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Mientras haya vacunas, habrá esperanza

OPINIÓN

Frente a la desinformación y los golpes bajos, un sector importante de la sociedad se volcó masivamente a los nodos de vacunación durante el fin de semana. La ciencia puesta al servicio de la salud le ganó una batalla importante al virus y a los promotores del miedo.

Foto: Franco Olea.


La última vez que lloré fue el 1 de abril. Eran cerca de las 9 y yo todavía estaba en la cama cuando Milagros, mi pareja, me dijo lo que nunca quise escuchar: “murió Adrián Lugones”.

La noticia me pegó como un mazazo seco en la cabeza. Adrián era un reconocido fotoperiodista de la provincia, a quien conocí y aprendí a querer en la calle, cuando yo trabaja como notero. El Negro contrajo Covid-19 a principios de marzo y, tras agravarse el cuadro, fue hospitalizado el 15 de ese mes en el Centro de Salud.

Aquel primero de abril, tras enterarme de su partida, me encontré por primera vez con la certeza de que la muerte es algo real, tangible, que está cerca y que le puede tocar a cualquiera. Porque sólo cuando el virus te quita a alguien querido llegás a dimensionar la magnitud trágica de la pandemia.

El duelo por la partida física del Negro se bifurcó entre los recuerdos de las coberturas compartidas, buscar fotos, revisar su importante obra periodística y volver a leer sus mensajes de WhatsApp. Y no es por regodearse en el dolor, sino porque los duelos tienen que ser tristes y así hay que transitarlos.
 
Son las 6 de la mañana, o quizás las 7, del viernes 28 de mayo. Pienso en Adrián y en su muerte injusta mientras me sostengo en el lavatorio del baño, vencido por el cansancio y un dolor de cabeza que me mortificó buena parte del día anterior. Mi cuerpo está experimentando algunos de los síntomas que puede presentar la vacuna contra el coronavirus, cuyo primer componente recibí hace unas horas gracias a una política sanitaria que, con criterio epidemiológico, fijó en 37 el piso de Índice de Masa Corporal que se necesita para recibir la vacuna. Yo, con mis 38, entré casi por la ventana. Ya se habían vacunado mi abuela, mi suegro, mi pareja y mi mamá, todos pacientes con factor de riesgo.
 
Jueves 27. Me paro último en la fila a las 7 de la mañana, con mucho frío y una felicidad que no me cabe en el pecho. El tipo de adelante, petiso y robusto, le da sorbos cortos y pausados a un mate que apretaba contra su pecho. “No traje otro mate porque me acordé que a vos no te gusta tomar mate”, le dice al que lo acompaña. Es que la pandemia complicó hasta los rituales que ya teníamos naturalizados. “Debe ser un embole cargar con dos mates”, pienso en voz baja y me siento afortunado, ya que a mí tampoco me gusta el mate.

Autovac del SIprosa. Foto: Franco Olea. 

A diferencia de lo que se pueda pensar, el plan de vacunación que los gobiernos provinciales llevan adelante desde diciembre tiene muy buena aceptación en la ciudadanía. Con frío, lluvia o a 300 metros de la puerta de entrada al nodo de vacunación, la gente está contenta.

Afortunadamente, algo se rompió. A pesar de los esfuerzos titánicos de ciertos grupos de poder que el año pasado intentaron instalar la idea de que las vacunas no eran seguras, las políticas sanitarias torcieron el rumbo de un mensaje mediático que, bajo el manto de una supuesta verdad reveladora, escondía un fuerte componente desestabilizador que sólo buscaba debilitar las instituciones del Estado. Los turnos agotados y los nodos de vacunación desbordando de gente que espera ansiosa la vacuna son una muestra del fracaso de la campaña de desinformación.

Autovac del Siprosa. Foto: Franco Olea. 

El proceso de vacunación no tiene fisuras. La organización es prolija y el trato del personal sanitario es digno de aplausos. Mientras espero la vacuna, sentado en un gazebo y con el brazo izquierdo al descubierto, no dejo de pensar cómo pueden los enfermeros mostrase tan frescos, sonrientes y de buen humor trabajando de lunes a domingos, cumpliendo jornadas que superan las diez horas. Pienso en el momento en que dejamos de salir a los balcones para aplaudirlos. Y pienso en la necesidad de tomar su ejemplo de solidaridad y levantarlo como bandera, porque, a fin de cuentas, nadie se salva solo.

“Relaje el brazo, por favor. Ya está”.  Pinchazo y adentro. Mientras haya vacunas, habrá esperanzas.