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"La gente me mira como si yo fuera una atracción": todas las vidas de Ramón Antonio Parientes

HISTORIAS DE ACÁ

Tiene 41 años y nació con enanismo. Vivió una infancia difícil en su casa y se crió en el Hogar Eva Perón donde conoció la burla de los niños y cómo defenderse. Un día su vida cambió cuando conoció a dos payasos peruanos. Animó fiestas infantiles y sonreía hasta que le pasó lo peor. Ciudadela, el reencuentro con su padre, la revista El Gueto y una historia que merece ser contada. | Por Alfredo Aráoz

Ramón.





“Era una mañana a fines del 97 y yo necesitaba conseguir un trabajo para dejar de pedir comida en la calle. Esa mañana salí a la vereda de mi casa, aquí en Ciudadela, cuando de lejos escuché una camioneta que se acercaba. La camioneta venía haciendo publicidad con parlantes. A medida que se acercaba la camioneta, escuché la publicidad: era de la zapatería Maipú, una zapatería que quedaba a la vuelta de mi casa, por la Bolívar. Cuando pasó la camioneta por la puerta de mi casa, se frenó y bajaron unos payasos. Me vieron y me preguntaron si quería trabajar con ellos para la zapatería. Teníamos que entregar folletos de la zapatería vestidos de payasos. Cuando los escuché hablar, me contaron que eran peruanos. Payasos peruanos en Tucumán. Me dijeron que fuera a la zapatería, me presenté al día siguiente, me dieron el trabajo y empecé a explorar un mundo nuevo: los dos peruanos y yo, todos vestidos de payasos, íbamos apretados en la camioneta repartiendo folletos de una zapatería del barrio por toda la ciudad. Todos metidos en la camioneta. Los peruanos y yo. Siempre los recuerdo: fueron ellos los que me maquillaron por primera vez. Fueron ellos los que me dieron mi primer disfraz: el traje, la pintura en la cara, la nariz y la peluca. ¿Sabés qué sentí cuando me puse el disfraz por primera vez? Que yo era otra persona, que yo podía ser otra persona, que nadie me conocía, que nadie sabía cómo era mi cara detrás del maquillaje. Nos fue bien con los payasos peruanos. Nos fue tan bien que me presentaron a Betilú, una animadora infantil que tenía un bloque en Elegidos, en el programa cuando el conductor era Pablo Campos, en el viejo Canal 8, sobre la Delfín Gallo. Ahí me puse el nombre. Ahí ya era el payaso Tonito por mi segundo nombre: Ramón Antonio Parientes. Así empieza mi historia como payaso y con la animación en fiestas infantiles. Lo que pasó antes y lo que pasó después, bueno, esa parte de la historia es un poquito más complicada”.


Ramón Antonio Parientes nació en Ciudadela hace 41 años y son por las calles de Ciudadela que Ramón camina esta noche de otoño. Está volviendo a su casa después de la entrevista con eltucumano en la YPF de Roca y Frías Silva donde Ramón pidió una Levité de naranja que casi no tomará. Tenía tanto que contar que no hizo pausas ni sorbos. Al sentarse en uno de los cómodos sillones junto al ventanal, Ramón dirá que no es de hablar mucho, que con su hermano Daniel con quien vive comparten la casa y también el silencio. Quizás, pienso, que ahora habitan el silencio porque es la misma casa donde hubo ruido, mucho ruido. Así empieza esta historia, entre gritos y botellas, la mañana que así recuerda Ramón: “Yo vivo con mi hermano Daniel. Siempre hemos sido de pocas palabras. Más ahora que nos hemos quedado los dos solos. Vivimos en la casa que nuestro padre nos ha dejado. Mi padre se llamaba Ramón Benito Parientes y ha fallecido hace dos años. Desde entonces a su muerte es difícil superarla para mí. Cada día se vive el vacío. Aún no supero ese vacío. Mi madre ha fallecido hace cuatro años, pero esa muerte ha sido una noticia lejana que no se ha sentido tanto. Sí se sintió cuando falleció mi viejo. Hay muchas cosas que extraño de él. No lo malo que hizo. Eso es lo que menos veo yo. Sino cuando empezamos a compartir después de haber estado tantos años distanciados, sin vernos. Cuando nosotros éramos pequeños, él tomaba mucho alcohol y los vecinos nos alejaron de él. Mi hermano fue a un Hogar, yo a otro Hogar y mi hermana vivió un tiempo con una vecina. Mi madre y mi padre tomaban mucho. No era una vida agradable por aquellos momentos. Toda la plata que mi padre ganaba iba para tomar. Por ahí peleaban los dos y yo solo pensaba en mi hermano menor, que no se acuerda casi nada. Mi hermana mayor fue la que más lo sufrió. Fue difícil nacer ahí. Pero más difícil iba a ser lo que iba a vivir después”.


