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Carrazano, el primer payador tucumano

Historias de acá

Fue obrero golondrina y conoció desde chico la miseria y las desnudeces, hoy Julio Carrazano es el único exponente de un arte que no encuentra lugar en la provincia. La historia de una rareza en peligro de extinción: “Cantábamos como los pájaros en el monte”.

Carrazano, el ornitorrinco del folclore tucumano.





“Yo soy un criollo que anhela con todita la simpleza/Pero tengo la certeza que a lo largo y a lo ancho/ Voy a cantar en su rancho de su tierra cordobesa”. Julio Carrazano improvisa esos versos en una tarde de campo en Capilla de los Remedios, un pueblo a 40 kilómetros de Córdoba Capital. Lleva bombacha de gaucho, alpargatas y una larga barba impresa en la cara, que corona con un sombrero de ala ancha. Asegura la guitarra con la cara interna de los muslos y el mástil apuntando a un cielo al que es difícil ponerle algún pero. Sentado al frente está su amigo Hugo Gianella, anfitrión y viejo lobo en esto de la payada.

El campo es amplio, lleno árboles, gallinas que picotean y barullo de pájaros. Comienzan saludándose e improvisan una conversación en versos y a dos guitarras. El contrapunto es amistoso, sin puazos: hablan de los pagos tucumanos y cordobeses; pasan por la historia de los próceres y terminan en la hermandad

Julio está a gusto. Pero no deja de ser foráneo en esa querencia. En unas horas, tomará un colectivo que lo traerá de vuelta a casa después de la visita y de actuar en un festival. Julio nació en Raco y es payador. Lo que lo convierte una rareza, un ornitorrinco del folclore tucumano.


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“¿Cómo dice que se llama?”, pregunta Ercilia Moreno Chá desde Buenos Aires, cuando le consultan por un payador tucumano. Aunque la charla es telefónica, uno puede imaginarla anotando el apellido. Pregunta si es Carrazano con z o con s. “No digo que no existan payadores tucumanos. Sólo que no tenemos datos. Realmente, no conozco a ninguno y mirá que llevo 23 años trabajando en el tema”, dice la musicóloga y autora del libro “Aquí me pongo a cantar…”. 

Fabiola Orquera, doctora en Lengua Española e investigadora del CONICET-INVELEC, dice que la tradición payadoresca es “escasa en su desarrollo contemporáneo”, pero señala su gran riqueza en el siglo XIX, reseñada por los investigadores pioneros de la época: Juan Alfonso Carrizo y Isabel Aretz. Orquera señala a Domingo Díaz como uno de los más célebres. Aunque nació en Catamarca, vivió en Tucumán en la primera mitad de la centuria. “Era maestro. Se instaló en Río Chico, pero también vivió en Monteros, Río Seco y Villa Quinteros. Solía establecer contrapuntos con Felipe Palavecino y cantar en casamientos, bautismos, pulperías y otras fiestas. Eran itinerantes y seguían el rumbo de las reuniones”, cuenta la coordinadora de la REICRE (Red de Estudios Interdisciplinarios en Culturas y Regiones), formada en la UNT y en la Duke University de los Estados Unidos.

En el contrapunto, el duelo más popular en el mundo de la payada, pierde el que no responde inmediatamente a la pregunta de su contendiente. Pierde el que se queda sin versos. En la Tucumán de aquellos años, Díaz no tenía rival. “No se conservan las glosas, pero sí el recuerdo. La dimensión mítica de Domingo Díaz era tal que se decía que llega a enfrentar al mismo Diablo. Y sale vencedor”.


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“Yo soy rústico. Podríamos decir que un rústico del ruralismo”, Carrazano se define así en una charla desde su casa de El Manantial un feriado de septiembre. El día anterior estuvo cantando en la serenata a la Virgen de la Merced. A diferencia del mítico Domingo Díaz, lo suyo no es el contrapunto. Pero dice que no se echa atrás: “Cuando me enfrentan y me tocan, también voy a empechar con las espuelas y sacarlo con el rebenque lo más que pueda”. La comparación con el caballo no es casual. Muchos payadores crecen en torno a los movimientos criollistas y, por supuesto, en zonas rurales, donde el caballo acompaña la vida del hombre.

Carrazano se especialista en el floreo. Su fuente de trabajo son, principalmente, las jineteadas. El relator cuenta lo que está pasando entre el hombre y la bestia. Y él pinta con palabras que quedan flotando en el aire; palabras que improvisa y que deben alcanzar para llenar un espectáculo de varias horas. El peor pecado es caer en las muletillas. Y la pena máxima quedarse sin letra. Julio fue forjando ese arte solo con su guitarra.

