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Caso FASTA: ¿Y vos de qué colegio sos?

OPINIÓN

Ante las graves denuncias realizadas por muchos ex alumnos de los colegios Boisdron y Reina de la Paz, muchos tucumanos salieron en defensa de estas instituciones educativas. Por qué el deseo de pertenecer ha prevalecido frente al dolor de las víctimas.

Uno de los colegios de la red Fasta que se encuentra en la mira.


En Tucumán, cuando eras adolescente y conocías a alguien o cuando te presentabas ante desconocidos, como si fuera una especie de convención implícita, la segunda o tercera pregunta siempre era: ¿De qué escuela o colegio sos? En una provincia pequeña, la pregunta podía servir de pie para que después te interrogaran por si conocías a tal o cual y casi siempre terminabas descubriendo algún vínculo en común. En lo que entonces nunca reparamos fue en el uso del posesivo, como si no fuéramos por fuera de la institución escolar o como si nuestro ser fuera un activo más del colegio como los pizarrones, los bancos, el mástil y la bandera. Una vez que sos más grande, la pregunta sigue ahí, quizás más relegada en el orden, pero sin que eso signifique que haya perdido vigencia. Eso sí, ahora la enunciación cambia de verbo y de tiempo verbal: ¿A qué colegio ibas? Y aunque suena más lógico dicho de esa manera, la pregunta no es inocente. Cuando te preguntan dónde hiciste la secundaria hay algo del orden del ser o del deber ser que el interlocutor de turno interpreta junto a la respuesta. Hay quienes sin importar la edad que tengan seguirán ostentando con orgullo esa marca institucional y algunos que lo habrán archivado como una etapa vital ya concluida sin mayor trascendencia en su presente. Para otros, y aunque duela reconocerlo, ese pasado tiene la significación  del estigma y del trauma; personas que para poder ser han tenido que superar ese momento de sus vidas.

Personalmente, nunca he entendido ese espíritu de cofradía escolar y el supuesto prestigio que supone la pertenencia a tal o cual institución. No la entiendo y, mucho menos, en tiempo presente cuando han pasado diez o quince o veinte o más años desde que hemos terminado el colegio. No la entiendo quizás porque, cuando me preguntaban y respondía que iba al Colegio de la Santa Cruz casi invariablemente la pregunta que seguía era: ¿Y ese dónde queda? He visto en los rostros de los demás el significado de esa incerteza, era como si te dijeran: ¿Y entonces vos quién sos? Y yo era alguien que había transitado desde el jardín de infantes hasta el último año de la secundaria en un colegio católico donde habían respetado mi decisión de no participar de las clases de religión. Para quienes no lo sepan, los colegios privados son también y, en algunos casos, sobre todo, empresas, y eso significa que hay cosas que se pueden negociar porque el cliente siempre, o casi siempre, tiene la razón. Y eso también significa que las clases de religión no eran tan importantes para mi formación como las de lengua, matemáticas o contabilidad. ¿Y los famosos valores? Eso que muchos llaman valores son transversales a toda la formación curricular en la vida de un estudiante y son una serie de preceptos éticos que hacen a la vida de todo ciudadano. No hacen falta ni Dios ni diablo, ni culpa ni pecado para aprender qué está bien y que está mal. 

Pero mi historia personal no viene al caso, simplemente, porque la realidad no empieza ni termina con la propia experiencia. Ese no parece haber sido el principio seguido por los tucumanos que se han volcado masivamente a las redes sociales para defender a los colegios de la red FASTA (Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino) ante la multiplicación de las denuncias de ex alumnos de los colegios Boisdron y Reina de la Paz. Son muchos y cada vez más quienes aseguran haber sufrido todo tipo de violencia (física, sexual y psicológica) de parte de docentes y autoridades de esas instituciones. Y si bien cualquiera que haya transitado por un colegio católico (incluido yo, que no participaba de las clases de religión) sabe que los preceptos básicos que se enseñan o deberían enseñarse allí son el amor al prójimo, la empatía y la solidaridad (de nuevo, los famosos valores), en este caso, nada de eso parece ponerse en práctica al haber optado, casi automáticamente, por desacreditar a las víctimas para defender los blasones de la institución. Ha primado la defensa de ciertos privilegios que otorga la pertenencia institucional, el supuesto prestigio, el orgullo de ser parte, al dolor ajeno. No sólo es contradictorio con las banderas de la educación que dicen defender, sino que pone en jaque principios que trascienden el orden de la religión y que son de orden humano y cívico. Lejos de abrazar a las víctimas que han logrado romper un silencio de años, las han vuelto a condenar sólo por el hecho de no haber sufrido ellos también lo mismo. Sin caer en maniqueísmos, la pregunta que se desprende entonces es: ¿Son victimarios o cómplices?  

En una evidente y burda estrategia de victimización, muchos de los defensores acérrimos de estos colegios hablan de una campaña de desprestigio impulsada contra la institución, de una conspiración feminista/abortista y de una lucha ideológica que atenta contra los valores que allí se promulgan. Nostálgicos de medievalidad, acaso vislumbran una contracruzada donde el arma más peligrosa de la que dispone el enemigo es la ideología. Ni el marxismo se ha valido tanto de ese concepto como los nuevos sectores conservadores que parecen ver ideología hasta en las sopas. Cuando en un colegio secundario se enseña, por ejemplo, que el preservativo no es un método efectivo de prevención del HIV, eso no es una discusión ideológica ni de valores, lo que hay en esos casos es un claro atentado anticientífico contra la salud pública. Y no se puede avalar a una educación que deseduque ni para el sexo ni para el amor promoviendo la homofobia y la discriminación sólo por afán de sostener antiguos dogmas obsoletos. Quien lo hace, incurre en un delito y no hay institución por encima del Estado. Eso es algo que los férreos defensores de la institucionalidad bien deberían saber. 

¡Vienen por todo! Parecen gritar en las redes sociales a raíz del proyecto de resolución presentado el viernes pasado ante la Cámara de Diputados de la Nación por la diputada Mara Brawer en el cual solicita a las autoridades provinciales investigar las denuncias de los ex alumnos y el contenido educativo que imparten estas instituciones. El pedido de intervención de la red FASTA no implica un avance estatal por sobre los valores y preceptos impartidos en estos colegios, sino la obligación del Estado de controlar y erradicar paradigmas pedagógicos denunciados como antidemocráticos. Después de todo, la mayoría de estas instituciones reciben subsidios estatales.  Y aunque crean que sólo Dios puede juzgarlos, lo cierto es que también deben rendir cuentas. 

Aunque legítimo, el sentimiento de pertenencia a ciertas instituciones educativas nunca debería traducirse en ese fervor futbolizado que divide a las comunidades escolares en bandos y que genera disputas entre diferentes colores de uniformes. Detrás de eso que se manifiesta como un sentimiento colectivo hay la mayoría de las veces un discurso que invisibiliza las diferencias internas y que promueve las distinciones hacía afuera. Si ese sentimiento común y compartido es tan fuerte, entonces, por qué alguien elije conscientemente defender a una institución antes que a sus propios pares cuando estos han sufrido situaciones humillantes que los han marcado de por vida. Sin dudas, para muchos, defender un colegio es preservar cierto status que los define frente a los demás, que los explica, que los distingue. Lo paradójico es que en esa defensa se contradigan esos mismos valores que, supuestamente, definen al colectivo como tal. Acaso esos alumnos de la red FASTA nunca han dejado de ser de esos colegios, como los pizarrones, como los bancos, como el mástil y como la bandera.