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Carlos Argentino Acuña, el granadero tucumano que luchó en Malvinas

Malvinas, 40 años

Participó del combate más cruel de la guerra, lo hirieron en el campo de batalla, fue custodia de Alfonsín y de Menem. Carlos Argentino Acuña fue uno de los ocho granaderos de todo el país que combatieron en Malvinas y esta es su historia.

Carlos Argentino Acuña y su boina de combate





No recuerda si lo vio por primera vez en alguna lámina escolar cuando era changuito. Acaso lo confundió con ese uniforme que ceñía el abdomen prominente del Sargento García. Después de todo, comparten el azul y el rojo y el correaje blanco cruzado en el pecho por sobre el hombro izquierdo. Pero la imagen en blanco y negro que le devolvía la pantalla no permitía esas distinciones cromáticas. En Leales campo adentro, el séptimo de los diez hijos de la familia Acuña caminaba varios kilómetros para cargar la batería con la que encendía el televisor donde veía los capítulos de El Zorro. Ahora, en el barrio Rosa Mística, muy cerca de ahí donde nació y se crio, ya no hay tantas fincas como entonces, la urbanización es precaria, pero no faltan ni la luz ni el agua potable en las casas. Acá las noches son tranquilas, invitan a dormir el sueño de los justos. Solo a veces, el coro nocturno de grillos se interrumpe cuando un caschi sale al cruce de un motociclista por el camino de ripio o al gallo de la cuadra se le adelanta el reloj o un parlante vecino escupe una cumbia. Solo algunas noches sueña Carlos Argentino Acuña y en esos sueños nunca viste el uniforme de granadero, sino el verde oliva. Está en su posición en Monte Longdon y una bengala resplandece en medio del caos de la metralla y las bombas y los gritos y la noche y el frío y el estallido y, de pronto, el eco sordo del silencio final. A veces sueña, pero no necesita soñar para volver a Malvinas. 

Era pobre, tenía casi 19 años y nunca había salido de su pueblo cuando recibió la convocatoria a cumplir con el servicio militar obligatorio en aquel enero de 1982. La citación no pudo haber llegado en peor momento: el día anterior había fallecido su madre. Su padre era policía y no le habría permitido faltar al llamado de la Patria. Partió y su primer destino fue Junín, pero, a los pocos días, le permitieron volver junto a su familia. Cuando se reincorporó, lo sumaron al Regimiento de Granaderos a Caballo. “Esa fue una alegría. Me gustaba porque vi tantos colores en el uniforme… Era una cosa rara para mí”, cuenta ahora con voz pausada y calma. Entonces no sabía que semanas más tarde lo iban a trasladar a Malvinas. De los más de 12500 soldados conscriptos de todo el país que participaron de la guerra, sólo ocho eran granaderos y él fue uno de ellos. El único de Tucumán. 

Carlos confiesa que no sabía nada de Malvinas cuando le avisaron que lo llevaban a las islas. Las tropas inglesas continuaban avanzando sobre las posiciones argentinas y necesitaban con urgencia más soldados. Él fue como abastecedor de ametralladoras Mag. Entre oficiales y conscriptos eran como sesenta y viajaron de noche en un avión pequeño para eludir la acción de los radares enemigos: “No querían arriesgar más soldados para pasarlos por el mar porque los detectaban los radares de ellos y era muy peligroso. Volamos tres veces desde Río Grande y tuvimos que volver porque los radares nos detectaban y nos empezaban a tirar. Así que nos dijeron: bueno, esta es la última vez que pasamos o caemos en el agua”. 

Los soldados recién llegados pasaron la noche en el hospital de Puerto Argentino y, cuando despertaron, uno de los oficiales les dijo: “Vengan a ver adónde han venido”. Ese fue su primer contacto con el espectáculo bélico. La guerra era eso que sucedía ahí afuera, apenas una antesala del horror que conoció después: “No se cortaban los tiros de ametralladora y las bombas… He sentido miedo, pero bueno, ya estaba ahí y tenía que seguir adelante. Al otro día, cuando nos llevaban en camiones para las posiciones, pasaban los helicópteros de ellos y nos tiraban. Ahí perdimos las mochilas por cubrirse tras las piedras y al final nos llevaron caminando”. 