- Naciste en Raco, casualmente donde vivió Atahualpa Yupanqui…

- Claro, a dos o tres kilómetros de la costa donde tuvo su ranchito. A los tres días de nacido, nos mudamos y dejé mis primeros llantos en las cumbres tucumanas. Después fui cambiando de querencia. Por cuestiones de escolaridad fuimos a la villa de Raco. Ahí fui a la Escuela de la Hoyada. Me crié con mi madre, mis hermanos -éramos seis- y mi padre, que era obrero golondrina. Él sufría la enfermedad del alcoholismo, que por más guapo que uno sea lo domina y abandona. Así fue como tuvimos que acollararnos con mi madre y enfrentar el trabajo. Conocimos la miseria y las desnudeces. De chico empezamos a ser agricultores y sembradores. Me levantaba a las cuatro de la mañana para arar con la luna hasta que se hacían las siete. Bajaba corriendo a mi casa y con las manos medio mal lavadas iba a la escuela.

- ¿Qué cultivaban?

- De todo. Hortalizas de hoja verde, remolacha, zapallo, maíces...
 
 -¿Cantabas en esos años? Aunque sea para vos.

- Cantábamos como los pájaros en el monte, más bien solito, como quien se distrae con algo. Cuando alguien nos escuchaba, callábamos el canto y nos desaparecíamos. Será que uno tiene esa vergüenza o será que uno es corto y no quiere que lo escuchen. Ya a los 19 años, cambio de querencia, armo mi matrimonio y vengo a parar a El Manantial. Vivo acá hace 25 años.

Hay algo del floreo de las payadas que se cuela en el decir de Carrazano. El payador no habla de mirar un caballo sino de “curiosear la buena estampa del animal”. Cuando andaba en el campo, donde cada quien tenía el suyo, comenzó a vincularse con algunos grupos folclóricos, conoció a un familiar lejano llamado Alfredo Carrazano y en esas charlas surgió la posibilidad de comprar su primera guitarra, recién a los 36 años. 

En ese momento, Julio era obrero golondrina como lo fue su padre. Buscaba las temporadas de siembra y, cada tanto, agarraba la guitarra. Aprendía alguna zamba que cantaba “entre mesitas y asaditos”. Con paciencia de piedra, fue creando una vocación por el canto y por otro género que tampoco es frecuente en Tucumán: la milonga.

 

- ¿A quién escuchabas?

- Siempre me gustaron las milongas y los recitados de José Larralde, Horacio Guarany, Víctor Velázquez, Orlando Veracruz... Los debo haber escuchado en alguna radio. Hay un misterio -un no sé qué- que hace que uno se sienta atraído por los recitados.

 - Imagino que todo de puro oído, ¿no?

- Me fui dando maña haciendo ruido con los dedos para acompañarme. Yo nunca fui a un profesor ni me formé en el profesionalismo. Aquí en Tucumán me cansé de buscar a alguien que me enseñe a tocar una milonga. No hay. Entonces, hay que tratar de aquerenciar a la música con los sonidos que llegan desde afuera.


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Julio se compró un caballo, armó la montura y se sumó a los desfiles gauchos. Comenzó con una milonga y siguió con un recitado hasta que llegó la invitación para subir a un escenario. “Por supuesto, de calores, lleno. Uno no es músico recibido. Todo al qué dirán”, recuerda. De abajo brotaron algunos aplausos: “Y ahí empezamos a caminar, a darle continuidad a esto y no retrocederle a las distancias”.

- Pero hasta ese momento eras un decidor criollo, un cantor de milongas. Otra cosa es ser payador porque todo tiene que ser repentino y con rimas. ¿Cómo fue ese salto?

 - Comencé a animarme a hacer relatos en las jineteadas. El relator es el que va contando lo que pasa. Y así nacieron los versos, que al principio carecían de medidas y tenían muchas asonancias. Por ahí lanzábamos cuartetas que no eran precisas ni rimadas. Después fui aprendiendo cómo se hace una rima, las décimas y esas cosas. Eso, para mí, era un rompecabezas muy difícil de armar. Digo que es algo medio matemático y también problemático. Ahora me sobran los versos. Parece que esto de nacer con la virtud de ser un repentista nos lleva a insistir. Una vez que lo logré, le di continuidad. Llegué a Córdoba, San Juan, La Rioja… Competí en La Plata. Conocí al payador dolorense Emanuel Gabotto. Siempre buscando mejorar la ejecución.

Cuando tiene una actuación en una jineteada, Julio no ensaya. Dice que la práctica lo hace confundir porque el entorno es cerrado y el necesita movimiento para improvisar. “Una habitación es un cuadrado con un techo encima. No hay más nada. En la jineteada veo una contienda entre el hombre y el animal; entre el coraje y la bravura. Ahí es donde el payador que es más poeta no puede llegar. Hay que pintar esas realidades con velocidad. Sale el animal, el relato cuenta y yo floreo”.