Eva Perón llegó en tren a Tucumán en noviembre de 1948. Ante una Plaza Independencia desbordada anunció, entre otros beneficios para la provincia, que uno de los 20 hogares-escuelas para niños de 6 a 12 años iba a funcionar aquí, en la avenida Benjamín Aráoz al 800, al frente de la Facultad de Filosofía y Letras del Parque 9 de Julio. Uno de los miles de niños que vivieron ahí, en la década del 80, fue Ramón: “Ese fue mi primer Hogar, el Eva Perón, luego a los 13 pasé al Hogar Belgrano, estuve un tiempo en el Roca y otra vez en el Belgrano. Hasta los 21 viví así: entre el Roca y el Belgrano. Es bastante difícil crecer en Hogares porque terminás aceptando ese Hogar como tu propio hogar. Los que te rodean son como tus hermanos, pero no lo son. Y la pasé bravo en el momento de enfrentar a las burlas. Yo ya me veía diferente a los demás en el aspecto físico. Llegaba un punto en que las burlas hacían que yo me arrinconara solo y no pudiera adaptarme. La violencia me encogía. Muchos chicos venían de la calle, con problemas familiares, otros abandonados y hubo momentos en los que yo tenía que pelear y eso me molestaba. Me dolía. No sabía pelear. No me gusta la violencia. Nunca me gustó. Y la primera vez que tuve que pelear lloré mucho, pero vi que la única opción que me quedaba era enfrentarlos. Ahí aprendí que hay momentos en el que tenés que callar y hay momentos en los que te tenés que enfrentar para ganarte tu lugar. No queda otra”. 


Cuando Ramón era un niño, generalmente los fines de semana una familia tucumana pasaba a buscarlo del Perón. Lo llevaban a la casa de esa familia, a comer, a pasear. Algunas veces solo era los fines de semana y otras más tiempo, distintas casas en las que Ramón soñaba encontrar una familia: “Fueron distintas familias que tuve. Hubo momentos buenos, muchos. Yo viví con muchas familias. En esa familia yo tenía a alguien que consideraba como un hermano y que se había convertido en mi mejor amigo. Ambos teníamos un sueño: vivir juntos. Yo tenía esa esperanza. De quedarme a vivir con él y con su familia, pero no pasó eso. Cuando llegó el último día con esa familia, no me quería ir. Me aferré al marco de la puerta con las dos manos. Luché para que no me alejaran de esa familia y de mi mejor amigo. Que no me sacaran. Pero me llevaron. La última vez que viví con una familia fui yo quien tomó la decisión de irme porque viví algo que no me gustó. Mi tutor me empezó a gritar que yo estaba ahí porque mi padre era un alcohólico. Yo no soy bueno con las palabras para expresarme ni para defenderme de manera verbal. Cuando el tutor me dijo eso de mi padre, yo lloré mucho. Me fui a mi pieza golpeando para descargar la rabia, pero lloré mucho esa noche. Me dormí llorando. Y desde ahí cambió mi comportamiento. Era como una familia. Yo era el más chico. Los demás eran casi todos profesionales. Me consideraban como un hermano. Yo también los consideraba a ellos mis hermanos. Era nuevo para mí. Iba a la escuela, en la Jujuy cerca de La Florida, estudiaba, pero cuando me dijeron eso de mi padre me endurecieron. Y cuando pasó eso que dijo mi tutor sobre mi padre, me dio dolor, pero también me dio curiosidad: quería saber quién era mi padre. Yo viví poco tiempo con mi padre y había olvidado cómo era, cómo vivía. Pero mi padre no me quería en ese momento, no todavía”.


