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Hongos psicodélicos en Tucumán: un guía para el museo de la mente

Universo fungi

Un viaje a los rincones más ocultos de la mente relatado en primera persona por un cultivador de hongos psicodélicos. Las terapias con psilocibina y el desafío de vencer los prejuicios. Por Ignacio Apas.





Una tarde, antes de que estalle la pandemia, a Fritz le ofrecieron probar LCD. Era un joven, aún estudiante de biotecnología, atraído por la idea de explorar mundos nuevos y experimentar con su mente. Sentados en el sillón del living del dúplex de su vecino, ambos dejaron caer una gota de ácido debajo de sus lenguas. Esa fue toda su interacción. En la tele tocaba Hernán Cattaneo y poco a poco, a medida que el LCD hacía efecto, las paredes empezaron a cobrar vida, respirando como un pulmón que se contrae y se relaja, se contrae y se relaja. Las luces del recital y el público en la pantalla empezaron a expandirse y colonizar el espacio, como si ellos estuvieran ahí adentro. Por primera vez, Fritz no sintió el peso de su existencia; el peso de cargar su cuerpo, ese avatar. Algo esencialmente visual, casi nada introspectivo, que abrió la puerta a algo nuevo.
 
 -Creo que flotar es una frase medio hippie. No sentís ese peso invisible de los días. Y no hubo más que eso- dice.


En eso tiene experiencia, ahora, el hombre al que conocen como Fritz y cuyo nombre se evita a propósito. En viajar. En emprender travesías sin mover el cuerpo de lugar ni treparse a ningún dispositivo tecnológico, recorriendo caminos que su mente fabrica y en los que la experiencia le ha permitido tomar el timón de su inconsciente. Ahora, a sus 30 años de edad, lleva un tiempo sin experiencias psicodélicas porque considera que tuvo suficientes; experimentando del mismo modo en que los científicos investigaban en los albores de la ciencia: con su cuerpo. Teniendo viajes que algunas veces le dieron alivio y la posibilidad de resolver asuntos pendientes y que otras veces lo hicieron sentir que se moría y que un veneno le inundaba el cuerpo como una savia oscura. Para eso tuvo que aprender a cultivar, laboratorio mediante, unos organismos muy pequeños que crecen en el segundo piso de su hogar, en cajas de plástico conservadas a una temperatura específica, con los que ahora acompaña a otras personas a explorar lo más profundo de sus psiquis. Fritz es un facilitador, que facilita hongos con fines terapéuticos. En su ambiente, de una manera casi reverencial, los llaman niños santos. 

 

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Aunque de lejos podría parecerlo, no es ni un dealer ni un chamán. Sus métodos serían muy poco ortodoxos para alguien que sólo busca el lucro. Cita a las personas a la puerta de su casa, las invita a pasar y a sentarse a la mesa principal, donde se habla de sueños y angustias profundas. Su base, esencialmente, es científica.
 
 Doblando por un pasaje de casas bajas y dejando atrás el bullicio de una avenida importante de la capital Tucumana, detrás de una puerta que abre a un pasillo largo compuesto por duplexs simultáneos, aparece Fritz, vestido con una remera del Buena Vista Social Club y bermudas deportivas. Es un hombre corpulento que usa el pelo largo rapado a los costados y recogido en una cola, la barba larga más no espesa, que cae como nubes debajo del mentón. Es un poco intimidante, hasta que habla.
 
 -Hola querido ¿cómo estás?- Y me tiende una mano con amabilidad.
 

Caminamos por el pasillo hasta su departamento y nos sentamos. El ambiente, bastante despejado, es una cocina-comedor con una biblioteca, decorada con ilustraciones de flores, hongos y un retrato de Borges colgado en la pared. Lo único cargado es la mesa: con un cuenco repleto de caramelos Alka, el mate, un termo, un sifón de soda, el libro “Ágilmente” del biólogo molecular Stanislao Baschrach y unas cuantas setas deshidratadas en el centro: dos melenas de león, como pompones blancos fosilizados y un reishi, el hongo más famoso de la medicina ancestral china. La puerta de entrada permanecerá siempre abierta. 


