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Acerca del peligro de convertirse en un viejo pelotudo

OPINIÓN

El rechazo de lo nuevo, la romantización del pasado y la sobreexposición de nuestras ideas en las redes sociales nos vuelven más vulnerables a la pelotudez. El paso del tiempo y un riesgo inminente: volverse un viejo pelotudo.

Abraham Jebediah Simpson lo anticipó.


El pelo se vuelve gris, se cae, se muere. La piel exhibe nuevas grietas. Cada tanto, las articulaciones crujen como un mecanismo oxidado. El cuerpo nos recuerda el infalible paso del tiempo. Nada más democrático; nada más universal que el lento, progresivo e indubitable declive físico al que estamos sometidos todos, todo el tiempo, una vez que superamos la juventud. Los signos de decadencia no son sólo corporales, muchas de nuestras ideas tienden a marchitarse, incluso antes que el pelo, la piel y las articulaciones. Aun en contra de la evidencia biológica que arrojan cuerpos rozagantes y llenos de bríos, se puede ser viejo de forma prematura a los veinte, a los treinta o a los cuarenta. No necesitamos arrugarnos para volvernos antiguos; irremediablemente caducos. Ahora bien, hay una ecuación que a muchos nos causa pavor y es aquella que establece que, a mayor edad, mayor también el riesgo de sucumbir ante la pelotudez que nos acecha y de la cual nadie está exento. Cuando era chico, mi madre solía repetir de manera irónica y a modo de recriminación la frase: “Mamá, haceme viejo, que pelotudo me vuelvo sólo” ¿Será?

Ser un viejo pelotudo- fenómeno que puede darse a muy pronta edad- no es el resultado de la suma de ambos conceptos, sino algo distinto. Los viejos pelotudos no son ignorantes, sino que tiran postas, cantan verdades, dicen cómo se deberían hacer las cosas, cómo hay que pensar. Son los que se sienten autorizados a decir: “Mirá, esto es así”. Ese tipo de enseñanzas no suelen perseguir fines pedagógicos, sino más bien moralizantes y siempre buscan la autovaloración. Podríamos definirla como una actitud de autosuficiencia que tiende a sobrevalorar la experiencia personal por encima de otras a las que desacredita por novedosas o supuestamente inmaduras. Esta actitud se sustenta en el prejuicio de que a más edad, más experiencia y a más experiencia, más sabiduría. Lo cual, claro está, no es una regla universal. A la vez que ningunean las experiencias de los más jóvenes, los viejos pelotudos tienden a romantizar la propia. Otro prejuicio: aquel que establece que todo pasado, por pasado, es mejor. Música era la de antes, cine era el de antes, diversión era la de antes; son sentencias que los viejos pelotudos suelen repetir como un mantra. Como si la música o el cine o la diversión hubiesen muerto con la propia juventud. 

Hace unos días, alguien le preguntó a través de su cuenta de Instagram al cantante L-Gante – un músico de 21 años que fusiona cumbia con rap, trap y otros ritmos- qué enseñaban sus letras. A lo que el artista respondió: “Yo no enseño nada amigo, no soy maestro. Si querés aprender, andá a la escuela. Yo canto anécdotas, ocasiones, logros, errores y muchas cosas más que vivo día a día”. El joven artista no sólo desbarata cualquier mirada que pretenda otorgarle una función moral al arte, sino que le marca la cancha a su interlocutor. Lo que los separa es la experiencia y es, tal vez, esa distancia la que vuelve, muchas veces, incomprensibles a las obras más recientes para otras generaciones. Del otro lado, tampoco se evidencia un intento por comprender, sino que el esfuerzo suele concentrarse en descalificar estas expresiones. Por nuevas, por ajenas, por jóvenes. L-Gante hace la suya y mal no le va ¿Quiénes somos nosotros para juzgar la calidad artística de sus canciones y el alcance de ese éxito? Si la regla con que medimos su música es nuestra propia experiencia, entonces, es posible que nos hayamos vuelto lo suficientemente viejos como para no entender lo nuevo y tan pelotudos como para sentirnos capaces de deslegitimarlo. 


Sin ir más lejos, acá en Tucumán hace tiempo se viene desarrollando una movida cada vez más pujante de música urbana (rap, trap, reggaetón y otras variantes). La escena local se ha ido poblando de nombres como el de Gonza Beltrán, Gabi, Facu Juárez, Tkiel, Lautaro Cativa; solo por mencionar algunos entre muchos otros. La mayoría jóvenes sub 20 de barrios populares de la provincia que componen y producen sus propias canciones y videoclips de manera independiente y autogestiva. A veces, apelando a recursos propios y, otras, tejiendo redes de colaboración entre artistas y productores. Son muchos, son muy jóvenes y, lejos de competir entre ellos, se juntan cuando pueden. Cada vez que algunos de sus nuevos videoclips se difunden en los medios, se exponen a una caterva de comentarios que desprecian sus producciones y los insultan. Es parte de la lógica de esas cloacas virtuales en que se convierten muchas veces las redes sociales plagadas de odiadores seriales (haters es el nombre específico con que se los conoce), pero también una señal inequívoca de que estamos rodeados de viejos pelotudos. Claro que nadie está obligado a adaptar su vetusto y refinado paladar musical a estas nuevas manifestaciones artísticas, pero el odio y el agravio gratuito parece, ante todo, un grito desesperado en busca de atención por parte de hombres y mujeres que a esa edad- la de estos nuevos artistas- apenas grababan canciones de la radio con los antiguos y memorables cassettes TDK. Los jóvenes hacen oídos sordos y siguen en la suya, que es distinta de la nuestra y que es la que va ahora, aunque la nostalgia anticuada y pelotuda se niegue a darles cabida y a reconocer el espacio que han sabido ganarse. 

