 

Más allá de esto, no es en sí misma (la oralidad) un sistema ni un modelo de justicia ni, tampoco, un principio (como se dice por ahí). 

En rigor, tanto la forma oral como la escrita -ambas pueden adoptarse para la celebración de actos procesales- no resultan más que reglas de procedimiento. Ambas formas resultan utilizables tanto al proceso adversarial como al procedimiento inquisitivo. Dicho con otras palabras: el proceso puede ser escrito, oral, por señales de humo, palomas mensajeras o por “Whatsapp” pero para que sea “proceso”, y no otra cosa, deben respetarse los “verdaderos principios procesales”, entre los que se destacan: la imparcialidad del juzgador, la igualdad de las partes y la moralidad en el debate. Como se ve, la parcialidad, la desigualdad y la inmoralidad, idealmente, no tienen cabida en el proceso judicial conforme se concibió en nuestra Carta Magna.  

Es por eso que, instaurar la regla de la oralidad para determinados actos procesales -en el “nuevo código” se la establece como regla de procedimiento para la etapa de producción de pruebas y alegatos- no genera un cambio de sistema, sino (tan solo) un cambio de procedimiento. En este sentido, si se consiente (como expresamente se lo hace, al plantear como imprescindible una reforma) que el problema de la insatisfactoria respuesta que se encuentra brindando el sistema de Justicia a la sociedad es una cuestión estructural, se acordará también en que no alcanza con alterar alguna de las reglas de procedimiento de los juicios para solucionarlo. Insistiendo: el problema de fondo es, en sí, el modelo de justicia en que el que se pretende instaurar la regla de procedimiento en cuestión. 

Por lo otro, lo de “darle más poder al poder”, espero no nos suceda lo que vaticinaban, ya a finales de los años noventa, los mexicanos de la banda Molotov en su canción “Gimme Tha Power”. 

Veamos a continuación específicamente de qué estamos hablando:

- El código que se estrenará en mayo, lo que hace, es incrementar el poder de los jueces, posicionándoles en un lugar que no les es propio: el de protagonistas del proceso. 

- En el proyecto del nuevo código las funciones de probar y juzgar, como se verá seguidamente, no se encuentran debidamente delimitadas. Si el mismo es sancionado por la Legislatura de nuestra provincia se dará vida a un raro personaje: el juez litigante.

- Se ha dicho que con las mayores facultades que se le darán, lo que se busca es un juez proactivo, un juez protagonista, un juez que haga justicia. Probablemente todo eso sea loable, aunque “es más turbio cómo y de qué manera” se busca impartir justicia. Justicia es lo que, se dice, el pueblo exige. 

- Ahora, nótese lo siguiente: pese a lo proclamado en su art. 20 en el sentido de que: “Las partes tienen derecho de acceso a jueces independientes e imparciales”, el proyecto del nuevo código -de manera alguna- asegura tal imparcialidad. 

El corte autoritario de enjuiciamiento se evidencia, entre otros, en los siguientes puntos: 

a) El juez tiene obligación de impulsar el proceso conjuntamente con las partes (acápites IX y XV del título preliminar); 

b) El juez tiene amplísimos poderes probatorios que incluyen: i) la facultad de ordenar medidas tendientes al esclarecimiento de los hechos controvertidos (art. 135 y otros); ii) la posibilidad de realizar libres interrogatorios a las partes y testigos con las preguntas del juez (arts. 375 y otros) y iii) las potestades discrecionales para la admisibilidad o inadmisibilidad de fuentes y medios de prueba ofrecidos por las partes (art. 321 y otros), en detrimento del ejercicio del derecho a la prueba. Con todo esto, como puede advertirse, se permite al juez incorporar al juicio su propia versión de los hechos. De ahí, como sucede con todo ser humano, sus sesgos cognitivos se encargarán de hacer triunfar, casi ineludiblemente, la versión tomada por buena. Así se compromete gravemente su carácter de tercero imparcial, carácter que debería definir a la figura del juzgador. 

c) El juez goza de la posibilidad de dictar cautelares de oficio (art. 272);

d) El juzgador posee la alternativa de dejar de lado las reglas de la carga probatoria, imponiendo a cualquiera de las partes las consecuencias de la falta de prueba conforme pautas de distribución subjetivas (art. 323) y;

e) Por último, pero no menos importante, señalo que se le confieren amplios poderes para sancionar a las partes y a sus abogados. Estas últimas facultades se basan en el incumplimiento de deberes demasiado genéricos y abiertos (acápite VII del título preliminar y art. 138).  