Antes de hacer lo que ahora hace, Fritz construyó su propio multiverso de vidas de las que habla en pretérito perfecto y que se amontonan y superponen en apenas poco más de treinta años. Alguna vez fue un niño que vivía en contacto constante con la naturaleza de la yunga jujeña, en las fincas tabacaleras que su familia trabajaba y donde creció rodeado de una fauna que su padre se dedicaba a cazar, por afición, y su madre intentaba curar con bondad. Fue un adolescente citadino, en la capital de Jujuy, que vivió la bonanza y la disolución de una familia acaudalada de comerciantes; un estudiante al que adelantaron de curso por su inteligencia, pero se revelaba a su realidad inmediata llevándose muchas materias. Fue un estudiante universitario precoz que se mudó a Tucumán con un duelo a cuestas y se acercó a la ciencia mediante la biotecnología. Un muchacho que -ahora analiza- estaba desconectado. Había forjado una personalidad pedante y competitiva, usaba traje, tocaba blues, fumaba en pipa, se pavoneaba de sus méritos académicos y estaba deprimiéndose. Un joven que esa tarde conoció los psicodélicos y algo, muy adentro, cambió en él.


 Fritz habla con una cadencia particular mientras se ceba mate. Con las erres suavemente arrastradas del norte, cada frase lleva a la siguiente, con un cierto alargue hacia el final de cada oración. Mientras habla, mueve las manos intercalando una con otra como escalones hacia adelante. De vez en cuando, se acaricia la barba y mira hacia arriba, pesando las palabras que va a decir.

 

Un tiempo después pensó que él podía cultivar hongos: la base era la microbiología, el método, el laboratorio; las cosas que estudiaba, con el desafío agregado de experimentar con su psique. Dominar un terreno que le era ajeno.

 

Le compró esporas a un tipo de Santa Fe. Invirtió una cantidad considerable de plata tres veces y las tres veces no creció nada. Bastante frustrado, siguió intentando hasta que aparecieron los primeros hongos. Eran tiempos de cambio y tiempos oscuros bien adentro.

 
-Y empecé a tener mis primeros viajes… Mi depresión ya había empezado a desarrollarse, estaba muy encerrado, no salía, venía también de una ruptura amorosa… tal vez también una de las razones por las cuales empiezo a cultivar hongos es para estar mejor, para conocerme a mí mismo. No lo sé, capaz algo subconsciente haya empezado en esa fecha.


Probaba sin mucha idea de qué o cuánto tenía que tomar. Siempre solo. Él y su cabeza. Cortaba los hongos frescos y, a falta de una balanza para medir cantidades, los comía así nomás. En uno de sus primeros viajes, consumió una cantidad probablemente exagerada y empezó a viajar mal. Se desesperó con la idea de no volver más y pensaba: “por esta pelotudez que acabo de hacer no voy a volver a ver a mi vieja, no voy a volver a ver a mi mascota, no puedo volver”. El escenario a su alrededor se transformó en la representación occidental del infierno. Vivió un calvario interno y externo.
 
-Lo peor es que vos entendés la psiloscibina cuando ya está en tu cuerpo, no hay forma de librarse, es como un veneno que te está matando, no hay forma de que te la saquen. Me inducía el vómito, pero en mi cabeza sabía que no, esto no funciona así, ya está en tu sangre, ya está en vos, no te lo vas a sacar… Es difícil. Eso pasa cuando no te preparas, cuando no sabés a qué vas, cuando no sabés cómo te vas a sentir en ese proceso. Horrible. Afortunadamente pasó, pero fue muy fuerte. Siempre estás consciente de lo que está pasando, podés levantarte, podés caminar, podés correr, podés hablar en los viajes con psicodélicos… Pero en los fuertes, lo que ves y cómo te sentís, no lo podés frenar, no lo podes controlar… Pasó.-
 
 

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Como especie nos relacionamos con los hongos desde el comienzo de los tiempos. Hay teorías que sostienen que la evolución humana, más acelerada que la de otros animales, tiene que ver con los receptores de psilocibina que tenemos en el cerebro, es decir, somos capaces de procesar el componente alucinógeno de los hongos por un detalle de fábrica en nuestra mente; algo que nuestros antepasados habrían experimentado siguiendo el rastro de estiércol de los animales y comiendo los hongos que ahí crecían. Más acá en el tiempo, en 1957, la revista Life publicó un artículo de Robert Gordon Wasson, un banquero y etnomicólogo estadounidense que viajó a Huautla, México, para conocer a María Sabina, una curandera que trataba a sus pacientes con hongos y curaba enfermedades y adicciones. Esta fue la puerta de entrada de los hongos a la cultura occidental moderna. A partir de ahí, se potenció el interés de los estudios psicológicos en Estados Unidos y se empezó a complementar la terapia tradicional con el apoyo de la psiloscibina y el LCD.

