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El viaje a la nostalgia de un pedacito de Tucumán en Buenos Aires

Historias de acá

Décadas después del exilio obligado por el cierre del ingenio, los santaluceños arman una fiesta para recordar su tierra. En Moreno, brotan los recuerdos y las lágrimas de los tucumanos: "sabés cómo lloraba cuando los porteños me decían cabecita negra".

Una reunión cargada de nostalgia y amor por el terruño.





He aquí me echas hoy de la tierra,
y de tu presencia me esconderé,
y seré errante y extranjero en la tierra.

(Génesis 4:14)

 

“Todo es lindo allá”, dice un hombre en un salón de una casa quinta en Moreno, el partido del oeste en el segundo cordón del inmenso conurbano bonaerense. A su lado, desfilan algunos mozos con bandejas de empanadas. La fiesta es de opulencia gastronómica: el locro, apenas una entrada. Luego viene el costillar. Todo regado con vino, cervezas y gaseosas. Cada quien trae su plato y sus cubiertos. Se cobra una entrada, que apenas logra cubrir los gastos. O a veces ni eso. El que no tiene, el que anda en la mala con sus números, es recibido con los brazos abiertos. Nadie se acercará a cobrarle.

El allá que menciona el hombre, al que muchos añoran volver; el allá construido -y reconstruido mil veces por la memoria- es Santa Lucía, el pueblo del sur tucumano. Y lo que está comenzando con la lentitud de las buenas fiestas, mientras unos chicos corren por el parque, es el Sexto Encuentro Santaluceño. Afuera de la casona, arriba del portón de entrada, cuelga un pasacalle con la siguiente frase: “Santa Lucía en Buenos Aires. Anécdotas. Recuerdos. Nostalgia”.

“La idea comenzó con un asado en casa y mirá esto...” dice Freddy Cabrera, que gestó todo el encuentro. Aquel primer asado fue en su casa de Merlo hace una década, con apenas siete comensales. Al año siguiente, ya eran quince. Todos de Santa Lucía. En 2017, llegaron a 62. “Ahí mi señora me dijo: ‘¿Vos pensás hacer esto todos los años? Acá olvidate’”, recuerda el hombre, que llegó del pueblo a mediados de los 70 y acaba de jubilarse como personal civil de la Fuerza Aérea en el Servicio Meteorológico.

Ahora Freddy está relajado. Ya pasó el estrés de recibir a los más de 120 invitados a la fiesta. En algún momento, mientras un grupo tocaba Luna Tucumana, él y otros tantos se subieron al escenario. A grito pelado cantaba esos versos que ningún tucumano desconoce, mientras las lágrimas le iban formando un surco que llegaba hasta la pera.

 

***

Hay miles de exiliados tucumanos en Buenos Aires. Pero sólo los santaluceños tienen una fiesta en la que el pago es devoción. Las razones no sólo están en el empeño de Cabrera por reunirlos a todos. O, al menos, no es la única.

En 1966, la dictadura de Juan Carlos Onganía cerró once de los veintisiete ingenios de la provincia. Uno de ellos fue el Santa Lucía. El año anterior, la Compañía Azucarera Santa Lucía S.A. -así era su nombre en ese momento- había tenido su momento de mayor bonanza: 457 millones de kilos de caña triturados por los trapiches. Una producción de 37 mil toneladas de azúcar y nueve millones de litros de alcohol.

Cuando llegó el cierre, no hubo más vapores en las máquinas. Todo eso dejó de existir. La diáspora fue tremenda. Miles de tucumanos -una cuarta parte de la población- emigraron a los grandes cordones suburbanos de Buenos Aires. Miles de familias disgregadas. Miles de nuevos pobres que engrosaban, en algunos casos, las nuevas villas miseria, un neologismo que años antes había inventado el periodista Bernardo Verbitsky. 

Según el Censo Nacional de Población de 1970, Santa Lucía tenía 2.734 habitantes, indica Ana Sofía Jemio, socióloga y doctora en Ciencias Sociales (UBA) en su libro “El Operativo Independencia en el sur tucumano (1975-1976). Las formas de la violencia estatal en los inicios del genocidio”. Los estragos de la migración masiva son detallados en su libro. “La suerte que corrieron los ingenios cerrados fue dispar. En todos los casos, hubo algún intento de resistencia, pero varió sensiblemente la duración. En algunos, la migración masiva hizo estragos, quedaron pueblos fantasmas. Santa Lucía y San José, entre algunos pocos, sostuvieron conjuntamente el reclamo por muchos años, hasta el golpe de Estado de 1976. La organización sindical, tanto en Santa Lucía como en San José, se sostuvo para los trabajadores de surco que siguieron levantando caña y fue un lugar de referencia mantener la resistencia”.

Al castigo del destierro, se le sumó otro. Los que se quedaron sufrieron el de la violencia, con el Operativo Independencia en 1975, el inicio del horror del genocidio en la Argentina. “Santa Lucía fue un bastión histórico del PRT-ERP en la provincia y la zona de contacto más próxima de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez. Aunque hubo más víctimas en 1976, en Santa Lucía también secuestraron a muchas personas en 1975: es la localidad que más víctimas tiene en todo el sur de la provincia (106)”, señala la investigación.