Sobre la carga de la prueba dejo, por aquí y para quien le interese, algunas reflexiones de un erudito en la materia (Gustavo Calvinho – “Carga de la prueba: Análisis de las tendencias actuales” – Canal de Youtube de la Asociación de Magistrados de Tucumán). 

A más de todo ello y dejando por un momento de lado las cuestiones idiosincráticas, si bien se mira, desde una perspectiva casi utilitarista, lo que con esta reforma habrá de conseguirse no será sino aumentar la carga de trabajo de los jueces y sus correspondientes juzgados. 

En ese sentido, quisiéramos poner de resalto que, en verdad, no se nos presenta como la alternativa más sensata el exigir, por un lado, al juzgador que falle más prontamente (dado que así la sociedad lo requiere) al tiempo que, por otro, se le reclama que, además de su trabajo, realice el que -de tratarse de un verdadero sistema adversarial- deberían realizar las partes en litigio dado que están discutiendo sobre cuestiones patrimoniales de las que pueden disponer según mejor les plazca. 

Puntualmente, el sistema adversarial reduce la carga de trabajo de los juzgados.

Lo otro es, utilizando una metáfora futbolera, pedirle al mismo jugador que patee desde la esquina, cabecee, ataje, salga a gritar el gol y haga de árbitro; cuando, en rigor, y en el caso del juez, es sola esta última tarea la que le es propia. 

Sumado a todo esto me gustaría añadir parte de una letra de un español, dice así: “Quien pone reglas al juego se engaña si dice que es jugador; lo que le mueve es el miedo de que se sepa que nunca jugó…” (Luis Eduardo Aute “De paso”, disco “Auterretratos Vol.1.”).

Retomando nuevamente, con esa óptica, sería bueno talvez pensar en que no se debería pecar de una excesiva previsión voluntarista. Es decir, puede que los mismos jueces entiendan, atinadamente y pese a lo que se establezca en la letra de la ley, que los verdaderos interesados en la prosecución del trámite del juicio son los propios justiciables.  Consecuentemente, se podría entender que, es más importante enfocar a los juzgados en cumplir sus plazos para dictar buenas resoluciones (pedidas por las partes), que en sumarles tareas.

Mas allá de lo señalado, correspondería no subestimar la valoración que sobre el sistema de administración de Justicia pueda realizar un ciudadano cualquiera. Puede suceder ciertamente que los tucumanos contemplen bastante perplejos el fenómeno de que mientras en materia penal la reforma procesal se realizó instaurando un modelo acusatorio adversarial, la reforma para procesos civiles -que en su mayoría versan sobre derechos disponibles (derechos disponibles: derechos con lo que cada uno puede hacer lo que le venga en gana)- va en el sentido contrario. Paradójicamente se aceptará el juzgamiento de un homicidio calificado confiando en la actividad procesal y probatoria de las partes, prohibiendo expresamente la incorporación de prueba de oficio (en el Código Procesal Penal vigente en esta provincia, en el inc. 3 del art. 3 titulado “Garantías constitucionales relativas a la organización judicial”, entre otros con idéntico espíritu, se establece tajantemente que: “Queda prohibido a los jueces realizar actos de investigación o acusación.”), al turno que para un reclamo dinerario (v.gr. por la rotura de un faro o un paragolpes) en sede civil el juez debe desplegar su propia actividad, al tiempo que, de esta manera, se invierten preciosos recursos estatales para investigar un caso exclusivamente privado.

De tal suerte, el “nuevo código” propone para nuestra justicia civil y comercial un modelo que desatiende a la Constitución y los principios republicanos en ella contenida. Es dable señalar que el reconocimiento a las personas de un ámbito de autonomía de su libertad implica la aceptación de su decisión sobre qué relaciones jurídicas contrae y cuál es la mejor manera de defender sus derechos. El proceso dispositivo no es sino correlato de esta libertad, conforme al cual la tutela judicial se presta ante la petición del interesado (y en la medida que la impulse). Deducir un derecho en juicio es una de las maneras de disponer del mismo. El derecho que en el plano de la realidad social es disponible, no pierde este atributo al ser trasladado (¡por iniciativa de su titular!) al plano jurídico para defenderlo o efectivizarlo.