 

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Esa tarde, en Tafí del Valle, no había más que dos personas en toda la casa: Agustina, una joven morena de mirada firme, acostada con un antifaz y auriculares. A su lado, Fritz que la acompañaba. Habían acordado no hablar y que él no intervendría para nada a menos que ella lo solicitase. Se habían pasado la tarde conversando sobre lo que ella podría enfrentar, hasta el momento en que tomaron un cuenco de adobe, trituraron setas secas y las bañaron en limón, para ayudar a los jugos gástricos a que las digieran mejor. Ella recitó unas oraciones, las comió y se acostó en la cama. Se acostó y esperó. Entonces, Agustina, que seguía en posición horizontal sobre el colchón, sintió que caía como si algo la arrastrara al fondo de la tierra rodeada de oscuridad. Bajaba y bajaba por un mundo negro, escuchando risas de voces burlonas e infantiles. Bajaba. Viajaba entre tinieblas y risas estridentes, mientras, de a poco, se empezaba a reír ella también. Bajaba. En su mente había penumbra y en el cuerpo sentía un deslizamiento, una caída hacia un lugar donde descubriría que no había tiempo ni espacio. Donde, según dice, pasado, presente y futuro eran la misma cosa y ella recorría su historia saltando de un lado a otro, viendo sus sueños y escuchando voces.
 

Agustina había subido a Tafí un mes antes mientras procesaba cambios en su vida que tenían que ver con un desamor y haber dejado una carrera universitaria suspendida en el aire. Llevaba una semana con una dieta estricta libre de carnes, de alimentos hiperprocesados y de otros estímulos mentales como las redes sociales y el celular; preparándose para el momento en que tuviera que viajar. 

 

El viaje duró un par de horas y durante todo ese tiempo estuvo en posición horizontal. Las imágenes que aparecían la llevaban a recorrer su cronología personal sin un orden aparente. Su nacimiento, infancia, experiencias pasadas. En ese viaje vio el momento previo al sexo en la noche en que sus padres la concibieron. Cuando se besaron, a ella la invadió una sensación de amor profundo que sobreviviría al sueño. 


 En un momento la cosa se puso oscura: se encontró con su bisabuela a quien había visto enferma cuando era niña y tuvo ecos de esa enfermedad en el cuerpo. Se empezó a sentir incómoda y a desesperarse, tenía miedo de no salir de ahí. Supone que empezó a manifestar eso con sus gestos porque Fritz le preguntó si estaba todo bien y ella le dijo que sí. Cambió de canción en el reproductor y el viaje volvió a ser más calmo. 

 

Cuando terminó volvió del valle a la ciudad con mucha información para procesar, una experiencia mucho más profunda que en sus otros encuentros con hongos. La primera vez los había tomado antes de salir a andar en bicicleta por la Perón un día de lluvia. Sintió que sus sentidos se potenciaban y tuvo ganas de llorar sin angustia. Pero esta vez la dosis había sido de 6 gramos, casi seis veces más de lo que había probado recreativamente. Y aunque asegura que muchos dicen que tomar hongos es como hacer diez años de terapia, ella para la pelota y agrega: “Ok. Sí… Es mucha información, pero tenés que procesarla”. Desde entonces empezó psicoanálisis, no volvió a tomar hongos y se recibió de su carrera con una tesis sobre el uso de ciertos hongos con fines alimenticios.
 

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Hay hongos en la madera. Hongos en los pies. Hongos que parasitan el cerebro de insectos y los manejan como marionetas decrépitas. Hongos que pueden descomponer el petróleo. Hongos que dan alegría. Hongos para cocinar. Hongos pesticidas que esparcen esporas que enloquecen a las termitas y los mosquitos. Hongos venenosos. Hongos que sirven como Viagra natural. Hongos para concentrarse y para reforzar el sistema inmunológico. Hongos que se usan, que decoran, que se toman: hay más de 1.500.000 de especies de hongos, algo así como seis veces la cantidad de especies vegetales que hay en el planeta. Son los organismos más antiguos y los encargados de la descomposición y renacimiento de los seres de todos los reinos de la naturaleza: la flora, la fauna y -el suyo propio- la funga. A pesar de su relevancia, recién para el año 2000 se reconoció el término “funga” en la biología, acuñado por Susanne Gravesen. Y recién en 2024 la revista National Geographic les dedicó una tapa completa, 130 años después de la publicación de su primer número.
 

