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Conocer el cielo tucumano y sentir el vacío

Crónica

Como en medio de un oasis, Ampimpa se abre al mundo por la mirilla de un telescopio. Luna encendida y fiesta de luces en uno de los mejores cielos del país. Por Leopoldo Silva.

Foto: Lisandro Cañueto.





fija en tu memoria esa enseñanza del paisaje

José Watanabe

 Existe un pueblo donde nunca llueve. El sol, la banda sonora permanente. Un crujido de luz que sus mil habitantes escuchan, sin pausa, todos los días. 

Enclavado sobre la ruta que une Amaicha con Tafí del Valle, Ampimpa es un paisaje que le escapa a la metáfora. Aquí un día sale el sol, al otro también y al otro igual; así todo el año.

Pero a diferencia de la monotonía diurna, una noche nunca es igual a otra. En Ampimpa, hay algunas noches que se pueden ver lluvias de estrellas fugaces bailando en el cielo. En otras, se ve el brazo de la vía láctea brillando como si fuera una guirnalda que cuelga de las montañas.

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En 1985 Alberto Mansilla era profesor en el Colegio Nacional de Tucumán. Aquel año era especial y él tenía un sueño. El Cometa Halley iba a estar casi rozando con nuestro planeta y junto a un grupo de científicos quería tomarle una foto. Para eso salieron en busca del mejor cielo de la provincia.

Ese clima seco era una ventaja. Habían encontrado una carpa hecha de montañas y sumado a que no existía contaminación lumínica, los cielos de Ampimpa eran los mejores.

Pero aquel lugar parecía inaccesible. No sólo por las piedras y cardones, que repetidos por el valle parecían meteoritos, sino porque en Ampimpa no existía la posibilidad de comprar terrenos. Al ser territorio de pueblos originarios, era la comunidad la que debía autorizar la concesión de tierras. Ese fue el primer desafío.

Después de negociaciones, la asamblea pactó cederle las tierras a cambio de que eso tenga beneficios para el pueblo. Querían que genere puestos de trabajo.

Consiguieron sacar la foto y formar parte de un proyecto de la NASA. El campamento inicial no eran más que unas cuantas herramientas vigiladas por el primer colaborador local que tuvo la expedición: Julio Nieva, el sereno. Tenía 25 años y los ojos deslumbrados con esos aparatos para ver el cielo que debía cuidar.

De a poco, el campamento científico se fue convirtiendo en un observatorio: instalada la cúpula y el telescopio, una cabaña a la vez, construyeron las suficientes para albergar a cincuenta personas. Querían que tenga un fin educativo. 

Foto: Leopoldo Silva

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Del grupo de la foto al cometa, los únicos que continúan son Alberto y Julio. Los días de semana reciben colegios de todo el país que llegan a conocer el cielo. Los fines de semana funciona para público general. Así, más algunas expediciones científico - turísticas que organizan se financian (al momento de mi visita Alberto, entre cuevas de hielo y géiseres, me contesta mis dudas desde Islandia. Está haciendo reconocimiento de terreno para la excursión que hará el observatorio más adelante).

Cuando los pobladores de Ampimpa van terminando su jornada -los hombres a la construcción y las mujeres a tareas domésticas y en pequeños comercios- en el observatorio se alistan para comenzar las actividades. Hoy parece que Dios se olvidó apagar un reflector: es la luna. Está llena y escupe una luz potente.

Somos catorce: han llegado un grupo de cinco amigas cordobesas, dos familias sanjuaninas con hijos y una pareja de Santiago del Estero. Antes de la cena nos proyectan un video; es una breve introducción a la astronomía. Casi una hora de entender poco y asombrarse mucho. El comedor es el punto de encuentro del observatorio, aquí comemos y solamente aquí hay enchufes para cargar celulares. 

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Cuando estamos terminando de comer, es Don Julio Nieva quien nos llama desde la puerta. Ahora tiene 62 años, maneja el telescopio y se encarga de decidir, según el día, qué es lo ideal para observar. Para eso primero mira el cielo. Lo hace como quien mira el patio de su casa. Cada noche es un mundo: cuando la luna está así, no se pueden ver muchas estrellas, pero sí los planetas. Por eso arrancamos por Saturno, el único con anillos visibles desde la tierra. El ojo inaugura una forma que antes sólo había sido vista en afiches. El bautismo planetario alborota a las amigas cordobesas mientras Julio mueve el telescopio. Seguimos con Júpiter.

Foto: Lisandro Cañueto

Es media noche cuando toca la luna. Verle el contorno conmueve. Ese filo que marca el límite es como agregarle una dimensión más; una que la hace más palpable. Parece un grano de sal gigante, una piedra luminosa con cráteres. Hay quienes miran con lentes de sol para no ser encandilados. Julio está subido en la cúpula y apunta; la luz de la luna le enciende el rostro. 

Después vamos a descansar. Hay cabañas repartidas por todo el valle. Cada una tiene nombre de galaxias. Los que quieren hacer más observaciones deciden reunirse a las cuatro en la cúpula. Julio los esperará para ver algunas estrellas.

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El sol está queriendo salir. El humito de un caño escape despabilándose anuncia la despedida. Los que vinieron a pasar la noche, se van. Las familias de San Juan y las amigas de Córdoba son el eco que al cerrar sus baúles retumba en los cerros.

Cuando parecería no haber más motivos para quedarse en Ampimpa aparece Jonathan preguntando si quiero ver el Sol; que tienen un telescopio especial para esto.

Jonathan tiene veintitrés años y hace cinco que trabaja aquí. Conoció el observatorio cuando con la escuela de Amaicha los trajeron. Dos veces en la primaria y dos en la secundaria. Le gustó mucho. A los dieciocho arrancó a trabajar: primero en la cocina y después pasó a mantenimiento. Le interesó la astronomía y ahora está dando sus primeros pasos como guía. Se encarga de mostrar el Sol. ¿Qué si está siempre igual? Nooo, si hay llamaradas solares. Solo hay que mirarlas. Abre la cúpula, apunta el telescopio y me dice que me fije.

El efecto de la insignificancia en el cosmos escapa a todo adjetivo. Es una sensación; algo más cercano a un vacío que el cuerpo y la mente sienten a la vez. Algo que difícilmente se sostenga mucho tiempo, un chispazo que es interrumpido por otros pensamientos. 

Casi todos los jóvenes se tienen que ir del pueblo. A la ciudad o a otras provincias porque no hay trabajo. Su padre, como muchos originarios de Ampimpa, vive en Tierra del Fuego. Pero Jonathan fue, no le gustó. Volvió y se quedó en Ampimpa; como si una fuerza de gravedad mayor de estas tierras lo llamara. Aquí se siente. Sabe que en dos años a Julio le tocará jubilarse y alguien deberá ocupar el puesto de guía nocturno. 

El calor, como un golpe de realidad, me hace querer despedirme de este paisaje. El sol ya empieza a sonar agudo.  Durante estas horas Ampimpa será un puñado de casas vistas desde los autos que pasen rumbo a Cafayate o Amaicha. Será también, la cúpula del observatorio y sus trabajadores que estarán preparando todo porque a la tarde llegan cincuenta alumnos de la capital. ¿Y a la noche? A la noche habrá luces, seguro.

Foto: Leopoldo Silva