Se trata, como enseñaba Couture de que “… nadie puede ser privado de las garantías esenciales que la Constitución establece, mediante un simple procedimiento [...]” “Se necesita, no ya un procedimiento, sino un proceso. El proceso no es un fin sino un medio; pero es el medio insuperable de la justicia misma. Privar de las garantías de la defensa en juicio, equivale, virtualmente, a privar del derecho (COUTURE, Eduardo, Estudios de derecho procesal civil, Ediar, Buenos Aires, 1948, t. I, p. 194).

Señalado todo esto, trataré de, en lo sucesivo, no irme por las frondosas ramas y seguiré hacia las raíces de estas cuestiones.

Quienes deben llevar a cabo las funciones que resultan necesarias para que el mundo jurídico funcione, imprescindiblemente, deben estar provistos y disponer de la cantidad suficiente de poder y legítima fuerza para ejecutarlas. Asimismo, como el derecho es esencialmente un problema de límites y, dado que participa del problema, del asunto del “ejercicio del poder” puede predicarse lo mismo. De ahí que tanto o más importante que establecer el origen del poder (que en nuestra forma de gobierno proviene -en buena medida- de la voluntad popular) sea determinar la manera de ponerle freno. Para esto último, antes que nada (en su artículo primero) nuestra Constitución adopta el sistema republicano. De ahí parte del título de esta columna. El resto se lo debo al Viejo Vizcacha, que como buen criollo (mal que nos pese) no era idealista, sino eminentemente pragmático, e instruía al gaucho Fierro, entre otras, con las siguientes opiniones: (i) "El primer cuidao´ del hombre es defender el pellejo”, (ii) “Hacete amigo del juez, no le dés de qué quejarse” y (iii) la más poética y sabia: “la ley es como el cuchillo: no ofiende´ a quien lo maneja.”

De alguna manera, los consejos recibidos por el gaucho tienen la misma esencia que el que le dio aquel “tigre viejo” al oso de Moris: “conformate.” El problema es que para nosotros si están en juego “el techo y la comida.” Para los abogados particularmente: nótese que, si es el juez el que impulsa, prueba, cautela, cambia las reglas del juego cuando el juego termina, etc., en definitiva, a las partes (a la larga) les dará lo mismo tener un abogado dedicado que uno que no lo sea y (finalmente) esta noble profesión se terminará de devaluar. Aun así, tanto poder sin frenos, es un riesgo -principalmente- para el justiciable en general: un juez de primera instancia puede a uno separarlo de sus hijos, impedirle que vea a su pareja, embargar y secuestrar sus bienes, declararlo en quiebra y entrar a su casa sin pedirle permiso a nadie; y está bien y es necesario que así sea para que el sistema funcione. Lo que no es aceptable es que, además, “legalmente” se le otorguen facultades para no respetar las garantías contenidas en la Constitución. 

En gran parte escribo estas líneas porque -en su momento- leí las siguientes, que le pertenecen a un hombre que supo ser un juez autoritario y luego empezó a ejercer como abogado y, entonces, comprobó lo que el Viejo Vizcacha decía del cuchillo. Recién ahí reflexionó, más o menos, en los siguientes términos:  

“…Asumo una posición filosófica que coloca a la libertad individual por encima de muchos otros valores…” (del libro “Sistema procesal. Garantía de la Libertad” - Adolfo Alvarado Velloso).

Más allá de todo esto, diré que agradezco a la providencia contarme entre las filas de quienes nacieron en este país luego de que se restaurara la democracia. 

También agradezco (y mucho) al albur de los siglos el haber llegado a este mundo en un momento en el que mayoritariamente se habían superado como manera habitual de resolver los conflictos tanto (i) el uso de la fuerza ilegítima como (ii) ciertos rituales, ordalías y otros procedimientos extraños, por no decir extravagantes, ridículos e -incluso- perversos. 