 

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“Yo manejaba el trapiche en el ingenio”, cuenta Antonio Cruz, al que en el pueblo -y en esta fiesta- todos conocen como “El Loco Trina”. Está sentado junto a Ricardo “El Ñato” Gutiérrez. Son amigos. Tan amigos que viajaban siempre de Santa Lucía a la ciudad los sábados, cuando cobraban, para ir al cine y comer afuera. “Mi mamá me decía: ‘Andá a un restaurante. Fijate cómo viene el mozo, cómo agarra la gente los cubiertos… Tenés que aprender esas cosas. Éramos muy gauchitos nosotros. Siempre con él”, dice “Trina” mientras señala a su amigo.

Si alguien quiere saber cómo es el adn del humor tucumano, debe sentarse un rato con esta dupla. Forman un contrapunto exquisito. Cruz es explosivo con los comentarios. Y Gutiérrez acota con timidez; deja pinceladas de humor. Y se ríe con los ojos con las ocurrencias de su amigo. Cuando aparece una amiga en común que se llama Selva, “Trina” remata en el momento justo: “Ahí viene Selva Negra”. Y así todo el tiempo.


-¿Cuánto tiempo trabajaste en el ingenio?

- Desde los 14 hasta que cerró. Yo soy de 1937. Ahí llegó el descontrol social porque el ingenio era la fuente principal de todo. Era un pueblo con generaciones viviendo ahí. Vos, tu papá y tu abuelo… Todos del lugar. En la época buena había unas dos mil personas, sin contar las colonias. Imaginate un hombre, que tenía trabajo y dos o tres hijos en la escuela. No le alcanzaba para comer después del cierre del ingenio.

- Al tiempo decidiste venirte a Buenos Aires…

- A Lanús. Comencé a trabajar en una química, que hacía aceites industriales. Ahí conseguí un terreno, me hice mi casa y me jubilé. Tengo dos hijos y cuatro nietos.

- ¿Qué extrañas de Santa Lucía?

- Tengo todo en Santa Lucía.


Gutiérrez lo escucha con atención. Su historia es diferente. Él trabajó poco tiempo como temporario en el ingenio, cuando era menor de edad. Después, lo hizo para una empresa contratista, con una encaladora. Luego aprendió a soldar y se fue a Neuquén. Trabajó para YPF más de una década hasta que, finalmente, llegó a Hurlingham.

 

- ¿Costó ese desarraigo? De Santa Lucía al frío de la Patagonia.

- Sí, además yo andaba solo porque mi familia se quedó en Tucumán. Muchos no lo lograron. No tenían ánimo para ser fuerte.

- ¿Vos también pensás en volver?

- Una vez, fui a Monteros de vacaciones. Cuando terminaba mi viaje, le dije a mi hermano: “Por ahí me quedo a vivir acá...” Él me contestó: “En estos diez días que estuviste ¿algunas de tus sobrinas -sus hijas- vinieron a saludarte? No. Vas a venir contento y nadie te va a dar bola. Estás bien allá. La gente te quiere. Quedate nomás”. Tiene razón. Yo quiero que lo quieran a él -dice, mientras señala a su hijo, con una discapacidad y en silla de ruedas.

 

***

El cielo es una gloria en este mediodía. Pende bajo mientras la fiesta se anima. A un costado, un hijo de Freddy está en los fuegos. Hay 50 kilos de carne, 600 empanadas y una olla de 50 litros llena de locro. Un grupo prueba sonido para comenzar con el show de la tarde.

Adentro, en el salón, Dante Robles ocupa una de las mesas con su familia. Llegó desde Pacheco para el encuentro. Si la infancia es el territorio perdido en el que nos refugiamos de adulto, el de Dante está ubicado en Santa Lucía. Dejó el pueblo a los 11 años, con un hermano mayor -eran 15 hermanos- que lo llevó en tren de colado porque no podían pagar dos boletos. Tuvo una vida dura. Su mamá, que juntaba limones, los crió sola. 

Hoy tiene 52 años, cinco hijos, una esposa con la que está hace 30 años y una empresa de marmolería en San Fernando. “Llego a Santa Lucía y se me pone la piel de gallina”, dice Robles, que en Buenos Aires terminó la primaria.

 

- ¿Cómo era la vida en Santa Lucía cuando eras un chico?

- Muy dura, pero linda. Mi mamá fue mamá y papá. Fue excelente. Mala. Muy mala. Esas mujeres de campo. A pesar de todo, extraño mucho. Los amigos, la infancia…

- ¿Qué extrañás?

- El caballo, hacer travesuras por el surco con los amigos, los juegos sanos. Era una vida simple. Yo intento enseñarles a mis hijos a valorar. Allá no tenías azúcar para el mate cocido y siempre alguien te daba.

- ¿Acá no?

- No conocés al vecino que está al lado.

- ¿Te costó ese cambio?