 

- Como si fuesen los colores de un cuadro…

-¡Exacto! Pintamos lo que vemos. Está el payador de vuelo poético y de teatro. Ellos crean cosas bastante fantasiosas y bonitas. También el payador contrapuntero, que sale a la agresión y a hacerlo menos al rival. Yo soy el rústico.

- Pero de largo aliento. Hay que aguantar toda la jineteada con la guitarra y el floreo.

- Hay que tener caballo para que aguante el viaje. No podemos retroceder ante ningún tipo de circunstancia. Los payadores que son de práctica y de talleres se acaban cuando el tirón es largo. Y buscan las muletillas y los recursos repetidos.

- ¿No te sentís un poco solo siendo payador en Tucumán?

 - En la provincia no hay interés en nuestro arte. Es todo tan cerrado... Uno se siente muy solo aquí.

 

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Luis Rey dejó frases que forman parte del imaginario de esta provincia. Una de ellas hablaba sobre cierto menoscabo con el que los tucumanos juzgamos a nuestros coterráneos. “¿Cómo ése va a ser un crack si nació a la vuelta de mi casa?”, decía el periodista. Luego criticaba, indefectiblemente, a algún futbolista foráneo de escaso talento, contratado por Atlético o San Martín sólo por el hecho de ser, casi siempre, porteño. 

Además de esa máxima, tan vigente en la actualidad, los especialistas e historiadores cuentan que la tradición payadoresca se vio afectada por los edictos que se hacían para controlar las fiestas y carnavales en la provincia. “Lo hacían porque se decía que eran manifestaciones contrarias a la civilización. Sucedió con el gobernador Alejandro Heredia en los 30 y luego con Celedonio Gutiérrez, que directamente prohibió el carnaval. El espíritu del tucumano respecto al canto y a la poesía sobrevive, aunque se ve restringido y la tradición de los payadores recae”, analiza Orquera, investigadora del CONICET.

Es curioso que, aún en un arte que poco tiene que ver con el fútbol, Carrazano repite aquella máxima de Luis Rey, como si fuese un estigma sin importar la profesión elegida. Julio ejerce como payador profesional en jineteadas del norte y cada tanto lo convocan para animar un desfile. Ahí se convierte, por un rato, en narrador de las costumbres, los modos de vida y las condiciones de los sectores populares de áreas rurales. Pero el trabajo es poco y la paga insuficiente. Cuenta que hace changas: corta pastos, voltea árboles, pone alambres… Fue ayudante de albañil y tractorista. “Todo lo que genere alguna moneda”, dice el hombre de 49 años, padre de una hija y abuelo de tres nietos.

- ¿Y trabajos con la música no aparecen?

- Uno es tenido en cuenta muy poco. Tucumán tiene ese defecto de que se contrata a gente de afuera sin importar si tiene la misma capacidad que el local. Pero como es de afuera a uno lo dejan de lado. Cuando voy a pasar un presupuesto, digo tanta plata. Y ellos responden: “Che, Carrazano, pero vos sos de acá”.

- ¿Vas a las peñas?

- Si nos llegan a invitar, de cada 20 personas, tres te escuchan porque les llama la atención lo diferente o la expresión de lo que uno ejecuta. Los otros 17 están hablando o tomando.

- ¿Eso te pone mal?

- Es medio deprimente porque uno siente que queda afuera cuando lleva lo suyo a un ámbito más urbanístico. En el campo y en la jineteada, es distinto. Hay gente campesina que más o menos entiende lo que uno dice. Ahora cantan las zambas todas estilizadas y medio como que las cambian, como si fuese de otro origen. El problema está en el mucho urbanismo y en el modernismo, que trae la hibridez de la esencia del folclore nativo. La semilla da sus frutos, pero ya no son algo que le pertenezca a nuestra tierra.

 - Decís que sos el único payador que hay en Tucumán. 

- Yo soy vago para la lectura. Recurro al que estudia, me siento y lo converso. Yo terminé la primaria con 15 años. Después ya fui moldeado para el trabajo. Busqué información con la ayuda de un muchacho estudioso, que es de Catamarca. No hay registro ni los historiadores tienen un conocimiento en base a sus estudios e investigaciones. Se habla de un tal Liberato Orqueda, que vivió en 1835 y era moreno. Pero no se sabía si era tucumano. Sí había recitadores y cantores de milonga, pero no hay registro de que haiga un repentista, un verdadero payador. Si no hay algo que certifique lo contrario, vengo a ser el primer payador de la provincia de Tucumán.

- ¿Se siente extraño? Digo, ser el primero.

- Soy uno de los lunares más raros que dio mi familia.