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Contigo en la distancia

OPINIÓN

En los últimos días, en el campo de la docencia en general y en el ámbito universitario en particular, se ha desatado una catarata de reacciones apocalípticas en relación al uso de herramientas virtuales como una posibilidad para sostener los vínculos educativos.


Los procesos sociales actuales y pasados, aquello que imaginamos y las teorías que elaboramos son canales, puntos de partida, limitantes y condicionantes del futuro. Pero el porvenir no se limita a esto: también existe el azar, la contingencia y todo lo que puede ocurrir más allá de nuestra imaginación. 

Adriana Puiggrós, Volver a educar, 1995.

Un principio que ya forma parte de la doxa en los estudios contemporáneos de Comunicación, sostiene la necesidad de desencializar las tecnologías, las que no son buenas o malas “en sí” sino que constituyen, en todo caso, dispositivos a disposición, cuya función depende del uso que se haga de ellas, de las apropiaciones, que pueden ser útiles a la reproducción de relaciones de poder, pero que también pueden operar como mecanismos de resistencia. Los libros, las redes, ni tienen la culpa ni son la solución.  

En los últimos días, en el campo de la docencia en general y en el ámbito universitario en particular, se ha desatado una catarata de reacciones apocalípticas en relación al uso de herramientas virtuales como una posibilidad para sostener los vínculos educativos. 

Se ha llegado, incluso, a asimilar dicho uso al neoliberalismo y su lógica productivista, deshumanizadora y enajenante, y a culpabilizar a dichos recursos de la deserción estudiantil y de la precarización laboral.

No obstante, de lo que se trata, creo, es de apelar a los nuevos dispositivos tecnológicos, precisamente, para torcer esa lógica y abrir un espacio en el que sea posible horadar los mecanismos a los que el neoliberalismo acude con el objetivo de crear subjetividades funcionales. Hay puntos de partida, creo, alrededor de los cuales hay un consenso generalizado: como estudiosos de las ciencias sociales, no debemos renunciar a discutir y oponernos al uso compulsivo de dichas herramientas; tenemos el deber ético de no caer en la ceguera frívola de negar las asimetrías y las brechas digitales de los estudiantes y se nos impone desfetichizar la panacea de una comunicación digital democrática y accesible para todos; no podemos permitirnos sucumbir ante el canto de sirena de una virtualidad desarraigada de los territorios de las desigualdades. El encuentro de los cuerpos en el proceso de aprendizaje es irremplazable y el rol del docente, insustituible. El espacio físico de la institución educativa no se puede trasladar, sin más, al ámbito doméstico. La virtualidad como recurso no es la que se utiliza en la educación a distancia en una situación de normalidad, es una virtualidad en el contexto de la cuarentena como situación límite. No se trata de la mutación de un sistema a otro.

Sin embargo, un virus nos interpela hoy como docentes y nos sitúa en una zona de clivaje en la que la parálisis debe quedar excluida como posibilidad. Marcar un hiato, suspender la educación como diálogo, instaurar la cultura del silencio, no es una opción para los que apostamos al sostenimiento de una educación pública inclusiva.

Cuando la crisis nos pone a prueba-dice Naomi Klein- retrocedemos y nos desmoronamos, o crecemos y encontramos reservas de fortalezas, empatías y solidaridades de las que no sabíamos que éramos capaces. Frente a la imposibilidad de una educación cara a cara, los docentes tenemos que pensar en formas distintas de educar, en modalidades alternativas para sostener los vínculos con el fin, precisamente, de evitar la deserción. Este contexto nos brinda –como nunca antes- la posibilidad de visibilizar las desigualdades de acceso digital de los alumnos y de constatar las reales asimetrías que los fragmentan; sin embargo, esa evidencia no tiene que quedar estancada en la crítica como queja, paralizante, obturadora del trabajo por una inclusión educativa, que evoca al discurso elitista y conservador del statu quo “los pobres no llegan a la Universidad” y, como pobres hubo siempre, para qué intentarlo.