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En la actualidad se pueden encontrar hongos con relativa facilidad. Numerosas cuentas de Instagram ofrecen información sobre micología y productos derivados de los hongos, principalmente, adaptógenos: complementos para el día a día como las melenas de león (hongos blancos con una apariencia pomposa y suave) de los que se elaboran cápsulas y tinturas y benefician la concentración y bajan la ansiedad. O el reishi que se usa para mejorar el sistema inmunológico y la fauna intestinal. O los cordyceps que energizan y mejoran el desempeño físico y sexual.

  Fritz trabaja con ambas variantes de la micología: adaptógenos y enteógenos. Los que contienen psiloscibina, el componente psicoactivo, pueden suministrarse también en microdosis encapsuladas para tratar angustias y ansiedades, sin que generen ningún tipo de alucinación.
 

“Eso se puede publicitar, se puede ofrecer, es algo que hacemos, porque no está en un contexto de ilegalidad. Es un suplemento alimenticio, sus compuestos son antioxidantes, son azúcares, son polisacáridos…”, aclara Fritz.

 

Además de producir y distribuir hongos, milita la transparencia de su oficio, para evitar que se generen ciertas prácticas nocivas vinculadas al secretismo y la ilegalidad. Entonces comparte información, charlas, citas de otros micólogos en las redes y brinda talleres para aquellos que quieran cultivar. Divulga y difunde.
 
 -Me gustaría que a esta herramienta, que tiene cosas tan positivas, que tiene potencial medicinal, se le tenga un respeto, ¿no? Un respeto por el hecho de lo que significa, desmitificar muchas cosas.
 


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Después de esas experiencias fuertes con las que inició su aventura en la micología, Fritz pasó dos años en un estado depresivo en el que no tenía fuerza para salir de la cama y los días se acumulaban por inercia, volviéndose semanas y meses. Transitaba la pandemia, se había separado, arrancó terapia, pasó mucho tiempo inactivo. Entonces, se propuso retomar lo que había empezado y volver a cultivar.
 
-No había mucho que hacer. O sea, no podía salir. Y volver a contactar con los hongos, ya como una etapa de aprendizaje, fue lo que me sacó de ahí. Me sostuvieron mucho las microdosis, ya no teniendo esas experiencias tan fuertes, sino las microdosis me mantenían en un nivel de conciencia. Las microdosis son ese pequeño cambio de situación que está en tu día a día. Te activa esa vocecita que te dice: “¿Por qué no te levantás? ¿Por qué no vas a desayunar? ¿Por qué no te bañas? ¿Por qué no vas a hacer estas cosas?”. Es la conciencia ahí presente, mostrándote el lugar en que estás.
 
 Le gusta la manera en que se metaforizan los hongos; seres vivos que crecen en la mierda (literal) porque el sustrato en el que se insertan las esporas de los hongos y colonizan para desarrollar el micelio, puede ser, y él recomienda que sea, el estiércol. También se puede hacer con avena forrajera, arroz integral y otras yerbas, pero para quienes gustan de metáforas directas, la mierda es más potente.

 

“Lo comparto yo, a través de mi propia vivencia, ¿no? Realmente haber estado ahí, sumido, muy abajo, muy, muy abajo. Y de repente, bueno, trabajando y aceptando y reconociendo todo lo que uno es. Salir poco a poco…”, relata. 


Y salir lo llevó a trabajar para no volver a ese estado, aunque no tuvo que volver a tomar psiloscibina en dosis altas en mucho tiempo. Eso es algo que defienden constantemente los que militan la micología con fines medicinales, la contraposición directa con la industria farmacológica que trata los trastornos y las dolencias psíquicas con medicación crónica, tratamientos duros, bombas químicas al cerebro. Con la psiloscibina es una o dos dosis y el trabajo es hacia adelante, pero no se repite la experiencia

 

Hubo un tiempo en que se intentó estudiar cómo podían funcionar los hongos como complemento a la terapia tradicional. Se probó en Estados Unidos, pero las investigaciones en las universidades se desbordaron -los psicólogos y psiquiatras eran profesores que administraban los estudios y esparcieron hongos psiloscibios de manera poco regulada entre el estudiantado- sumado a que las leyes antidroga se endurecieron hasta prohibir casi todo. Hacia fines de los 90s se volvió a insistir con la posibilidad de introducir psiloscibina en el consultorio y, de hecho, se aprobó en muchas partes del mundo.



