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Bazán Frías, el Robin Hood tucumano

Crónica

Bandolero, héroe y santo milagroso; el de Andrés Bazán Frías es uno de los máximos mitos populares de la provincia. Esta es su historia y su leyenda que perdura hasta hoy.

Dibujo de Carolina Gramajo para el documental "Bazán Frías, elogio del crimen"





Cuentan que, antes de salir a robar, algunos todavía se detienen por un instante en esta gruta modesta levantada en la calle Mendoza al 1700, sobre la vereda de uno de los paredones laterales del Cementerio del Oeste. Unos se persignan, otros encienden velas o se encomiendan en secreto al santo para que los proteja. El rezo puede ser para cualquiera de las figuras religiosas cuyas estampitas se amontonan entre las deslucidas flores de plástico y tras el vidrio sucio de tierra de ese templo mínimo y ecléctico: San Expedito, la Virgen de la Merced, el sagrado corazón de Jesús. Pero ninguno de ellos tiene la potestad de desviar las balas en su recorrido mortal. Bazán, sí. Eso creen, eso dicen, eso rezan. En su gruta, Bazán es el único santo que no tiene rostro ni estampita. Sólo unas pequeñas placas de agradecimiento dan fe de sus milagros.

En ese paredón donde ahora hay un portón negro, antes hubo sólo un muro que Andrés Bazán Frías no alcanzó a trepar la tarde del 13 de enero de 1923 cuando una bala de la policía terminó con su carrera pródiga en fugas. En la misma dirección de su gruta, pero del lado de adentro del cementerio, se levanta el panteón de la Gendarmería nacional; un edificio moderno con puertas de vidrio y ascensor. Por ahí, no muy lejos, todavía descansan los restos del bombero Domingo Saldaño, muerto por las balas de una de sus huidas. Por esos espirales intrincados del destino, entonces y ahora, su aura parece rodeada de quienes en vida fueron sus enemigos. Su historia se fue desgajando en cientos de relatos que el tiempo fue diluyendo hasta volverse apenas un nombre que en Tucumán casi todos han escuchado alguna vez. Un nombre que algunos devotos del crimen todavía repiten justo ahí, en el lugar exacto donde hace casi un siglo murió el hombre y nació el mito.
 
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A fines del siglo XIX y al sur de la ciudad de San Miguel de Tucumán, más allá de la reducida urbanidad por entonces circunscripta a las cuatro avenidas principales, proliferaban los rancheríos pobres de los márgenes que se amontonaban a la vera de los canales y de las vías del tren. En la zona conocida como Los siete lotes, una de tantas barriadas azotadas por el calor y las mangas de langostas que acribillaban las chapas de zinc por las siestas; obreros, peones y malandras compartían una existencia signada por la precariedad. Ahí nació el 10 de noviembre de 1895 Andrés Bazán Frías, hijo del policía Don Juan Bazán y de la ama de casa Doña Aurora Frías. Sus padres, cuya magra economía familiar no los distinguía de cualquiera de sus vecinos, apenas si podían ufanarse de cumplir con el mandato social de una pobreza honrada. Un título que no muchos habitantes de Los siete lotes podían ostentar y que obligaba a Juan Bazán, dado su oficio, a hacer la vista gorda, dado el recelo que su presencia generaba en el barrio. 

Entre esos terraplenes y caminos de tierra, marcados por el rumor social como un territorio fuera de la ley, creció Andrés. Era católico, por influencia de su madre que no tardó en colgarle al cuello una medalla de la virgen, y portador de una elegancia que lo distinguía entre sus vecinos. Aprendió de joven algunos oficios: fue yesero primero y, después,  mozo de confitería; trabajo que volvió a su rostro conocido entre los comensales habituales del Petit Pensión de 24 de septiembre al 600, punto neurálgico de encuentro de los artistas que salían del teatro Majestic. También atendió las mesas de otros bares concurridos de la época y no tardó en afiliarse al sindicato, donde muchos suponen que mamó las ideas anarquistas tan en boga por aquellos tiempos entre la gente del gremio. Hay un detalle que suele citarse como prueba de esa filiación ideológica que muchos han juzgado determinante en un carácter díscolo como el suyo: el moño con el que aparece en las únicas imágenes que se tienen de él es el típico de los anarquistas. 