- Sabés las lágrimas que yo lloré. Sabés cómo lloraba cuando los porteños me decían cabecita negra. En esa época se usaba mucho. Había una discriminación más abierta. Era triste porque todos somos iguales. Y todos vamos para el mismo lado.

 

Dante añora esa niñez, pero dice que no volvería al pueblo. Entre las “cosas malas” que recuerda menciona a un padre maltratador y la “época de los militares”. “Vivíamos al lado de la cancha y esa época era brava. Hasta el día de hoy, yo veo un miliar y me asusto”, recuerda. Aquello que menciona de ser agradecido intentó practicarlo. Donó para la iglesia del pueblo un altar, la pira bautismal y una crucecita; todo con el material de su marmolería. Desde que murió su mamá, no volvió más al pueblo.

 

***

El grupo folclórico sigue con su repertorio. Pasan los clásicos infaltables: Al Jardín de la República y Nostalgias Tucumanas. En una tarde de domingo y en este encuentro, quizás los versos de Atahualpa Yupanqui cobran su sentido más cabal. Quién pudiera volverse para los cerros ¡ay, ay de mí!

“Vení, vamos afuera que acá hay mucho ruido”, propone Ángel Miguel Navarro. Estudió arquitectura en la UNT, fue docente en la misma facultad de la UBA y es especialista en arte, en especial en dibujos antiguos. Vivió en Italia y Holanda. Actualmente, trabaja en el Museo de Bellas Artes clasificando colecciones poco conocidas. 

Dice que la nostalgia es una cosa extraña: “Santa Lucía siempre estuvo en nuestra mentalidad. Es una parte importante de mi biografía. Yo fui a la escuela con muchos de los que están acá”.

 

- ¿Por qué dice que en Santa Lucía se vivía en el siglo XIX y no en el XX?

- Era un modo de vivir sencillo. Una vida primitiva de un pueblo azucarero. No había teatro ni un cine permanente; ninguna de esas cosas de la civilización y de la evolución urbana que sí había en San Miguel de Tucumán. 

¿Pensás cada tanto en esos años tan distintos a los que vivís ahora?

- Yo en Buenos Aires vivo solo. Siempre digo: “Cuando sea viejo, me voy para Santa Lucía”. Mis hermanos me contestan: “No lo va a ir a visitar nadie”. ¡Mejor! -se ríe.

- Tucumanos exiliados hay miles. ¿A qué se debe que sólo los santaluceños tienen una fiesta así?

- Era casi un mundo ideal. El ingenio tenía dueños, pero era una sociedad anónima. Eso cambiaba el panorama. Lo sentíamos como si fuese nuestro.

- ¿Eso produjo tanto arraigo con el pueblo?

- Calculo que sí. Cuando cierra la empresa, no había quién recoja la basura ni dé leche a los chicos. El hospital y la escuela sí funcionaban, pero el resto no. Ese sentimiento de pertenencia ha seguido, construyó esta especie de red invisible, que mantiene a los santaluceños juntos. Ahí tenías todo. ¿Necesitabas que te pinten la casa? El ingenio mandaba obreros y lo hacían. ¿Querías una repisa? El sector carpintería se encargaba. ¿Por qué la gente de Concepción ni de Monteros tiene un encuentro así? Creo que ésta es la respuesta. Cuando se cerró el ingenio, quedó esa estructura vacía. Las familias se dividieron. Hubo mucho sufrimiento.

 

***

“¿Vos sos periodista? Te pido que menciones a los siguientes cracks”, pide alguien. La charla se disgrega mientras las mesas se llenan de platos con los restos óseos del locro y el costillar. Dicen que cracks cracks -y no como los de ahora- eran el Chanchero Reyes, el Ciego Gramajo y Herrera, entre otros. Todos, obvio, del Club Santa Lucía. Otros dan referencias difíciles de entender para los que no somos del pueblo. Hablan de las tardes en el social y de algo ubicado “de la farmacia para allá”, con un movimiento del brazo apuntando a un punto impreciso sólo para mí. La música cambió. El grupo viró del folclore a un homenaje a Leonardo Favio, con alguien que lo imita y canta aquello de que fuiste mía un verano.

La tarde cae con un clima de naipes y familia en la quinta de Moreno. El encuentro es un bastión repleto de nostalgia. Son vidas abisales de recuerdos de un pueblo que ya no es. O, al menos, no en la versión que ellos conocieron. “Lo que antes era monte ahora está lleno de casas”, se escucha. La disyuntiva es mucho más compleja que volver o no volver. Las emociones a veces son imprecisas.

El “Loco Trina” piensa un rato cuando le hablan del regreso.

- Estás jubilado. Si te dan ganas, podrías hacerlo, ¿no?

- Ya es otro cantar porque acá está la familia. Yo siempre le decía a mi mamá: “Ya voy a volver. No vas a querer vender la casa porque voy a volver”.

- ¿La vendió?

- No, la casa está. Tengo una sobrina que vive ahí.

- ¿Vas?

 - Sí, cada tanto.

- ¿Qué hacés cuando llegás?

- Me conformo con estar ahí. Entro, voy al patio y hablo con los vecinos. Ya son todos viejitos como yo.