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Llega diciembre y el vértigo de un final que no termina

Opinión

Calor, tumultos, zorros coimeando en las calles, proliferación de reuniones con todo el mundo y la sensación vertiginosa y apocalíptica de que todo se termina con el fin de año. Cómo se sobrevive a otro diciembre tucumano.

Escena de El Jocker.


Llega diciembre, es triste y real. Así reza una canción punk de fines de los noventa y hoy, aunque logremos amagar la tristeza, imposible esquivar una realidad que se hace evidente en la hoja del calendario y en el transcurrir de nuestras cotidianas existencias. Diciembre ya está entre nosotros. En el calor, en la proliferación de puestos de sandías y melones, en los árboles navideños que resisten estoicos al sol en El Bajo, en la maraña de luces que aguardan ser desenredadas, en la espera ansiosa de muchos por el aguinaldo, en la caótica circulación por el microcentro de la ciudad, en la voracidad recaudadora de los zorros en las calles, en la inminente aparición en escena de los sanguchitos de miga, en la cantidad de protocolares “che, nos tenemos que juntar antes de fin de año” que se escuchan por ahí, en la sidra, en el pan dulce y en las bombachas rosas en los escaparates. Lo sabemos, ante todo, por el agobio de tantos días que pasaron y por la aceleración del ritmo en los días por venir; un vértigo de comienzo de un final que nunca llega, que no se termina. 

La apurada ansiedad por cambiar el calendario de otro año pandémico llega, una vez más, colmada de incertidumbre. Con el Covid todavía en el horizonte, ahora con forma de variante Ómicron, el futuro es un espejismo demasiado borroso. Una bruma escéptica; apenas unos puntos suspensivos. No faltan los apocalípticos de siempre que ya pronostican lo peor, quizás para darle un ribete dramático al final como en una buena telenovela. Tampoco los oportunistas que se relamen en secreto ante la posibilidad de recurrir, otra vez, al Covid como excusa perfecta para evitar los encuentros sociales. Es que son tiempos de proliferación desmesurada de reuniones: con amigos, con los compañeros del fútbol de los martes, de la oficina, de la universidad, de la secundaria, de la primaria y hasta del jardín de infantes; personas a las que se ven todos los días y también aquellas a las que sólo se ve una vez al año, justamente, para estas fechas. Llegar al final del calendario gregoriano es el consabido pretexto para algunos reencuentros. Pero por qué ahora, por qué con tantos, por qué todo junto. Las curanderas en los barrios no dan abasto para paliar la pandemia de empachos ni hay soda fresca que alcance para apagar tantas resacas.

El caos es la única certeza en el futuro inmediato. Se vienen días signados por la anarquía de transeúntes de pasos veloces en las atiborradas peatonales céntricas, calles indigestadas de autos y ruidos de bocinas, redes sociales colmadas de emprendedores en busca de ese mango que les otorgue un respiro a sus magras economías, compras y brindis, villancicos y papás noeles, turrones y frutas abrillantadas que –vaya paradoja- hasta ahora brillaban por su ausencia. De ahora en más, todo será amontonamiento, velocidad y desmesura. Si ya llegamos sacando la lengua a esta instancia del año, con la última reserva física y emocional que nos queda, el esfuerzo que supone traspasar la meta nos exige inmolarnos en función de un objetivo efímero: la línea de llegada siempre está un paso más allá, se corre como la zanahoria que persigue el burro. No se llega nunca porque acaso no hay adónde llegar. 

Y con diciembre llega también uno de sus flagelos más temidos: el balance. Como si uno se viera, de pronto, obligado a ser el contador de su propia existencia. Como si la vida, los distintos avatares, los supuestos aciertos y los pretendidos fracasos, pudieran reducirse a las columnas del debe y del haber. Como si vivir no exigiera más que vida y como si eso pudiera traducirse a las cifras de una fría ecuación. Vivir y llegar a fin de año ya demandan suficiente energía para, encima, andar rindiendo cuentas. Da lo mismo si las deudas y saldos pendientes son con uno mismo, con los demás, con el órgano de contralor de la moral y las buenas costumbres de turno. Como sea, los balances anuales son de una paja supina; tarea para los profetas coaching ontológico y otras pseudociencias de la superación personal. Hay veces que, con llegar basta y sobra. Otras, en que conviene firmarle el empate a la vida. Ni vencedores ni vencidos. Dicen que no hay peor tirano que uno mismo, entonces para qué vamos a andar haciendo números. Hagamos de cuenta que, como dice el tango, mano a mano hemos quedado. El que quiera contar, que cuente. Y que la cuente como quiera. Pero que no nos exija semejante burocracia existencial. Y menos que menos a esta altura del mundial. 

¿Es posible sustraerse del vértigo imperante del final? ¿Podemos transitar la abrumadora rapidez de estos días sin que nos lleven puestos? ¿Podemos vivir nuestro diciembre con la indolencia de quien se vuelve espectador del apocalipsis que lo rodea? Acaso la actitud más aconsejable sea la de quien se prende un pucho frente a un edificio en llamas y sólo espera que lo inefable suceda. Tal vez convenga refugiarse en los pequeños y calmos oasis de la cotidianeidad: dejar la cabeza apoyada en la ventanilla del colectivo para que las ideas se mezan con la vibración, sacarse zapatos y medias para pisar un rato el pasto, entregarse a la narcótica seducción de los memes, dejarse encandilar por el chistido de una lata de cerveza fría al abrirse, darse el tiempo necesario para reír y para abrazarse en medio de la vorágine. Después de todo y en contra de cualquier evidencia que arroje el despotismo del calendario, nada se termina y todo sigue con su rumbo impredecible de siempre. La única certeza es que ha llegado diciembre: ¿Es triste? Apenas real.