Por contrario, la pandemia tiene que ser el punto de partida para implementar mecanismos, por parte del Estado, de las Universidades, de las Escuelas, de los directivos y docentes de sostener la educación como diálogo y contener a los alumnos desde el cuidado. Que la intemperie sanitaria y económica no sea, además, desamparo educativo. Se trata de dar la pelea –difícil, sí, con fallas, seguro- para poner al alcance de nuestros estudiantes todos los recursos necesarios tendientes a la inclusión, de poner en marcha una educación a distancia otra, que no necesariamente se limite a las plataformas virtuales, y se complemente con medios como la televisión o la radio o con la distribución de material impreso.

Lo indiscutiblemente individualista es negarse, como docentes, a ensayar todo lo que esté a nuestro alcance para sostener la ya desguazada educación pública profundizando otra brecha: la de la docencia universitaria como elite divorciada de la realidad social y sus demandas. Porque la docencia es, amigues, como la salud, un servicio público. En nuestra Facultad, la tarea sostenida de los representantes estudiantiles para acompañar a sus compañeros, actuando como nodos de redes de solidaridad, debería ser una enseñanza para los profesores.

Lo realmente funcional al neoliberalismo es la parálisis de la educación pública, porque ello significaría renunciar a un espacio clave en la disputa con el poder; implicaría ceder el lugar del ejercicio crítico tan denostado por el criterio eficientista de la derecha; supondría cercenar el derecho de los alumnos de tomar la palabra, impedimento en el que, como dijo Paulo Friere, radica el verdadero analfabetismo. 

Quedarse quietos –que no es lo mismo que quedarse en casa- es ceder esa vacancia a la educación privada, que ni se plantea la suspensión de clases y que explota, como muchas empresas, la crisis para sus propios fines, no por una apuesta convencida a la educación sino porque, concretamente, hay que seguir facturando; garantizando certificaciones, acreditaciones y notas desde una lógica acumulativa y mercantilista como si nada hubiera pasado, porque de lo que se trata, es de “ganar tiempo”, siempre de ganar, como dé lugar. Este avance a contrarreloj y sin miramientos por parte de algunas instituciones educativas privadas contribuye a profundizar las desigualdades, a marcar las distinciones y a marginar, aún más, a los que han tenido la desgracia de “caer en la educación pública”.

En el contexto de aislamiento físico que nos impone la pandemia, creo que la Universidad Pública se enfrenta a un gran desafío: el de construir un espacio público educativo que tienda a sostener y reconstruir los lazos, que brinde un ámbito de contención y sea una alternativa para educar en la solidaridad y en el cuidado. Se trata de reorientar los sentidos de la educación en un contexto de aislamiento y angustia, que, aunque virtual, esté enraizada en el mundo concreto, en la vida cotidiana, en la soledad, las angustias y las ansiedades que hoy nos atraviesan. Esta apuesta debe ser fundamentada más que en la presión, en la convicción acerca del rol de la Educación pública como una de las trincheras clave en la batalla cultural para enfrentar no sólo a la pandemia, sino al neoliberalismo y su ideología de la meritocracia, la competitividad y el eficientismo;

Para confrontar lo que Rita Segato llama pedagogías de la crueldad, el contexto actual puede ser aprovechado para gestar una educación reflexiva, crítica, una zona de construcción de ciudadanía que, como exhorta nuestro colega Daniel Yépez, recupere el sentido de la política como el arte de lo posible, de lo necesario, una oportunidad de participar e intervenir en las grandes cuestiones que se están debatiendo hoy en el ámbito académico de las Humanidades y que son de todos, de la res pública.

Por otro lado, este espacio debería operar, además, como la posibilidad de desmantelar el sentido común irradiado por los medios masivos de comunicación, podría ser el escenario probable de un implacable ejercicio crítico que desenmascare la construcción de significados, que contrarreste los relatos y los montajes que irradian el terror, él pánico y la xenofobia, ese “ensañamiento de la muerte” del que nos habla Aldo Ternavasio; que pueda develar, además, la reinvención de los poderes y sus nuevos dispositivos de manipulación como lo están haciendo, por ejemplo, los seminarios abiertos por la cátedra de Publicidad.

En fin, pienso en un lugar común en el que se promueva desde lo educativo el respeto por la individualidad a partir de lo colectivo y la solidaridad y que no renuncie a la defensa de la libertad –ese tan profanado significante- sin perder de vista el cuidado del otro.

Dra. María Marta Luján
/Cátedras Cultura y Comunicación e Historia de la Comunicación/ Ciencias de la Comunicación, Facultad de Filosofia y Letras UNT