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Cuando conocimos otro silencio

OPINIÓN

A un año de la llegada del coronavirus a nuestras vidas, la nueva normalidad nos enfrentó a percepciones inéditas. El miedo, la incertidumbre, la espera, los epidemiólogos de café y un mundo ¿distinto?

Foto de @diegoaraozpic


Algunos recordarán el miedo. Miedo a tocar, a oler, a respirar. Miedo al otro. Al contacto humano. Al rechazo humano. El otro como amenaza. Uno como amenaza. Miedo a quedarse sólo con la muerte. Miedo a compartir la muerte. Miedo al escrache; nueva forma de muerte social, aséptica y virtual, pero muerte al fin. Algunos recordarán la incerteza, el descreimiento, el pánico y una nueva percepción del tiempo; un tiempo difuso, sin límites. Más lento, más denso, más inútil ¿Más o menos tiempo? Algunos recordarán a los filósofos que pronosticaban el apocalipsis inminente, la caída definitiva del capitalismo, un cambio de paradigma y también aquellos otros que vaticinaban un mundo mejor. Ni unos ni otros, a fin de cuentas. Más de lo mismo, aunque ya no sea del todo lo mismo. Algunos recordarán la inusitada fiebre del papel higiénico. Algunos, a los animales copando las calles. Algunos, a los anticuarentena copando las calles. Algunos, los días de filminas. Algunos, la proliferación de epidemiólogos de café. La multiplicación irrefrenable de analistas de todo tipo, como la tía Pocha que siempre tuvo la posta que leyó en una cadena de WhatsApp. Algunos recordarán las ausencias, lo que vale un abrazo, lo que tarda la espera. El barbijo colgado de la soga, el dióxido de cloro, las videollamadas, el sexo a través de las pantallas, la masa madre creciendo ajena a todo y a todos. Yo recuerdo el silencio. 

Hace un año, cuando la pandemia llegaba y se instalaba en nuestras vidas, descubrí un silencio desconocido. No era el silencio de la ciudad en su letargo nocturno, cuando le ronca el cemento cansado por el trajín del día. Ni el silencio que precede a la salida del sol en un nuevo horizonte. Ni el silencio anodino de la siesta de domingo. Ese silencio nuevo era una latencia muda que se mordía las uñas. En aquellos primeros días, bastaba salir al balcón del octavo piso y ver las luces en las ventanas y las siluetas acodadas en las barandas de los edificios vecinos. Todos estaban ahí, callados, esperando algo. Mientras en la televisión, en la radio y en las redes sociales todo era ruido; una amalgama disonante de voces hablando a la vez, afuera, el mundo parecía en mute. Uno esperaba escuchar los crujidos de la historia cambiando de forma determinante, los engranajes del globo terráqueo a punto de romperse, un sismo de catástrofe, un último estertor agónico y decadente. Nada. El silencio apenas interrumpido por los ecos de los aplausos al personal de salud a las 21, por algunos pájaros, algunos autos, alguna sirena, algún que otro grito rompiendo la monotonía de esa llanura uniforme. Señal inequívoca de que cabalgábamos ¿Hacia dónde? ¿Hasta cuándo? Después, otra vez ese silencio inédito y enorme que podía olerse como el iceberg acechando al Titanic. Silencio invisible que se extendía y se pegaba a los seres y a las cosas. Silencio que acaso nunca vuelva y que ahora muchos extrañamos porque auscultamos en él un tiempo primigenio y perdido. Silencio que había llegado para decirnos algo. Todavía no sabemos qué.