Otro de los grandes termómetros actuales para detectar la presencia de viejos pelotudos es la indignación que genera el uso del lenguaje no binario, también llamado inclusivo. Todavía no se entiende bien qué es lo que genera la flema colérica de quienes se oponen de manera radical a este uso del lenguaje. Puesto que nadie está obligado a usarlo, pero muchos parecen convertirse, de pronto, en policías de la lengua cada vez que lo escuchan o lo leen en la palabra ajena. La presencia de un todes o un chiques en cualquier expresión, ya es motivo suficiente para degradarla o descalificarla, sin importar qué tan importante o trascendente sea lo que ésta tiene para decirnos. Entendido así, sin atender a su dimensión política y también estética, el lenguaje no binario actúa como una barrera intergeneracional. Y se sabe que no hay peor sordo que aquel que no quiere escuchar, ni peor pelotudo que aquel que no quiere comprender. Puristas a ultranza de una lengua ideal y no real, el argumento que suelen esgrimir muchos de los enemigos de este uso del lenguaje es que el mismo no se encuentra avalado por la Real Academia Española (RAE), una institución foránea fundada a comienzos del siglo XVIII que, dicho sea de paso, tampoco contempla a muchas de las expresiones que los tucumanos utilizamos en nuestra habla cotidiana y, sin embargo, nadie en su sano juicio cometería el pecado de privarse de la riqueza y originalidad idiomática de un “Ura, qué pingo mirá, cajeta”. 

¿Estamos rodeados de viejos pelotudos y corremos el riesgo inminente de convertirnos en unos de ellos? Considero que dos fenómenos han contribuido a la proliferación exponencial de este tipo de pelotudez. En primer lugar, el nivel de deconstrucción –sí, ese concepto ahora tan famoso- que ha alcanzado gran parte de la sociedad y que ha logrado visibilizar distintas formas de violencias que antes se encontraban naturalizadas y toleradas: de género, raciales, xenófobas, clasistas y demás. En segundo, la masificación de las redes sociales. Como dijo alguna vez el poeta: el tiempo pasa y nos vamos poniendo tecnos. Es muy probable que ya veníamos bastante pelotudos de antes, pero ahora somos pelotudos con Facebook, pelotudos con Twitter, pelotudos con Instagram, pelotudos con Tik Tok y así siguiendo con cuanta red se encuentre a nuestro alcance. Es decir que, por un lado, la lupa con que la sociedad analiza nuestras acciones se ha vuelto más rigurosa. Muchas veces, exasperantemente rigurosa al punto de tornarse vigilante y policiaca. Por otro lado, nuestras ideas están expuestas todo el tiempo en la vidriera de las redes. Digamos que antes podíamos ser pelotudos de manera más disimulada, sin que muchos se enteren. Hoy somos más vulnerables a caer en las acechantes garras de la pelotudez ante las que nadie resulta inmune. Nadie.      

Volverse un viejo pelotudo es una de las mayores preocupaciones metafísicas de la generación a la que pertenezco y este es un axioma válido también para un par de generaciones anteriores y, quizás, futuras. No se trata de un temor infundado, claro está, hemos visto a algunos de nuestros mayores ídolos generacionales envejecer como pelotudos. Artistas, periodistas, literatos, deportistas, comediantes que llegamos a admirar con juvenil devoción en el pasado se han vuelto portadores actuales de discursos tan rancios como muchas de sus más recientes acciones. Pareciera que algo se les pudrió por dentro y no pueden más que vomitar esa bilis purulenta y hedionda como esos soretes que flotan en círculo en algunos baños públicos. Evitaré los nombres propios por temor a lecturas políticas simplistas y polarizadas, ya que es evidente que hay viejos pelotudos de ambos lados de la supuesta grieta: los hay conservadores y de pose progresista, intelectuales y legos, recalcitrantes y dialoguistas, de ceño fruncido y de sonrisa generosa, de un partido y de otro. Los hay más o menos dogmáticos, más o menos anacrónicos, más o menos militantes, más o menos viejos y más o menos chotos. Muchos conservan su fama y gozan de cierto prestigio. La mayoría, como alguna vez definió Charly García, sale por televisión. 

Debería existir una especie de pacto social parecido al que se genera de manera espontánea en los apocalipsis zombies de la ficción, ese contrato tácito a partir del cual el otro está autorizado a dispararme si llegara a convertirme en uno de los zombies. No sólo para prevenir la amenaza que supongo para los demás, sino también para evitarme el martirio que supone esa condición de ser un no vivo; alguien fuera del mundo. Famosos o ignotos, con los viejos pelotudos deberíamos actuar de manera similar. No es necesario la medida extrema de la eliminación (a menos que estemos ante un auténtico apocalipsis de viejos pelotudos), pero sí el llamado de atención. Esa advertencia amiga con la empatía y la honestidad suficiente para decirnos: “Mirá, puede que te estés convirtiendo en un viejo pelotudo”. Ya lo vaticinó el sabio Abraham Jebediah Simpson: “Yo si estaba en onda, pero luego cambiaron la onda, ahora la onda que traigo no es onda y la onda de onda me parece muy mala onda... ¡Y te va a pasar a ti!”. Llegado el momento, ojalá tengamos la sabiduría para advertir las distintas señales de alarma como quien encuentra sus propios cabellos trancando la bañera. El tiempo, implacable, se encargará de volvernos más viejos. Acaso todavía podemos no volvernos más pelotudos. Dios nos libre y guarde.