Luego de un intento por operarse las piernas para enderezarlas (“Mis piernas eran muy chuecas”), para solucionar un problema de postura y porque también se cansaba mucho al caminar cada dos cuadras, Ramón buscó a su padre: “Mi padre me mandó con mi prima, donde volvió a pasar lo mismo. La pareja de mi prima vino un día borracho y le pegó. Y reviví todo eso. Logré salirme y me refugié bajo un árbol. Mi prima salió, me abrazó, me consoló. Fue difícil revivirlo. Y son escenas que cuestan superar. Vivirlo no es lo mismo que oírlo. Son cosas que cambian a una persona y te encierran”, le cuenta Ramón a eltucumano y para pasar el mal trago hace un breve sorbo a la Levité naranja.   


“Finalmente volví a vivir con mi padre, pero yo sentía que no me quería. No quería que esté con él. Mi padre tenía una pareja y salíamos a la noche a buscar comida. Andábamos por la zona del Parque y pedíamos para comer. Esa pareja de mi padre me enseñó muchas cosas. Buenas y malas. Con ella aprendí a enfrentarme a la vida. Salía con días de lluvia o frío. Pedíamos comida o simplemente pan. Mi padre tomaba y si venía con algo de comida venía muy tarde. Ahí fue que tomé la decisión de buscar trabajo. Ahí fue que conocí a los payasos paraguayos y a la señora Betilú. Llegué a vivir un tiempo con ella y con sus hijos. Y empecé a animar fiestas infantiles con la señora Betilú porque eso es lo que ella también hacía: fiestas infantiles. De a poco me solté más, confié más en las personas, no era tan reacio. Si alguien se quedaba a mi lado, yo me quedaba. No me iba. O miraba a esa persona para ver qué hacía. Cuando usaba el disfraz de payaso, sentía que era como una capa. Pensaba: ‘No te conocen, no saben quién sos, no conocen mi cara’. Los sketches que hacía con Betilú era crear nuevos mundos. Por eso ahora hablo un poco más (ríe) porque conviví mucho tiempo con ella. Me ayudaron a volver a los estudios, pero nunca los terminé porque hay partes de mi vida que no las supero”, dice Ramón, mientras un joven en la YPF donde ocurre la entrevista está sentado al frente de Ramón, el joven simula sacarse una selfie, pero le está tomando una foto a él. Ramón no se da cuenta, concentrado en sus palabras y yo no le digo nada, pero le pregunto si se siente observado por la sociedad, si medir 1 metro 18 centímetros tiene ese precio: la mirada del otro.  


“Cuando camino solo, me siento observado. Y es duro. Es como que yo quisiera preguntar a esas personas: ‘¿Qué mirás?’. Siento esa mirada cuando camino. Me siento observado. La gente me mira como  si yo fuera una atracción. Y no lo soy. Yo miro a las personas que siento que se quedan mirándome y trato de sonreírles. Y los saludo. Aunque no me saluden, los saludo. Les muestro que no soy una atracción, que soy lo que soy: una persona. Cuando les sonrío, generalmente me sonríen. Sonreír es bueno. A mí me gusta sonreír, pero yo soy agrio. Perdón: en realidad no soy agrio. El trayecto de mi vida me hizo ser agrio”. 


Hubo un episodio que puso fin a las sonrisas que provocaba Ramón durante las animaciones infantiles: “Dejé de trabajar en la animación porque me pasó algo que me dio miedo y mucho enojo. Trabajábamos para unos políticos que habían organizado un show para el Día del Niño en Villa Amalia. Ese día, feliz de la vida yo porque tenía que animar, fuimos a un lugar donde yo no conocía. Llegamos a destino y me empecé a sentir nervioso, sentí que estaba todo mal. Suspiré, tomé coraje, fui al cuarto donde me tenía que cambiar. Hicimos la primera etapa y me costó hacer la segunda donde yo tenía que hacer de Dibu, el personaje de la tele. Y creo que elegir ese personaje fue una mala elección. Tenía una careta puesta de Dibu que era muy incómoda porque me quedaba grande. Cuando llegó la hora de dar por finalizado el show, hicimos el trencito. Siempre hacíamos el trencito para concluir el show. Y no recuerdo cómo pasó, pero sí sé que alguien me golpeó. Los chicos me golpearon mientras yo tenía la careta de Dibu. Me saqué la careta y casi agarro a un chico para pegarle. Me contuve y me fui a la traffic con mucha bronca. Me tragué todo eso, guardé todas las cosas, me senté en el último asiento de la traffic, la señora Betilú me recriminó por qué hice eso, yo le discutí porque también había aprendido a discutir, pero ese fue el final, esa fue la última vez que animé. Nunca más volví a animar. Si lo agarraba al chico, lo golpeaba. Era mi única meta. De ahí decidí no animar más. Y me separé de la señora Betilú”.


