Mística casera y legado familiar: volvió El Puchero Loco, el bodegón más hegemónico de Tucumán
Platos generosos, sabores de entrecasa y la leyenda viva de un puchero cuya fama trasciende los límites de la provincia. Viaje sensorial a un bastión culinario de sibaritas y nostálgicos. Por Exequiel Svetliza.

El Puchero Loco, un bodegón como los de antes, pero ahora. Fotos: María Meternicht.
Dos salones amplios con las paredes cubiertas de machimbre. Un ejército de ventiladores -de techo y de pie- luchando a toda máquina contra el calor de la jornada. En cada mesa, manteles color mostaza recubiertos de hule transparente. Una balanza antigua y una radio valvular que contrastan con el Smart TV donde ahora suena un compilado de YouTube del Monstruo Sebastián y Gary. Una heladera monumental de madera que atesora sodas y gaseosas en botellas de vidrio, también las damajuanas que abastecerán del etílico elixir los pingüinos de un acero tan inoxidable como los buenos recuerdos. Paneras rebosantes de pan casero. El menú plastificado, sin códigos QR ni extraños artilugios postmodernos. Una moza con la camiseta alternativa de River que va y viene sin pausa en frenética procesión, demuestra dotes de hábil equilibrista acarreando platos en peligro de desborde inminente. Familias que arriman mesas para albergar a todos: desde el más changuito hasta la abuela. Parejas de rostros circunspectos que conversan sólo con la mirada. Viajeros cansados de trajinar las rutas que hacen un alto en el camino. Un gato negro que se pasea entre sillas y pies con felina elegancia mientras la parrilla del patio se adueña de la atmosfera dominical.
Es enero de 2025 y estamos en Trancas, a la vera de la Ruta 9, pero la escena parece propia de otra era; aquella edad dorada en que los bodegones eran la hegemonía culinaria y no una especie en serio peligro de extinción. Para regocijo de los paladares más nostalgiosos y los estómagos ávidos de sabores de entrecasa. Para goce de aventureros gastronómicos y sibaritas de la vieja escuela. Para antiguos parroquianos y nuevos influencers. Para Tucumán y el mundo: El Puchero Loco ha vuelto y el esperado regreso es una invitación a aflojar la opresión de los cinturones en este mediodía de domingo.
Los comienzos del aura mística de este restaurant con alma innata de bodegón se remontan al año 1979 cuando se estaba realizando el trazado de la Ruta 9 a la altura de Trancas. Mientras trabajaba en la empresa vial a cargo de la obra, Antonio Romano tuvo una revelación: imaginó un bar a la vera de la ruta capaz de saciar el apetito de los viajantes. Valiéndose de unos terrenos heredados por su esposa, María Elvira López, en el kilómetro 1362 montaron juntos un modesto establecimiento culinario que sentaría las bases de eso que hoy forma parte de la identidad de tranqueños y tranqueñas. Cuenta la leyenda que el primer plato fue un pescado frito y que el primer cliente fue un camionero que pasaba por el lugar. Lo del puchero y su locura vendrían después.
Entre sus rebusques, Antonio colaboraba con la carnicería y verdulería de su padre. En uno de sus constantes viajes al Mercado de Abasto, en la capital, para buscar mercaderías conoció un plato que lo fascinó por la heterogeneidad de sus componentes y su abundancia: el puchero a la española. Maravillado por la generosidad y popularidad de esta comida, volvió con la idea de implementarla en el boliche que tenía a su esposa María Elvira como cocinera. La respuesta fue fenomenal entre los camioneros que no tardaron en incorporarlo a su dieta y en hacer correr la voz acerca de las grandes virtudes nutritivas y culinarias del plato. Nacía entonces el mito.
“Acá venían los camioneros y te pedían: ‘dame el puchero loco’… como el tamaño de la porción era exagerado, el camionero no le decía ‘a la española’, como se llama realmente el plato, sino que lo bautizó como Puchero Loco y a mi papá y al negocio también lo bautizaron igual. Entonces al negocio lo pasaron a conocer como El Puchero Loco y fueron los mismos clientes los que le pusieron el nombre…Creo que no pasa nunca eso, que el cliente le pone el nombre al negocio, pero acá pasó”, cuenta Antonio Ferrer Romano cómo fue aquel bautismo que daría comienzo a la leyenda. El hombre de 48 años es el encargado de mantener vivo el legado gastronómico de su padre.