Junto con los esfuerzos del trabajo mal pago, “El Manco”, como lo llamaban, conoció los entretenimientos populares en las barriadas. Cuentan que le gustaba el baile y que encontró en la vehemencia etílica del vino Carlón acaso una forma de evasión de las miserias que lo rodeaban; tal vez la pócima para avivar su rebeldía. No tardaría también en conocer los rigores de los agentes del orden. Según consta en los documentos, su primera entrada a una comisaría fue en los festejos previos a la nochebuena de 1915. Las llamadas Romerías españolas eran celebraciones que, animadas de alcohol y música, reunían en un mismo lugar a maleantes, jueces, peones y terratenientes. Ese era el magma donde, conforme avanzaba la jornada, los apetitos y los calores iban en aumento y no faltaban las trifulcas que se dirimían a los puños o a cuchillo. A Bazán el vino lo envalentonaba. Puede haber sido la disputa por alguna mujer o sólo sus ganas de medirse con algún rival. En todo caso, Andrés lo encontró en Toribio Estrada, un vecino que tenía fama de hombre pesado en los suburbios. Dicen que el enfrentamiento fue breve y le bastaron un par de piñas para correr a Bazán del lugar, que no pudo contener su bronca y la descargó en un combate a cuchillo con otro hombre. Terminó curando la borrachera con los sopapos y los planazos del interrogatorio policial; modalidad que consistía en golpes que se propinaban no con el filo sino con el costado de las hojas de los machetes. Ahí puede rastrearse el germen de su odio visceral hacia los “ropa prestada”, como llamaban de manera despectiva a los policías.

Dicen que, cada vez que le nombraban a los canas, Bazán respondía con el gesto de escupir el suelo mientras la rabia le encendía las pupilas. A la par de esa enemistad con la policía, el joven fue estrechando vínculos con algunos de los bandoleros que frecuentaban las ranchadas y aguantaderos de los márgenes de la ciudad. Entre ellos, algunos que entonces gozaban de reconocida reputación y que después se volverían célebres por sus andanzas como Segundo David Peralta, mejor conocido como “Mate cocido”, el paraguayo Pelayo Alarcón y “El Gauchito” Reynoso. Ni el amor de una mujer podría aplacar su espíritu indócil en aquellos años de juventud. 

Tenía fama de mujeriego, por eso, a muchos le sorprendió la premura de ese flechazo. No era que la santiagueña Elena Orellano careciera de encantos, sino porque un espíritu libertino como el de Bazán no parecía apto para atarse a ninguna institución, entre ellas la del matrimonio. La joven costurera de pelo azabache vivía junto a sus tíos en Los siete lotes a un lado de las vías del tren, en una casa humilde con el patio poblado de malvones y enredaderas. No sabemos qué hablaron esa tarde de octubre de 1915 cuando se conocieron. Andrés no era taimado, algo le habrá dicho para que abandone por un momento la Singer y se entregue a sus encantos. Cuando él cayó preso, esa pudo haber sido la comprobación de que los rumores que rondaban a su figura en el barrio tenían sustento. Pero el 31 de diciembre, Bazán apareció con los anillos de boda y ese gesto sería definitivo. Se casaron el 29 de enero de 1916. El nombre de Elena se pierde en las crónicas policiales de los diarios de los años siguientes que tienen a “El Manco” como protagonista y vuelve a aparecer en los relatos orales y en las ficciones que se tejieron después. En uno y otro caso, se dice que es la única mujer que él verdaderamente amó. Acaso terminó de resignarse al carácter belicoso y al destino fugitivo de su marido, como establecían los mandatos sociales de la época. Tal vez, huyó de su lado cuando Bazán se volcó a la vida bandolera. 
 