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Solo 20.000 de todas las especies de hongos producen setas: lo que comúnmente se llama hongo es en realidad el fruto del organismo, esa figura con forma de bastón y sombrero que se encarga de la reproducción. Mientras que el cuerpo del hongo (el micelio) está hecho de una red de filamentos, tejido debajo de la tierra, dentro de la madera, de los cultivos o del estiércol. Un cuerpo que puede medir kilómetros por debajo del suelo y llevar información y nutrientes entre la vegetación para que los árboles y las plantas la incorporen. Si un árbol se cae en el bosque y nadie lo escucha, el micelio sí, y puede alertar sobre un peligro inminente, como un incendio.  Entre esas 20.000, hay apenas setenta especies del género psilocibe que poseen un compuesto activo o sustancia química que puede generar estados alterados de conciencia. Un estado diferente el estado psicodélico.


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“Es como si vos fueras por un museo donde cada pintura es un momento de tu vida y, de repente, ves de forma panorámica todos esos momentos. Y los podés volver a experimentar, los podés ver desde afuera siendo otra persona y ahí experimentar...esa catarsis ¿no? de esos momentos que uno quiere cambiar”, comenta Fritz.
 
 En su experiencia, lo que pasa es que las personas se enfrentan a un punto de quiebre; un hecho traumático, algo que señala que hasta ahí llegó la vida como la venían viviendo. Y en la incertidumbre y la desorientación “uno trata de encontrar algo, lo que sea, una nueva forma de ser”. Entonces puede que se le empiece a prestar atención a la espiritualidad, en cualquiera de sus manifestaciones: “Sea en la forma de yoga, medicinas sagradas, constelaciones.”  Todas maneras más directas de relacionarse con el adentro, que no involucran una responsabilidad mayor, según dice, como hacerse cargo e ir al psicólogo.


 Ya en estudios académicos sobre psiloscibina, en documentales o entrevistas con especialistas en hongos; la terapia tradicional aparece como un complemento posible, como disparador de experiencias o como el lugar coherente en que desemboca la información encausada por los hongos. No se oponen a la psicoterapia de la manera en que si se oponen a los fármacos más duros.
 
 “Luego viene una etapa que se llama etapa de integración. Ok, hablemos, vamos en perspectiva. Hablar es realmente parte importante de todo el proceso de cambio, que te sientas escuchado, que te sientas validado, que eso que vos tenés para decir, que ahora lo podés decir, lo querés transmitir, lo trabajemos. A veces hay gente que dice que la integración es mucho más importante que la experiencia psicodélica en sí”, agrega con su tono medido, lento, pesando la densidad de las palabras.
 
En su esquema, una vez que transitan la experiencia psicodélica, se suceden tres encuentros de integración. Para él importa porque es una manera de procesar lo que se ha visto y también porque pueden aparecer ideas y conceptos en común con otras experiencias psicodélicas -como las inducidas por ayahuasca o el san pedrito- que pueden ser tan trascendentales como traumáticas: la muerte del ego (o muerte mística, en la que se abandonan la identidad y sus rasgos: miedos, complejos, ambiciones, ira, codicia, etc) o visualizar la matrix (la realidad vista desde afuera).

- Los psicodélicos en sí te pueden llevar a entender que esto no es la realidad, que realmente todo esto es la máquina. Es algo que ya está pre... me imagino que debés haber visto The Truman Show, si? Bueno, algo así.
 
Él lo vivió como estar flotando en un espacio negro infinito, desde el que veía un cubo negro atravesado por redes de verde fluorescente que representaban la realidad, de la que él se había salido, probablemente influenciado por sus consumos culturales: Interestelar, Matrix, The Truman Show.
 

 -Y te podés abandonar, te podés volver loco, de verdad te podés despersonalizar, si lo haces sin esta preparación, sin una contención.
 
