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Wandagate: cómo nos gusta el puterío

OPINIÓN

El escándalo mediático que tiene a Wanda Nara, La China Suárez y Mauro Icardi como protagonistas revela nuestra fascinación por el chisme. Cualquiera puede convertirse en sommelier de vidas ajenas.

Imagen: https://www.danielcolombo.com/.


En la mesa de un bar de la ruidosa city tucumana, los tahúres dejan de lado por un momento las finanzas para pasar a lo importante. Aquí no hay lugar para la especulación, al tintinear de la cuchara contra el borde del café en jarrita sigue un juicio categórico que ninguno de los comensales, todos hombres entrados en años, se atreve a refutar: Icardi es un pollerudo. En la fila del almacén del barrio, hoy no se discute la incesante y acaso abusiva remarcada de precios en la que suele incurrir el almacenero, el debate de las Doñas busca desentrañar la madeja de intrigas amorosas de la novela del momento. Que La China es robamaridos. Que Wanda hizo bien en dejarlo. Que parece que ya no hay vuelta atrás. Que qué lástima, tan linda familia, tan bien que se los veía. En las redes sociales y en los medios, donde todo empezó y se expandió como un tsunami, se sigue el minuto a minuto de la ruptura conyugal y el debate se devora las secuelas de la derrota del oficialismo en las Paso, las medidas del gobierno, el control de precios. Nada importa más por el momento. Los panelistas de la tele incurren en excesos futboleros, los analistas de las redes despliegan todo un marco teórico, los diarios apelan a la patologización de los protagonistas y hablan de un ignoto síndrome. Como atraídos por una fuerza magnética, todos se sienten impelidos a meter la cuchara y a dar su mirada sobre el asunto. Y esta columna no parece más que confirmarlo. Lo digamos de una vez y sin recurrir a remilgos discursivos: nos gusta, nos encanta, nos fascina el puterío. ¿Por qué?

Puterío. Hay que empezar por deconstruir esa palabra, su origen, su uso y su alcance actual. De clara reminiscencia prostibularia, la idea de puterío asociada al chisme pretende circunscribir esta práctica exclusivamente al ámbito de lo femenino en una más que evidente muestra de prejuicio machista. Buena parte del tratamiento mediático del ahora célebre Wandagate parece sustentarse en ese paradigma al plantear al conflicto sentimental en los términos de una disputa entre mujeres (todo un subgénero dentro del llamado periodismo de espectáculos): Wanda vs La China. Los epítetos de “putita” y “zorra” en boca de una de las protagonistas sólo contribuyen a reforzar este tipo de estereotipo. Ni de minitas ni de putas, la feminización de la habladuría es una gran falacia machista. Nada más universal y democrático que el placer del cotilleo. Estúpido y sensual, el puterío trasciende los géneros y nadie es ajeno a su poder de encandilamiento. Nadie. Quien esté libre de chisme, que tire el primer comentario mordaz como quien no quiere la cosa. 

Reza el popular adagio: lo que dice Juan de Carlos, habla más de Juan que de Carlos. Dejemos un momento en paz a Wanda, La China y Mauro; nombres repetidos hasta el cansancio en estos días por los mercachifles mediáticos y su extractivismo del escándalo. Pensemos ahora en qué genera el encantamiento del chisme en nosotros, meros espectadores de un drama privado que se vende como un show masivo. Hace poco, para explicar el fenómeno de Ricardo Fort, el periodista Alejandro Seselovsky nos decía que la fascinación es previa al lenguaje, al aparato crítico y a cualquier sistema de valoraciones. Es decir, la fascinación, en el momento en que se produce, parece estar más allá del bien y del mal. En el caso del chisme, bien podríamos decir que es sólo puterío, pero nos gusta. 

Acaso se trata de un gusto por el melodrama. Nos gusta el chisme como nos gustan las novelas mexicanas que pasan por la tele a la siesta, los programas de Mauro Viale en los noventa, los libros de Manuel Puig, las canciones de Juan Gabriel o las películas de Pedro Almodóvar. Pero, cuando los protagonistas provienen del mundo real, ese goce voyeur por la murmuración no parece del todo inocente. Convengamos que hay cierta complacencia reconfortante en eso de posar la mirada en la vida ajena, sobretodo, cuando esto nos exime de examinar con ojo crítico la propia existencia. Siempre es más cómodo el rol de espectador que el de protagonista. Además, cuando los protagonistas del drama son ricos y famosos, caemos en cuenta de que el dolor, el engaño y la traición son flagelos universales. Sí, los ricos y famosos también sufren. El despecho que expresa Wanda a través de sus redes, en el fondo, no es muy distinto de aquel que manifiesta Karen en el grupo de Facebook de compra y venta del barrio Oeste Dos. O bien, cito una frase que escuché en estos días al pasar: “Si a Wanda la gorrean, mirá si no me van a gorrear a mí”. El sufrimiento es esencialmente humano. Y también igualitario. 

El chisme, en sus diversas formas, ha encontrado en las nuevas tecnologías un terreno auspicioso para su proliferación exponencial. Antes, había que espiar entre las rendijas de la persiana o parar bien la oreja para enterarse de la última aventura sentimental o del desengaño amoroso del vecino de al lado. Hoy, las redes sociales y su tendencia a espectacularizar lo íntimo, le dejan el banquete servido en bandeja a los chismosos. De hecho, fue una publicación de la propia Wanda el domingo pasado en su Instagram lo que dio inicio a la novela mediática de la que habla todo el mundo. Todo parece suceder ahí, en las redes, sin tener siquiera necesidad de corporizarse en un plano más concreto y menos virtual. Entre las elucubraciones escuchadas por estos días, he oído a alguien postular que lo de Icardi se trató de una infidelidad en grado de tentativa dado que no se materializó en un encuentro corpóreo, sino que se habría limitado a un encendido intercambio epistolar. Acto seguido, este filósofo de café aclaró que su intención no era defender al futbolista, ni mucho menos, ya que era innegable que había roto ese pacto en que se sustentaba la confianza de la pareja. Pero sentenció: “Cuernos, lo que se dice cuernos, eran los de antes”. Uno de los preceptos que nos ha enseñado la moral judeo-cristiana es que se puede pecar con el pensamiento, sin siquiera pasar al plano de la acción. Forma aburrida de pecar si las hay, pero pecado al fin y al cabo. 

En la propensión al chisme hay, en muchos casos, un ficticio acto de encumbramiento. Quién se arroba la potestad de opinar acerca de lo que le sucede a los demás suele hacerlo desde el púlpito hipócrita de una pretendida superioridad ética y moral. Voces autolegitimadas suelen decirnos todo el tiempo qué está bien y qué está mal. Vivimos rodeados de rebuscadores de las miserias de los demás, mientras las propias se ocultan convenientemente bajo la alfombra. Nadie está exento de convertirse en sommelier de vidas ajenas. Recuerdo que, cada vez que le hacía una pregunta indiscreta o impertinente acerca de algún entuerto sentimental que involucraba a terceros, un amigo de la infancia solía responderme con una pregunta retórica: "Cómo te gusta el puterío ¿no?" Instantes después, me lanzaba la jugosa infidencia.