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Los festejos por el centenario de la independencia en julio de 1916 fueron un breve oasis en aquellos tiempos convulsionados que atravesó la provincia. Esos años estuvieron marcados por una de las tantas crisis de la industria azucarera y por un clima de violencia política que iría in crescendo. El 22 de octubre de 1917, el primer gobernador radical de Tucumán Juan Bautista Bascary cerró la Cámara de diputados y el 27 la de senadores. Mientras se urdía el juicio político, el presidente del senado, León Rougés, intentó asumir la gobernación y, al encontrar cerradas las puertas de la Casa de Gobierno, instaló un poder ejecutivo paralelo en su propia casa. El mediodía del 5 de noviembre Rougés y otros legisladores  fueron  arrestados y sacados en tren de la provincia. Al presidente Hipólito Yrigoyen no le quedó más remedio que intervenir la provincia. En este contexto, mientras radicales y conservadores se disputaban el poder, las manifestaciones sociales en las calles eran reprimidas a sablazos por los agentes del Escuadrón de Seguridad y la policía imponía mano dura, sobre todo, con aquellos que habitaban en los márgenes de la ciudad. 

Ese fue el caldo donde se cocinó la rebeldía de “El Manco” Bazán que intentaría ser aplacada en las celdas por la violencia policial. Según está documentado, el 22 de agosto de 1917 fue detenido por un enfrentamiento a cuchilladas en la “Trinchera rusa”, una fonda de los suburbios mezcla de aguantadero y lupanar. El 25 de febrero de 1918, durante los carnavales, fue acusado de agresión con arma de fuego y el juez Carranza lo condenó a siete meses y medio de arresto. La noche del 14 de febrero de 1919, junto a dos compinches, luego de una escaramuza, se tiroteó con militares en la puerta de un cuartel. Por ese episodio, el 20 de diciembre de ese año, el juez Tiburcio López lo condenó a tres años como “autor voluntario y responsable de disparo intencional de arma de fuego contra Ángel César Rodríguez, Luis López Carranza y Rómulo Maciel”. Si bien le tocaba cumplir con la pena el 22 de febrero de 1922, terminó saliendo a mediados de 1921 gracias a un indulto del poder ejecutivo. 

 Dibujo de Carolina Gramajo para el documental "Bazán Frías,elogio del crimen"

Bazán era atrevido. No caía preso por robo, sino por pendenciero. Algunos dirán que ese carácter indómito era efecto del alcohol. Otros, que esa rebelión contra el orden establecido era la esencia genuina de un alma insurrecta o el influjo de la filosofía anarquista; la misma que se expresaba en el hábito de repartir los botines de los atracos con sus vecinos que muchos le atribuyeron tiempo después, cuando su nombre ya gozaba de un halo de mistificación . Lejos de amansarlo, la cárcel y las tortuosas condiciones de la reclusión acrecentaron ese odio intestino contra las fuerzas de seguridad. Apalearlo y encerrarlo no hizo más que avivar en él una furia instintiva; torrentes internos de violencia contenida que esperaban, agazapados, el momento de salir. 
 
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Se acaba de levantar el sol de la mañana del 8 de octubre de 1921 y su prepotencia ilumina los destinos de tres hombres que se buscan entre los pajonales de una finca de Los Chañaritos. “El Manco” Bazán y su compañero Martín Leiva corren por su libertad. Más atrás, el agente Segundo Pascual Figueroa persigue el honor; acaso el bronce y la inmortalidad. La luz hiere, pero más lo hacen las balas. 
 
- Volvete, ropa prestada – grita Bazán con voz firme a pesar del ahogo. 
- Entreguensé, después van a llorar – amenaza el agente antes de disparar la Browning 38. La pierna derecha de “El Manco” recibe el plomo. 
- Volvete… te vamos a dar quinientos pesos… ¿qué querés? ¿medallas? – pregunta Bazán que ya no espera respuestas. 

Son tres los disparos que voltean al policía. Revuelve el suelo, busca el arma, no la encuentra. Es Bazán quién le da la estocada final: un cuchillazo certero en la cabeza que lo convierte en asesino. Segundo Pascual Figueroa se retuerce y se desangra. En cada intento por sacarse el cuchillo del cráneo se rompe más las manos. “El Manco” y Leiva lo dejan ahí tirado para continuar la fuga. Roban un caballo y, kilómetros más allá, lo dejan. El sargento Blas Gómez y el agente Victoriano Lazarte los esperaban con machetes. El revólver Eibar de Bazán no tiene balas. Tampoco el de Leiva. Los arrojan como piedras contra los policías, pero se saben vencidos. Están agotados. Llevan huyendo desde la madrugada cuando, tras robar en la casa de Bolivar 536, siete oficiales los siguieron. Los perdieron a los tiros a casi todos, menos a Figueroa que se hizo de un caballo en un rancho y fue por ellos. La madrugada los encontró corriendo entre los pajonales. Y la muerte y la condena. 