A la hora de revisar lo vivido aquellos días, no encuentra en su memoria fechas precisas, apenas algunos nombres en inglés que le permitieron tiempo después trazar su recorrido hasta el lugar donde se desarrolló la batalla más cruenta de la guerra. Recuerda su paso por “Moody Brook” (la traducción literal es “Arroyo caprichoso”). Recuerda cuando tuvo que donar sangre de hombre a hombre en pleno campo de batalla: “Me tiraron en el pasto a la par de un soldado que estaba herido para hacerle una transfusión. Ahí me gané una taza de leche caliente y un pedazo de dulce batata”. Recuerda aquella noche iluminada por bengalas que bajaban lento del cielo, frenadas en su caída por un pequeño paracaídas. Recuerda astillas disgregadas de aquel infierno con el que todavía sueña algunas veces y que ahora elige, no sin algún esfuerzo, nombrar: Monte Longdon. Recuerda la bomba que revienta estentórea, las esquirlas que rebotan en las piedras y rasgan las carnes, un compañero que grita “no me dejen, soy Vega, estoy herido”. Después, una película confusa que transcurre en mute. Después, nada más. 

Cuando lo trasladaron a Puerto Argentino, Carlos estaba completamente sordo y con principio de congelamiento. Del momento en que supo de la rendición guarda una postal difusa, pero contundente: “Me acuerdo que, a pocos metros, estaba la bandera argentina que habían izado cuando llegaron y tenía el mástil ladeado”. En helicóptero hasta el rompehielos Almirante Irízar. De ahí al Hospital de Comodoro Rivadavia y desde ahí al Hospital Militar Campo De Mayo fue el periplo que marcó su regreso al continente. Mientras, en Tucumán, su familia no sabía cuál había sido su destino. 

“Era muy triste porque en el hospital había muchachos a los que les habían cortado las piernas por congelamiento, cortado un brazo o cortado una oreja porque las bombas desparramaban las esquirlas por todos lados… Fue muy duro”, cuenta el hombre de 59 años acerca de esos días en que estuvo recuperándose sin recibir más visitas que la de los jugadores del Club Social y Deportivo Loma Negra, enviados por la multimillonaria Amalia Lacroze de Fortabat con regalos para los soldados internados: “Daban entonces los grabadores grandes, con cassette. Y yo quería un grabador para escuchar música, pero me tocó un reloj porque ya se les habían acabado”. Una chica lo vio solo y le preguntó si tenía algún familiar a quién avisarle dónde estaba. Recordó la dirección de una de sus hermanas que vivía en Buenos Aires: “De ahí se va tarde en la noche y le avisa, entonces mi hermana se vuelve loca, se quería ir para el hospital esa misma noche nomás”. 

Al salir del hospital, era un fantasma que deambulaba por una ciudad desconocida. Así lo recibieron en el regimiento de granaderos: “Me dieron el alta y me mandaron al regimiento con el casco en la mano. Yo no conocía nada, cuando me incorporaron al servicio militar no conocía San Miguel de Tucumán, te imaginás que menos Buenos Aires. Me mandaron así, a la deriva, y me presenté en la guardia del regimiento. ‘¿Qué hace usted aquí?’, me preguntó un oficial. Ya habían dado misa por mí… Me daban por caído”. Le dieron quince días de vacaciones para visitar a sus familiares en Leales. Cuando volvió, le hicieron jurar a la bandera en el despacho del jefe del regimiento y le dieron la baja. 

La humedad, implacable como el tiempo, avanza sobre las paredes del comedor de la modesta casa donde viven Carlos Argentino Acuña y su esposa. A su paso, forma un mapamundi irregular que invade los cuadros en los que descansan el diploma de aquella jura a la bandera y el que le otorgó el Congreso de la Nación como héroe de guerra. También hay algunas fotos teñidas con el sepia de los años. Si uno se acerca a una de ellas, se aprecia una sobremesa que tiene en el centro de la escena al ex presidente Ricardo Alfonsín con cara de pocos amigos y la mirada perdida secundado por dos hombres de traje. Vestido de blanco impecable, Carlos le sirve champagne. Después de Malvinas, el tucumano ingresó a la policía federal como personal civil y lo designaron para ser parte de la custodia presidencial. Estuvo en el puesto durante la presidencia de Alfonsín y el primer mandato de Carlos Menem. Días antes de la rendición argentina en las islas, Carlos había luchado en la batalla más feroz y había sido herido en combate. Sin embargo, en la Quinta de Olivos nunca le permitieron portar armas. Nunca le explicaron por qué, pero él sabe que fue por pasado en Malvinas.

