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Una postal de aquel diciembre de 2001 que marcó el fin de la era de la boludez

Opinión

El recuerdo personal de la crisis del 2001 en Tucumán y de un botín obtenido en los saqueos. La primera vez que sentimos que el país se iba a la mierda y la certeza del comienzo del fin.

Foto: Víctor Bugge/NA. En: https://www.infobae.com/


Acaso porque entonces era joven o porque era uno de los tantos hijos privilegiados que vivió el espejismo neoliberal menemista o porque no comprendí en su momento los alcances de ese estallido. Quizás la nube de pedo en la que llevaba años inmerso actuó como una especie de campo de fuerza, aunque las esquirlas se hicieran presentes tiempo después de manera inevitable. En aquel diciembre de 2001, no se hablaba de política con los changos del barrio con los que hacíamos cebo en el banco de la placita. No nos interesaba ni la comprendíamos ni nos interpelaba para nada. Estábamos en otra; muy en otra: en los debates futboleros, en juntar los chelines para salir el fin de semana, en el efecto narcótico de los culos y los bloopers del tinellismo televisivo. Para muchos de mi generación, si hay un diciembre fatídico, es aquel del levantamiento policial del 2013. En nuestra memoria colectiva, la palabra saqueos nos remite casi de manera inequívoca a esos días de barricadas en las calles, vecinos armados hasta los dientes, motociclistas devenidos en jinetes del apocalipsis y un conteo aún dudoso de muertos. Todavía recuerdo que alguien pasó corriendo con un televisor de plasma a cuestas como botín. De aquellos días inciertos del 2001, la brumosa postal que conservo es la de un amigo cargando un fardo azúcar en la moto; un fardo rescatado de un galpón recién saqueado ¿Para qué quería entonces un joven de clase media un fardo de azúcar?

Apenas un mes antes, el 10 de noviembre de ese 2001, Diego Armando Maradona se despedía del fútbol en La Bombonera. La escena del astro diciendo eso de que la pelota no se mancha anunciaba el fin de una era. Muchos perdíamos un héroe; acaso el último héroe en ese lío que coaguló poco después en aquel diciembre. En agosto de ese año, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota habían tocado por última vez en Córdoba. Anunciaron la separación definitiva de la banda el 2 diciembre de 2001. Ese fue el preludio de la despedida más icónica que dejó la crisis: la de Fernando De la Rúa escapando en helicóptero de Casa Rosada que desde acá vimos por la tele. “Volvió la mala, fue corta la primavera”, anunciaba en tono profético la canción de 1997 de la Bersuit Vergarabat cuando avisaba de la inminencia del estallido. En la primavera del menemato y gracias a las bondades de la famosa convertibilidad, Disney, Miami, las giras de egresados a Cancún y las últimas maravillas de la tecnología (como los discmans), parecían al alcance de la mano; pero en aquel diciembre hubo que conformarse, apenas, con manotear un fardo de azúcar. A nadie amarga un dulce, dicen por ahí. Esa fue la excepción.

El que se vayan todos fue la bandera del hastío generalizado con la clase política. Junto con algunos victimarios del desastre también se fueron muchas de sus víctimas. Todos conservamos algún amigo, algún pariente, algún conocido que entonces, en medio del caos institucional y social del país, vislumbraron como única salida el éxodo hacia nuevos horizontes. A eso lo cantó tiempo después Kapanga en un tema que es parte de su disco Botánica (2002) donde rezaba: “Para soñar, para vivir, para crear un mundo nuevo ¡Bisabuelo! Viniste al pedo”, en un relato en negativo de aquellos descendientes de inmigrantes que elegían volver a la tierra de sus ancestros en busca de las oportunidades que acá se les negaban. De la utopía inmigratoria de comienzos del siglo XX, a la distopía emigratoria de la inauguración del XXI. Así parecía escribirse y reescribirse nuestra historia en ese momento.

Vuelvo a la difusa postal de la Honda C90 cargada con el fardo de azúcar y pienso ahora que ese fue el precario botín de guerra que supimos conseguir cuando todo alrededor parecía derrumbarse. Desde Buenos Aires llegaban imágenes apocalípticas, informes de víctimas de la represión policial y conceptos que parecían de otros tiempos más lejanos y oscuros como “estado de sitio”. Acá teníamos un montón de azúcar que ni siquiera atinábamos a repartir porque algunos de nuestros padres tenían ese pudor de los que se sabían más pobres, pero aún conservaban el deber de la honradez. En mis recuerdos de aquellos días donde sentí por primera vez que el país se iba a la mierda, no hay golpeteo de cacerolas ni escraches a los bancos; sólo un costal de azúcar erigido como un tótem que simbolizaba acaso el comienzo del fin de la inocencia, del espejismo neoliberal, de cierta representación de la clase media, del ascetismo político y de la infundada creencia en las salidas individuales. Parafraseando una gema del soundtrack de los noventa: el fin de la era de la boludez.