Cuentan las crónicas policiales que los oficiales los llevaban atados y a la rastra cuando se cruzaron con el catre donde Figueroa agonizaba a la sombra de una morera. Cuentan que los bandidos rieron y que por poco los matan. Mientras los llevan a los golpes hasta el presidio, los vecinos miran a Bazán con admiración y respeto. Ya no era apenas un ladrón o un pendenciero. Acababa de asesinar a un policía. 
 
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“El infeliz que cae a nuestra cárcel, francamente no vive. Allí se muere de hambre, de miseria fisiológica, de enfermedades infectocontagiosas, sífilis, tuberculosis, etcétera”, así describía Ángel Reolin, médico de la antigua cárcel penitenciaria, las condiciones de vida en el penal durante la década del 20. En el mismo informe, denuncia que había alrededor de 400 reclusos en un presidio preparado para 150.  Alimentados a locros y sopas nauseabundos, en los primeros seis meses de condena, los penados perdían entre 12 y 25 kilos. A esas condiciones insalubres se sumaban los castigos tortuosos a los cuales los presos eran sometidos por el personal penitenciario. La población carcelaria de aquella época era caracterizada de la siguiente manera en una crónica publicada por el diario La Gaceta el 24 de noviembre de 1969: “Entre la caterva de reclusos, por esos días, había muchos rebeldes al encierro. Su odio a la policía los había llevado a cometer más de una tropelía, más de un inútil asesinato. Como todas las mafias, las suyas tenían mucho de la fabulandia periodística de los cronicones policiales urdidos por sentimentales plumíferos de la época, jóvenes bohemios y ojerosos que, imposibilitados de vivir en la aburrida ciudad alguna novela, la buscaban desesperadamente entre los hampones.  La mayoría de los delincuentes eran unos pobres diablos, campesinos arrojados al delito más por alguna criollada de cabeza caliente que por natural inclinación”. 

Apenas cayó tras las rejas y con la fama de asesino de policías que lo había convertido en blanco de constantes vejaciones y torturas, “El Manco” Bazán empezó a urdir su fuga. No se conformaba con la propia libertad, sino que se pasaba largas horas pensando en cómo podría concretar una idea que lo desvelaba desde hacía años: liberar a todos los reclusos. Junto a Martín Leiva, su eterno compañero de tropelías, ya había fallado en un primer intento cuando el 1 de marzo de 1922 consiguieron abrir las puertas del pabellón, pero no alcanzaron a traspasar los muros de la cárcel. El celador los encontró a ellos y a otros dos presos ocultos en el taller de carpintería del penal. En su segundo intento, el 29 de septiembre de 1922, no fracasaría. 

 Foto de Carolina Gramajo para el documental "Bazán Frías,elogio del crimen"

Las banderas estaban a media asta porque el día anterior había muerto Brígido Terán, quien fue senador, legislador y fundador de dos ingenios en la provincia. Convocados a formar parte de las pompas fúnebres del célebre personaje, los bomberos encargados de custodiar la guardia de la cárcel penitenciaria ubicada en 25 de Mayo y avenida Sarmiento debieron ser relegados por personal policial. Aprovechando el cambio de guardia, Bazán y Leiva lograron proveerse de dos revólveres que, se sospecha, fueron ingresados al penal por una hermana de Martín. A las 18.30, la pareja de bandoleros puso en práctica su plan: pidieron hablar con el alcalde del presidio alegando que habían sido amenazados de muerte. Como para llegar hasta su oficina había que atravesar la puerta de salida, aprovecharon ese momento para desatar una balacera que tomó por sorpresa a los guardias y se lanzaron a la calle. A pocos metros de ahí, el teniente de bomberos Domingo Saldaño esperaba el tranvía mientras conversaba con Juan Cuezzo, jefe de guardia de la cárcel. Ambos quedaron, de pronto, en medio del tiroteo entre los máuseres de los policías y los revólveres de los fugitivos. Cuezzo logró cortar la carrera de Leiva y se trabaron en una lucha. Cuando Saldaño se dirigía a su auxilio fue alcanzado por una bala que no se sabe de dónde vino. Murió en ese instante. Un cabo logró desmayar de un culatazo a Leiva, mientras “El Manco”, aprovechando la confusión, se perdió en dirección a Villa 9 de Julio para volverse una sombra errante. 