De esos años en que su trabajo consistía en cuidar a los primeros presidentes del regreso de la democracia, recuerda algunos asados compartidos con Alfonsín, partidos de fútbol en las canchas de la quinta presidencial y el día que su puesto estuvo en peligro tras la huida de los perros de la primera dama Zulema Yoma. “Contaba cada chiste el Doctor Alfonsín… toda la custodia se tenía que reír de los chistes que hacía, se mataban de risa. Eran chistes que no pegaban con nada, pero te tenías que agarrar el estómago y reírte porque eras de la custodia. Él nos trataba muy bien y era muy respetuoso, nada que ver con el Doctor Menem porque él era más cachafaz ¿viste? agarraba el auto, la moto y salía y la custodia debía seguirlo para donde iba. Alfonsín nos informaba todo, pero Menem llegaba al portón y decía levantá la barrera que me voy y tenías que seguirlo… Además, no te imaginás los autos que él tenía, nada que ver con los nuestros. No lo podíamos alcanzar”, cuenta con una sonrisa bonachona que se le estira en la cara y ojos achinados.

Pero Carlos no estaba hecho para el vértigo de la gran ciudad y decidió volver a su provincia. Pasó de custodiar a los presidentes de la Nación a trabajar como mozo en un bar de San Miguel de Tucumán. Acá se unió al centro de veteranos de Malvinas y comenzó a militar en tiempos difíciles. La marginación, el stress postraumático, el suicidio de muchos compañeros y el poco reconocimiento de un Estado que les brindaba, apenas, pensiones de hambre, marcaron el período que ellos llaman de “desmalvinización”. Ante ese panorama, los veteranos de guerra tucumanos establecieron vínculos de solidaridad entre pares y se cargaron la causa Malvinas sobre los hombros para apadrinar escuelas, dar charlas y hacer colectas para ayudar con iniciativas solidarias. En ese tiempo, durante muchos años, Carlos Argentino Acuña fue el abanderado del centro que actualmente preside Enzo Toledo. Entre los veteranos, lo conocen como “El Granadero”. 

Lejos de cualquier actitud marcial, Carlos Argentino Acuña es un hombre de andar y decir pausado, de cara redonda y gesto campechano que parece siempre dispuesto a sonreír. Tiene una mirada clara que transmite tranquilidad. Entre los cuadros que colman de recuerdos la pared de su casa, hay una foto que resiste, estoica, los embates de la humedad: se lo ve parado firme con el traje impoluto de granadero. Esa fue la única vez que lo dejaron posar con el uniforme del Regimiento de Granaderos a Caballo, la división militar creada por el general José de San Martín en 1812. La imagen no es de antes de la guerra. Tampoco de lo que vino inmediatamente después de ir a Malvinas y resultar herido en el campo de batalla. La foto tiene apenas diez años y retrata uno de los días más felices de su vida, cuando sintió la emoción de vestir el traje de la patria. Al igual que la estatuilla que descansa sobre el aparador y que parece una figura de acción coleccionable, acaso un muñeco vintage. Esa que Carlos mira ahora con los ojos encendidos de un niño encandilado por un juguete detrás del escaparate.

- ¿Qué significa para vos el vestir el uniforme de granadero?

- Significa mucho orgullo. Me encantaría tenerlo, ojalá algún día pueda... Me encantaría lucirlo a mí uniforme de granadero porque lo siento mío.

- ¿Habías soñado con usarlo algún día?

- No… A mí me ha tocado trabajar en la policía y ser granadero, que es lo máximo. Acá nosotros no teníamos luz cuando éramos chicos, vivíamos en medio del monte y después llegar a ser custodia del presidente… Porque yo nunca he pensado salir de aquí, del campo, y decir voy a ir a la a la quinta presidencial o a la Casa de Gobierno… Eso es algo muy, no sé, tremendo.  

- ¿Qué es Malvinas para vos hoy en día?

- Y… todo. Yo volvería a las islas, sin dudarlo.

- ¿Por qué?

- Como que mi corazón o mi alma se han quedado en deuda con eso. Y quisiera ver los lugares donde están los héroes de Malvinas, los que han quedado allá.

Cuando le preguntan si se siente un héroe, al igual que cualquiera de los compañeros, siempre responderá que los únicos héroes son aquellos que quedaron en Malvinas. Como una especie de karma, acaso un estigma, tal vez un prodigio, Carlos Argentino Acuña carga por siempre con la marca del gentilicio. Azar, fatalidad, estrella o destino. Él no lo sabe, pero sonríe.