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Corcho y la cocina donde se cocina el odio

OPINIÓN

Vivimos tiempos violentos en los que cualquiera puede viralizar, escrachar y amenazar a cualquier otro. La peor pandemia no es el coronavirus, sino el odio que copa las calles y las redes sociales.


Vivimos en un mundo violento; un mundo violento mediado por las redes sociales. Aquello que pasa o puede pasar en las calles, pasa también por ahí, esas pasarelas virtuales donde desfila de todo: lo bueno, lo malo y lo peor. En un afán democratizador, cualquiera puede volcar ahí lo que piensa, lo que siente o lo que no piensa ni siente, pero quiere decir. Cualquiera puede viralizar un escrache, una denuncia, una amenaza. Cualquiera puede ser viralizado, escrachado, denunciado, amenazado. Pasa todo el tiempo, hasta que llega un día en que también te pasa a vos. Un completo desconocido se sienta frente a una cámara y, en un rictus de personaje de Los Soprano, miente, te atribuye expresiones que no dijiste y te amenaza. En un mensaje duro de toda dureza, te llama hijo de puta, rata inmunda, imbécil, gusano y, a manera de corolario mafioso, te advierte que te está buscando, él y vaya uno a saber quiénes más. El tipo dice eso porque se siente dueño; dueño de un bar, de sus palabras, de algún poder y de cierta impunidad para la agresión gratuita y direccionada. El tipo es un tal Corcho Farhat, empresario gastronómico, y su manifestación es apenas una muestra de napas de odio rancio que atraviesan a la sociedad tucumana y que brotan de manera violenta a la superficie en estos tiempos difíciles. Un odio que se vomita a torrentes con la fuerza de un caño roto y que salpica a quienes alcanza. 

Todo tiene un comienzo y en el origen de la madeja que deriva en este acto de intimidación hay dolor, mucho dolor. Y también bronca, mucha bronca. Nadie desconocerá que estamos atravesando el momento más álgido de la pandemia; el momento de la suba exponencial de casos y del peligro latente de que los contagiados no encuentren camas en el sistema de salud. Ante esto, el gobierno provincial adoptó una serie de restricciones para reducir la propagación del virus. El pasado 25 de mayo, a pesar del peligro que suponen las aglomeraciones en esta situación crítica, muchas personas salieron a protestar en contra de esas medidas. Entre ellos, representantes del sector gastronómico, una de las actividades económicas más afectadas a lo largo de la pandemia. Entre esos manifestantes, estaba el mozo de un bar que fue obligado por sus patrones a asistir a la marcha; un mozo de bar que días después falleció a causa del Covid. Esa es la historia que cuenta Max Iván De Cristofaro acerca de la muerte de su amigo. Su reacción, visceral, instintiva, fue descargar la impotencia que sentía entonces en su muro de Facebook. Sin nombres propios ni denuncias específicas en la publicación, ese fue su desahogo a través del cual reclamaba mayor empatía de parte de algunos empresarios del comercio. "Ustedes son hipócritas, son capaz de entregar a sus madres por un billete, pero los demás que se mueran tirados en el pasillo de algún hospital", reza uno de los parrafos del texto que originó la reacción de referentes del rubro gastronómico que, primero, lo declararon persona no grata en sus locales. Después, llegó la amenaza colérica de Corcho Farhat al comienzo de su video viral. 