Sus experiencias fueron todas en soledad y hoy entiende el valor que podría haber tenido una persona ahí, alguien que sepa -como sabe ahora- cómo es transitar por los pasillos de la mente, para que no impacten esas revelaciones del modo en que a él lo sacudieron. Finalmente, asumió que, si ésta es la realidad que le toca vivir, va a intentar hacerlo lo mejor posible y que, si hay algo más allá, va a llegar en su momento: “Pero bueno eso es algo que para lo que ayuda mucho tener a un cuidador o trip sitter o guía, pero chamán no. Sólo un cuidador”.
 

Anochece en Tucumán y la charla se interrumpe apenas porque tiene que controlar una olla donde hierve melena de león para sustraer los componentes que necesita para producir con eso tinturas de hongos que se ingieren con un gotero. Más tarde tiene que ir al gimnasio. El dúplex está colonizado por el aroma dulzón del hongo que bulle. 


Sus viajes tocan el tema del vacío y la existencialidad: “¿Qué valor tiene el hombre acá? Mi tatuaje es el hombre pequeño contra lo inmenso”. En su brazo, una persona está parada frente al universo sostenido por un hongo gigante con la estructura de un árbol (como el árbol de la mitologáa nórdica que sostiene al universo). En muchas de sus travesías mentales vio cosas gigantes, doradas, figuras piramidales y simbología egipcia. Se vio minúsculo ante lo inabarcable. Y a la vuelta de esos viajes se aferró más a lo terrenal, a sus deseos en el día a día y las expectativas de seguir conectado a su normalidad, advirtiendo que pudo mantenerse firme, pero que las posibilidades de perderse en un limbo existencial eran una amenaza real y constante.
 
“Por eso elijo posicionarme acá, para concientizar de que la psilocibina sí puede ser algo hermoso, espectacular, pero si lo hacés irresponsablemente puede haber una contraindicación. No una contraindicación física, no te va a dar un paro cardíaco, pero hay algo acá que puede estar dañado”, reflexiona señalándose la cabeza. 


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La inacción de los tiempos pre-fungi se contrapone considerablemente con el Fritz del presente que, además de su trabajo con hongos, se define como un amante de la naturaleza. Se dedica académicamente a estudiar las relaciones del mundo natural, pero también fotografía aves, plantas y hongos por afición. Construyó con su mamá un orquideario en el patio de su casa materna en Jujuy donde cultiva más de 1000 especies de orquídeas. Colecciona animales pequeños taxidermizados y organiza salidas de campo a los bosques de la yunga para hacer todo lo anterior.  En el pasado, supo ser un armonicista que se movía por la escena musical jujeña y tucumana con una dedicación a cuerpo completo. Llegó a organizar un tour por el norte cuando Paul Orta, un reconocido blusero de Texas a quien idolatraba, le contestó un mail en el que Fritz lo invitaba a venir al país. Armó una formación con músicos locales, organizó fechas, viajes, clínicas de armónica. Apenas rondaba los 20.

 

Hay una constante en su vida que él mismo reconoce y tiene que ver con ese volcarse a las cosas de lleno; aunque conviven muchos escenarios en su vida, los hongos parecieran haber tomado un protagonismo mayor (sus viajes psicodélicos y arte vinculado al fungi le cubren buena parte del cuerpo grabados en tinta). Desde que empezó a cultivar con constancia y difundir sus saberes, los hongos se volvieron su tarea central, principalmente, por ser la que le da sustento económico e independencia.
 
Para eso aclimató su departamento: la planta baja es una cocina-comedor donde programa encuentros para indagar sobre sus clientes y definir si les proveerá hongos en microdosis o si los acompañará en su rol de trippsitter en un viaje más profundo con macrodosis. Hacia el fondo hay una escalera flotante que lleva a una habitación cargada del microcosmos Fritz: libros en abundancia, principalmente, sobre biología; un mapamundi sobre el respaldar de la cama con las especies de Funga que hay en cada lugar de la tierra; posters de Pink Floyd, Cortazar, Louis Armstrong, Miles Davis y los carteles promocionales de la gira de Paul Orta que él organizó; el bombín negro que solía usar cuando músico; cds; armónicas; guías para exploradores psicodélicos: Ram Dass, James Farimann, Terence McKenna; libros sobre psicodélicos y salud mental, psicodélicos y el cerebro, el famosísimo “Las puertas de la percepción” de Aldous Huxley; y separado del lugar que ocupa la cama por estanterías industriales de hierro y madera, un microlaboratorio donde almacena el micelio en crecimiento: en cajas de plástico donde ahora hay una base de sustrato en la que en pocas semanas brotaran tallos que cosechará como ramos de psiloscibina. Tallos y sombreros.


