"Carnicero Redentor": leé el relato ganador del escritor tucumano Juan Carlos Mon
"Un día, bajo el sol de octubre, Don José, dueño de una carnicería en la comuna de Benjamín Paz, descendió de uno de los cielos argentinos...". El texto completo aquí:
Imagen: Luz Boix
Un día, bajo el sol de octubre, Don José, dueño de una carnicería en la comuna de Benjamín Paz, descendió de uno de los cielos argentinos, flotando sobre una enorme costeleta de cerdo a falta de alfombra mágica, debido a que Alí Babá, mejor conocido como el Turco Alí, que en realidad era árabe, no le quiso prestar la suya para volar. Este carnicero bondadoso se le apareció a gente necesitada y, de la nada, hizo surgir milagrosamente en sus mesas: chinchulines, puchero y abundante vino rosado en caja. La grey de este santo de la ganadería comenzó a expandirse por todo el país. Es así que construyeron santuarios con su figura desde Chaco hasta Tierra del Fuego, donde sus seguidores, “Los elegidos del asado”, ofrendaban vino y dinero.
Con el paso del tiempo, Don José empezó a realizar milagros más ostentosos. Llenó las heladeras de sus feligreses con kilos de asado en tira, matambritos tiernos y hasta uno que otro peceto de ternero mamón; colmó sus alacenas con el más dulce vino y sembró sobre sus tierras plantas de uva Malbec. El gobierno, celoso de la providencia de este santo, le inició una causa por creación ilegal de religión que veneraba a una vaca de oro de veinticuatro kilates. El carnicero milagroso escapó de la justicia y pasó a la clandestinidad. Semanas más tarde, la Policía Nacional de Paraguay lo detuvo en Ciudad del Este. La Corte Suprema de Alto Paraná lo condenó a la pena de muerte por atentar contra la moral y las buenas costumbres.
Fue estaqueado y cocinado a fuego lento en la Plaza Jesuítica. Algunos dicen que fue previamente degollado otros afirman que gemía de dolor mientras su carne ardía sobre las brasas. Sus fieles fueron perseguidos, encarcelados y vacunados contra la brucelosis para no afectar su salud y productividad. El cuerpo cocido de Don José fue enterrado a campo abierto. Su amada esposa, Doña Beba, le hizo poner una placa conmemorativa con la leyenda: “Recordaremos siempre tu entraña generosa y solidaria”. Su espíritu se convirtió en el viento que acaricia los campos y, su sangre, en el agua que refresca los sedimentos. Las vacas, agradecidas por haber pastado libres y no sometidas al confinamiento cruel del engorde a corral, se reunieron en torno a su tumba y, con mugidos, cantaron un réquiem épico que resonó en todo el llano, celebrando la vida y el legado del santo de la ganadería.