Es un concepto básico y por todos conocido el del conflicto: no es sino la coexistencia de una pretensión y una resistencia sobre el mismo bien de la vida entre sujetos que se creen igualmente justificados para hacerse del mismo.  Ahora bien, adviértase que, dejando de lado la bíblica proeza de David (en contra de aquel pobre gigante que sufre ahora su humillación a través de las generaciones), en la antigüedad era siempre “el pez más gordo” el que imponía su voluntad sobre el desvalido o el más débil, el más lento o el más pobre. Téngase presente también que, no obstante, la innegable practicidad y simplicidad de este modo de abordar los problemas de la convivencia, lo que con este método se generaba no era sino un enfrentamiento constante. De esta manera, el conflicto persistía, los dientes seguían apretados y la sangre, en los ojos, continuaba latiendo resentida.  

Nadie sabe bien cómo, pero en algún momento de la historia el débil convenció al fuerte de que bien valía la pena, al menos intentar, pacificar la sociedad (y dejar de matar a los hijos de los unos y a las madres de los otros y cortarse las manos y las orejas). Surgió entonces una idea revolucionaria: el proceso, una manera civilizada de resolver los conflictos. Un método de debate compuesto de las siguientes cuatro etapas. Una primera etapa en la que el pretendiente exterioriza lo que reclama y afirma los hechos en los que se funda; una segunda en la que el resistente tiene la posibilidad de ejercer su defensa y brindar su versión de los hechos; una tercera etapa en la que habrán de confirmarse las afirmaciones de cada una de las partes y una etapa final en la que las enfrentadas posiciones tienen la posibilidad de hacer una evaluación de la prueba rendida. Ahí termina. La sentencia no forma parte de esto: la sentencia resuelve el litigio ya procesado. 

El proceso judicial, como se ve, como concepción humana, tiene el excepcional beneficio de igualarnos por el uso de la palabra y, aunque parezca un juego, remplaza “la razón de la fuerza, por la fuerza de la razón”. 

Pero, para ver cómo se desdibuja todo este sistema en la normativa de nuestra provincia baste como ejemplo la lectura atenta del siguiente artículo: 

Medidas para mejor proveer. Los jueces podrán disponer las medidas necesarias para esclarecer la verdad de los hechos, tratando de no lesionar el derecho de defensa de las partes, ni suplir su negligencia ni romper su igualdad en el proceso…

La verdad sea dicha: este artículo está así redactado tanto en el código vigente como en el que viene a reemplazarlo, no se modifica. No obstante, dos breves observaciones: (i) Ya que (supuestamente) estamos en tren de mejoras bien podríamos eliminarlo dado que (ii) la legislación procesal debe establecerse a partir de una premisa ineludible, a saber: la misma debe abrevar ineludiblemente en la Constitución nacional, dado que -en rigor- no debería hacer más que reglamentar la garantía contenida en su sacrosanto art. 18: no basta con tratar de no lesionar el derecho de defensa ¡la defensa es inviolable!  

Sobre estas cuestiones, invito a quien le interese a mirar el video contenido en este link. En el mismo se puede ver y escuchar al “maestro de maestros”: (Adolfo Alvarado Velloso – “El Juez y la Prueba” - Canal de Youtube de la Asociación de Magistrados de Tucumán

Como reflexión final quisiera apuntar una declaración de principios que, hecha por el ya nombrado ilustre personaje de la literatura argentina, de alguna manera (y aunque está situada varios versos después), pareciera desafiar y desatender los consejos de aquel mundanal viejo, aquí la cita: “Para vencer un peligro, Salvar de cualquier abismo -Por esperencia´ lo afirmo-, Más que el sable y que la lanza; Suele servir la confianza Que el hombre tiene en sí mismo.” 

Más que, con el cuchillo, el sable o la lanza: a defender la libertad (y el pellejo) le invito, con confianza. Y si la ley es un cuchillo que la Constitución sea su escudo, gaucho querido.   

Nota: si alguna o algunas de estas reflexiones se le presentan como atinadas, interesantes, o incluso brillantes, (seguro) le pertenecen, o bien, a Adolfo Alvarado Velloso o a Gustavo Calvinho, profesionales serios (y no solemnes) a quienes admiro profundamente. 

Manuel I. Durán

Abogado litigante especialista en proceso, arbitraje y mediación por la Universidad de Salamanca (España). Maestrando en derecho procesal por la Universidad Nacional de Rosario. Co-coordinador de la Comisión de Derecho Procesal del Colegio de Abogados de Tucumán.