Acogido, bautizado y celebrado entre los transportistas, la fama de El Puchero Loco fue trascendiendo las fronteras provinciales y se convirtió en una parada obligada para los viajantes. Por aquellos años, se volvió una postal habitual ver el canchón del predio colmado de camiones. Al igual que los irresistibles cantos de las sirenas en altamar, cualquiera que haya transitado las rutas argentinas sabe que la proliferación de camiones en un parador es sinónimo inequívoco de buen comer. Con el puchero como la vedette principal, la impronta característica de abundancia y sabor casero se trasladó al resto de los platos de la carta. “Mi mamá y mi papá empezaron a trabajar de la misma manera con todos los platos, es decir, con porciones importantes, porque eran comidas que estaban dirigidas, generalmente, a la gente de trabajo, como los camioneros que venían acá y comían bien porque después no sabían cuándo iban a tener la oportunidad de comer de nuevo por la vida agitada que llevan”, explica Antonio.
Con los años, el restaurante se convirtió en un clásico para los habitantes de Trancas y para muchos visitantes ilustres que llegaban para dar fe del mito. Entre sus comensales habituales se encuentran celebridades de la talla del músico Oscar “El Chaqueño” Palavecino, quien comenzó a frecuentar el lugar en sus tiempos de chofer de colectivos de larga distancia y no dejó de asistir una vez que se volvió famoso. A lo largo de los años, el restaurante ubicado en el kilómetro 1362 de la Ruta 9 fue cambiando su fisonomía. Aunque nuevas obras viales en la zona redujeron el espacio de estacionamiento para camiones y la visibilidad del lugar desde la ruta, los transportistas nunca dejaron de llegarse a degustar sus platos más distinguidos: el tradicional puchero y también otras comidas típicas de bodegón como los ñoquis, las milanesas a la napolitana, la humita en olla o las parrilladas. Puertas adentro, todo parece detenido en el tiempo y teñido por el sepia de sus años dorados.
El Chaqueño Palavecino, asiduo visitante de El Puchero Loco.
A comienzos de la pandemia de Covid falleció Antonio, mentor de El Puchero Loco. Desde entonces, el local fue alquilado y permaneció largos años cerrado. Con la partida hace tres meses de su otra fundadora, María Elvira López, todo parecía indicar que el restaurante sobreviviría sólo en el recuerdo de los más memoriosos. Después de todo, como reza un antiguo adagio napolitano: quien ama no olvida. Pero Antonio Ferrer, uno de los hijos del matrimonio, decidió revivir el viejo local para que el legado culinario de sus padres continúe vigente. Aunque van apenas unas cuantas semanas del reestreno, la respuesta del público fue tan cálida como inmediata: “Yo creía que esto me iba a costar mucho, pero vos sabés que yo, después de cuatro años, abro de nuevo las puertas y hacé de cuenta que he cerrado ayer el negocio… Es increíble, vuelven los mismos clientes, la misma atención, todo igual…Me sorprendió como volvió la gente, como si esto nunca hubiese estado cerrado. Es algo que te cambia totalmente la vida. Ahora estoy contento…Estoy sin dormir desde anoche, pero estoy feliz”.
“He crecido en la cocina del Puchero viendo cómo cocinaba mi suegra y de ella aprendí un poco oficio. Ella era una mujer increíble, era el corazón de este lugar… no sé si estaré a la altura”, comenta mientras se limpia en el delantal las manos blancas de harina Verónica Martín, esposa de Antonio Ferrer y encargada de la cocina del local en esta nueva etapa. La mujer de 47 años es docente de profesión, pero asumió el rol de cocinera para acompañar a su familia en la reapertura de El Puchero Loco. Como conocía algunas de las recetas de María Elvira -esas mismas recetas que su suegra aprendió de su madre-, Verónica se puso al frente de la cocina y es consciente de la gran responsabilidad que conlleva ese rol en el restaurante: “Una lo que quiere es que los clientes se vayan satisfechos. Lo principal es cocinar rico y rescatar los sabores que eran característicos de este lugar. Así que estoy haciendo lo que puedo, poniendo la mejor voluntad. Uno lo hace con amor porque creo que este lugar tiene una esencia… es un lugar tradicional. Con Antonio lo que soñamos, y ojalá que lo logremos, es continuar con esa tradición… Son casi 50 años, porque mis suegros también han comenzado muy jóvenes”.