Suena Noviembre sin tí, de Reik, en la YPF de avenida Roca y Frías Silva. La entrevista con Ramón Antonio Parientes va llegando a su fin. Pero no puede terminar sin la etapa de Ramón como duende de El Gueto, una revista de humor absurdo de Juan Carlos El Chapa Mon, quien le dio trabajo para que vendiera revistas en los bares tucumanos y con quien formó una amistad que trascendió a la revista: “Fue una linda etapa con el Chapa. Yo no estaba bien en ese momento. Sentí que había tocado fondo cuando me perdí en una ruta, pasó un taxista, me acercó a mi casa, encontré a mi padre sentado en la cama, me acerqué, lo abracé y le dije: ‘Te quiero’. Y me acosté a dormir. Desde ese día las cosas empezaron a cambiar. Mi padre consiguió trabajo: le ofrecieron cuidar una construcción en la calle Rioja y yo me volví a encaminar. En la obra, ya me había hecho amigo de la kiosquera y ahí fue cuando veo acercarse a un chico y me hace un comentario. Ese chico era el Chapa Mon y me comenta que estaba haciendo Chapa y Pintura, dos personajes de la revista El Gueto. Y fue asombroso. Con el Chapa descubrí que había otro como yo. Me mostró otro tipo de clase social. Con él empezó otra aventura. Me dijo que tenía un amigo que se llamaba Víctor. Yo no sabía que Víctor era como yo y los dos vestidos de duendes salíamos a vender las revistas y a actuar en las fiestas de El Gueto que era una locura. El Gueto fue un momento de felicidad. En una fiesta vi cómo se iba mi sombrero de duende. Pero no olvido esos momentos. Conocí amigos. Sí, amigos (se emociona) que no pensás tener. Y cuando paso por alguno de los bares pienso: ‘Por aquí anduvimos’”. 


Antes de que Ramón me invite a acompañarlo hasta su casa en el pasaje Campo de las Carreras, antes de que caminemos en este viernes a la noche de Ciudadela por la calle Libertad, antes de que compre un cuarto de alimento para su gato, antes de que vuelva a la casa donde vive con su hermano Daniel, antes Ramón dejará una reflexión: “Sé que hay cosas que uno no supera y por eso toma decisiones malas. Pero a las personas hay que tratarlas como personas. Con El Gueto, con Juanca, con El Chapa, yo conocí a un hermano. Y con él compartí esto que te voy a decir: en algún momento uno se encuentra en el fondo del océano y decide si se queda en el fondo o  nada hacia la superficie y busca la tierra. Eso está en uno. Aunque nos cueste, tenemos que nadar. A veces con el último suspiro, con la última gota de aire, nos elevamos. Así es la vida. A veces vamos a estar muy bajos. Pero eso es necesario. Ahí, en el fondo, vemos la realidad, vemos las diferencias en la sociedad. Hay mucho rechazo en la sociedad. Contra eso también la remo, a pesar de las diferencias que hay. Siento, percibo a esa gente que te mira y te sonríe y también a otra gente para la que no sos nada. Yo aprendí que ante el Ser Supremo somos iguales. Nadie es más que el otro. Por más que seas drogadicto, alcohólico, o no tomés. Somos iguales. ¿Por qué? Porque uno tiene sentimientos. Si te ponés en el lugar del otro, lo vas a entender. No sos superior. No sos diferente. Sos igual. La diferencia es que a vos te han encaminado, al otro no. A vos te rechazaron, al otro no”, se despide Ramón y llegamos a la puerta de su casa en el pasaje. Al frente, un niño con la camiseta naranja de San Martín marca Brisa le limpia el taxi a su padre. Lo ve a Ramón mientras le pasa el paño al parabrisas y le dice: “¡Eh, Ramón! ¿Cómo andás?”. Con una sonrisa, eso le dice el niño a Ramón.


Ramón hoy.

Ramón y El Gueto.