El resto del video me tiene como principal e insospechado receptor de su verba cloacal plagada de infamias y falacias. Personalmente, no hice ninguna referencia al conflicto ni al sector gastronómico ni, muchos menos, a la figura de Farhat, a quien nunca he visto en mi vida. ¿La causa de su enojo? Es difícil saberlo, ya que no existen esos videos de los que habla, pero es posible que se deba a un comentario irónico en mi muro de Facebook en el que hago referencia a la paradójica situación de que muchos de los manifestantes de mayor edad, seguramente, han ido a protestar ya vacunados por esa vacuna que antes rechazaban. Todo dentro de la lógica de las redes sociales donde cualquier persona puede asumir la condición de personaje y expresarse en libertad como parte de ese juego: realidad o ficción, en sentido literal o en clave de humor, a favor o en contra de lo que sea. En este caso, no se comprende el texto y su sentido irónico ni tampoco esta lógica implícita del medio. De todas maneras, la publicación no busca insultar, ofender ni, mucho menos, incitar al odio. Así como en la era de las fake news cada quien cree en lo que quiere creer, también se lee lo que se quiere leer y Farhat, si es que leyó, hace eso. Pero Corcho no le contesta a mi publicación ni al perfil de Facebook con mi nombre. Se dirige a mí. Aporta datos personales, insulta, amenaza de forma explícita y viraliza el video. No es un hater más de las redes, es un odiador violento y potencialmente peligroso que sabe dónde vivo y que promete venir a buscarme. Ante eso, no hay juego ni pacto de lectura posible, lo que hay es un acto de violencia. 

Las palabras no son gratuitas. No lo son para mí al firmar esta o cualquier otra columna que lleve mi nombre y no pueden serlo para Farhat en el desvergonzado acto de intimidación que dice compartir con sus compañeros de la cámara industrial que nuclea a los gastronómicos tucumanos (imagino y quiero imaginar que el sector no se siente representado por una persona así). No pueden ser gratuitas sus palabras por las cosas que dice y cómo las dice. No cuando me implica de manera personal y también a mí familia. Menos cuando se involucra de manera cobarde a personas que no están para responder o refutar lo dicho como es el caso de mi padre, fallecido en noviembre del año pasado. Voy entonces a asumir el deber ético y moral de desmentir en su nombre sólo dos de las afirmaciones falaces que esta persona vierte ante la cámara: ni mi padre murió a causa del Covid ni era su amigo. Lo primero no supone vergüenza alguna, lo segundo posiblemente sí. Para mi viejo la amistad poseía un valor sagrado y no la prodigaba a quien no la merecía. Al tal Corcho no lo conozco y no recuerdo haberlo visto nunca a su lado. En cuanto a lo que dice de mí y aquello que asegura que yo digo, a esas afirmaciones tendrá que probarlas y justificarlas ante la Justicia. 

Estos son tiempos en que cuesta mantenerse a flote. Lo sabe el personal de salud que la viene remando desde el año pasado en su lucha a destajo contra la pandemia y que ve como a gran parte de la sociedad eso no parece importarle demasiado. Lo saben los comerciantes de distintos rubros que han visto fundirse sus negocios y caer en desgracia. Lo saben todos aquellos a quienes no les queda otra que salir a la calle a ganarse el mango día a día. Con la llegada de la pandemia, hubo quienes vislumbraron la posibilidad concreta de salir de este estado de excepción como una sociedad mejor, más solidaria. Pero no parece ser ese el síntoma de una época donde el odio mueve las placas tectónicas del mundo y Tucumán no es la excepción a esa tendencia. En un contexto que requiere de la mayor empatía con el otro como salida colectiva y humana a la crisis, ha primado, en muchos casos, el individualismo y la puja de determinados sectores –económicos, políticos, sociales- que no ven más allá de los propios intereses. Hay hundidos y salvados. Hay quienes dan una mano para salvar y también quienes sólo buscan salvarse, a toda costa y por cualquier medio. 

La pandemia de Coronavirus es apenas el escenario de otras pandemias acaso más graves como la del odio. Odio en las redes y en las calles, odio como respuesta a quienes piensan distinto, odio como arma, odio como bandera. Un odio que ahora, lejos de ocultarse, se comparte, se milita y hasta se exhibe con cierta espectacularidad y fascinación en las pantallas. En una sociedad conmovida por la cotidianeidad del duelo, el odio emerge desde las profundidades subterráneas como un magma; un magma oscuro que flota en la superficie como un corcho; como Corcho.