Así como estas paredes supieron albergar hace tiempo los sueños de progreso de Antonio y María Elvira, también fueron el escenario de los amoríos adolescentes de Antonio Ferrer y Verónica. Un amor que comenzó cuando tenían quince años y que hoy se ha convertido en una familia, la misma que con manos hacendosas alimentan a los más de cien comensales que suelen darse cita los domingos en El Puchero Loco. Entre hijos, cuñados y sobrinos son ocho los integrantes de la familia Romano que trabajan en el restaurante. Fiel guardiana de las recetas que han transcendido ya varias generaciones, Verónica no recela en revelar el secreto que hace de este el bodegón más hegemónico de la provincia: “Creo que el secreto está en el amor, eso es lo primordial, que uno haga lo que hace con amor, porque si no, no hay ningún resultado positivo que sea posible. Este es un lugar que está atendido por sus dueños y uno le pone la mejor voluntad y el que viene yo creo que va a conocer un lugar distinto. Acá somos todos familia y es muy familiar el ambiente. Si viene va a comer rico, va a ser bien atendido y le van a dar ganas de volver”.
“Cuando en un solo día, tengo la eternidad…”, canta La Voz de Terciopelo entre el trajinar mecánico de ventiladores y cubiertos y el eco confuso de algunas conversaciones. Hay un dejo proustiano en su poesía que nos recuerda que el verdadero paraíso es siempre un paraíso perdido. Acaso buscando esas huellas difusas en la memoria, como quien se adentra en un bosque frondoso siguiendo un rastro de migas de pan, Héctor se ha llegado hasta acá este mediodía. Tiene 74 años, es oriundo de Córdoba Capital y conoció el restaurante a comienzos de los 90 gracias a su trabajo como viajante. Héctor escuchó el mensaje; una flecha certera de cupido en su pecho desnudo: “Estaba en Aguilares cuando escuché la publicidad de El Puchero en la radio y esta mañana me vine desde San Miguel (de Tucumán)… Lo mejor es la comida y la atención personalizada, mirá que yo soy viajante y ando en la ruta, pero acá es como en la casa… es la comida como la hacía mi abuela o mi mamá. Nosotros, las personas grandes, a esas tradiciones las tratamos de seguir ¿viste?”. Como esos amantes eternos que repiten cíclicamente el ritual del primer encuentro, siempre que viene, Héctor pide puchero. Y hoy no será la excepción.
“Era una tradición venir a almorzar los domingos al mediodía acá. Me acuerdo de cuando estaba El Gringo, el papá de Antonio, que nos atendía siempre de la mejor manera. Después, empecé a venir con mi señora. Es muy lindo volver y ver que esté de nuevo en funcionamiento, es un reencuentro familiar… Extrañaba porque ellos te brindan todo, es como si vinieras de visita a su casa”, comenta Martín Bruno, un tranqueño de 38 años que viene desde niño junto a su mamá, Rosa, y a su papá, Martín. A la mesa familiar ahora se le sumaron sus hijos y sobrinos.
Espero mi puchero mientras veo circular napolitanas que sobresalen de los platos, humitas con una isla generosa de queso en el medio, sánguches de milanesa portentosos o el surtido de una parrillada que nunca te va a dejar queriendo más. El Puchero Loco no es para austeros, acá no se puede venir sin cierta gula, de comida o de recuerdos, pero gula al fin. La espera -que nunca es mucha porque los mozos se mueven al ritmo de una escudería de Fórmula Uno- está acompañada de una expectativa gástrica pavloviana y de cierto flashback que me remonta a un mediodía lejano y difuso en una de estas mesas junto a mi papá. Trató de armar una postal más nítida con las esquirlas de aquel recuerdo cuando llega la comida. En el plato hondo de acero inoxidable no entra más nada: hay carne de vaca y de gallina, huevo, un pedazo de chorizo, zapallo, papa, batata, repollo, tomate y hasta un pepino que le suma cierto surrealismo a la composición. Me pierdo por un instante en el ascenso cálido del humo para naufragar en esa bruma que traza los contornos vividos de un anhelado regreso.