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Ahora toma una seta deshidratada de la mesa y la sostiene en la mano: “Es el fruto.” Para producirlo arman unos panes con micelio, cultivados mediante esporas que pueden introducir con una jeringa o con un sello. Esas esporas se hidratan y crecen.

 

-¿Quién va a crecer? el micelio. Y ese micelio luego se lo mezcla con el estiércol, va a volver a crecer y se va a alimentar del estiércol y ahí va a dar las setas. Ese es el concepto técnico de esto, seta, pero le decimos honguito.- explica.

  Después los procesa y los deja macerar por tres meses, los lleva a una olla y, mediante la cocción, extrae los componentes bioactivos. Son tiempos de adaptógenos, dice, el interés de la gente ha virado mucho de los psicodélicos a los hongos que suplementan el día a día. Tiene sentido: más allá de los hongos, hay un boom de estrategias para resistir a la hiperestimulación de las pantallas, las rutinas sobrecargadas y mantener la rueda girando. Para el filósofo surcoreano Byung Chul Han, incapaces de cambiar nuestro estilo de vida, buscamos adaptarnos para seguir funcionando. Mindfulness, cannabis, estoicismo, hongos y más. La psiloscibina sería un freno profundo, detenerse en el espacio tiempo y ahondar en la psique. 

 

La ventaja de los adaptógenos es que se pueden comercializar sin tanto misterio. Si solo trabajara con las microdosis suplementarias, probablemente, no sería Fritz y aparecería con nombre y apellido en esta nota. Pero todavía hay un tanto de ocultamiento y precaución cuando se trata de psiloscibina. “No es algo que yo publicito, no es algo que quiero que sepas. Si vos lo estás buscando y querés llamarme, bueno, acá estoy. No es algo que estoy buscando que hagas”, aclara.  
 
Para él se trata de salir del mensaje de los 60, de la guerra contra las drogas que empezó Estados Unidos en respuesta a los hippies, la contracultura, el amor libre. Por muchos años no se ha hecho demasiado. Lo importante ahora es qué discurso se ofrece para que el consumo de hongos o los tratamientos no caigan en el oscurantismo de los transas, el desconocimiento, el consumo irreflexivo. Los hongos no producen adicción, está comprobado científicamente, dice, y los tratamientos se hacen con una sola ingesta: “Puede venir alguien, y decirte ‘uh los hongos son lo mejor del mundo’ y bueno sí, yo comparto, pero hay que cuidar un poco el mensaje porque también puede llevar a algunos lugares que no estén muy copados” .
 
Su militancia empezó para combatir esas posibilidades: “Si esto es tan lindo, si esto tiene tanto potencial, yo quiero que todos aprendan a cultivar, para que el que quiera consumir hongos no tenga que comprar a un precio desproporcionado y totalmente injusto al chabón de Buenos Aires”. Antes, para comprar, lo hacías por Telegram, por mail o por mensaje privado de Facebook y después el que vendía los hongos te bloqueaba. Al enseñar a cultivar, busca desbalancear el mercado negro que pone el precio que quiere porque no hay una comparación de mercado.
 
No está para nada bien darle a alguien: ‘¿che querés unos gramos? Tomá, hacé la tuya y no me digas ninguna palabra más’. Darle hongos y no preguntar, ‘Che, ¿tenés algún problema?’. Cuando sabés que no se le puede dar a un esquizofrénico o no se le puede dar a alguien con registro de esquizofrenia o alguien con algún tipo de psicosis familiar”, comenta. 


 Por eso no vende hacia afuera. La puerta está abierta. A él llegan políticos, artistas, cineastas, psicólogos, personas que por una razón u otra -eso se define en la mesa donde atiende- buscan resolver algún asunto de su ánimo, de su psique, de su día a día. Y en caso de que la conversación lleve a una macrodosis y un viaje profundo, el lugar está habilitado: “Acá las palabras son conciencia y responsable. Es algo que, si hablamos de hongos, lo voy a repetir como cien veces”.