En la cárcel, a Leiva lo torturaron con inusitada saña. Lo tuvieron durante días de pie en una celda reducida sin comer ni beber y, cada tanto, le arrojaban baldazos de agua helada. Cuentan que les rogaba que lo maten de una buena vez. Una única esperanza lo hizo resistir al tormento, sabía que Bazán Frías volvería por él. Y por todos los demás presos. 
 
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Antes de morir, Bazán ya era su propio fantasma. Su nombre se repetía en todos los rincones de Tucumán. Para humildes y malandras significaba un anhelo de redención. Para los miembros de las fuerzas del orden, una amenaza invisible. Decían que lo habían visto en un aguantadero de los suburbios, tomando vino en una confitería, refugiado en un mausoleo del Cementerio del Oeste, asaltando caminos en Salta junto a Pelayo Alarcón. Le atribuían muertes y atracos, milagros y maldiciones. Se había vuelto todopoderoso, omnipresente. Estaba en todas partes y en ninguna. 

“Hay que liberar a los presos”, insistió Bazán en su euforia etílica ese mediodía del sábado 13 de enero de 1923 mientras almorzaba en la confitería Polo Norte, en la esquina de Catamarca y Santiago. Lo acompañaban Ignacio “El atrevido” González y Pedro “El Potrillo” Toledo en una sobremesa regada de vino y cerveza que se extendió hasta la siesta. Era un día húmedo, cargado de densas nubes que anunciaban una lluvia inminente. Empujados por las ganas de seguir bebiendo, la reunión se trasladó a la galería de la casa de Domingo Rojas, en Suipacha 440, donde se sumaron “El Tuerto” Correntino y los hermanos Pedro y Luis Palavecino. Dado el peso de su nombre en el mundo del hampa, “El Manco” era bienvenido en todas partes donde pudieran darle un refugio. A esa altura de la tarde, el vino los puso belicosos y empezaron las discusiones y amenazas entre “El Potrillo” y los Palavecino. La pelea se trasladó a la calle donde no faltaron los tajos de los cuchillos. Bazán disparó un par de veces para disuadirlos y eso lo delató. 

 Foto de Carolina Gramajo para el documental "Bazán Frías,elogio del crimen"

Por las calles corrieron las voces que celebraban la vuelta de Bazán. El soldado José Palacio espoleó su caballo hasta el Escuadrón de Seguridad donde buscó refuerzos. Al rato toda una tropa recorría las calles: el capitán Miguel Rodríguez, el teniente Néstor Echazú, el subteniente Marcos González Paz y Fanor “El Mudo” Quinteros.  El prófugo era tan codiciado como temido. Bazán se refugió en una chacra de la esquina de Mendoza y Asunción, al frente del paredón lateral del Cementerio del Oeste. Se defendió a los tiros y logró que los oficiales recularan un tranco, pero al rato se encontró rodeado. Vio en la tapia del camposanto, el mismo donde se encontraba enterrado el bombero Domingo Saldaño, una última escapatoria. Tomó carrera, saltó y apenas llegó a manotear la pared, una bala -que ingresó por detrás de la oreja izquierda y salió por su boca- le cortó el aliento. Su cuerpo vencido se fue deslizando despacio por la pared hasta quedar de cara al cielo. Del cuello le colgaban una medalla de la virgen y dos escapularios de santos. Dicen que el espíritu de su víctima le negó el acceso al cementerio. Dicen que, antes del disparo letal, Bazán se descubrió el pecho y retó a los policías a que disparen. Dicen que se creía inmune a las balas. Dicen que fue Aurora Frías, su madre, la primera en encenderle ahí una vela y en recibir sus milagros. Dicen muchas cosas, todas son parte del mito.   

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La carrera criminal de “El Manco” Andrés Bazán Frías puede rastrearse en las crónicas policiales de las páginas del diario El Orden de aquellos años y en una saga folletinesca escrita a fines de 1969 por el escritor Arturo Álvarez Sosa y el historiador Carlos Páez de la Torre (hijo) para el diario La Gaceta de Tucumán. Esta última publicación investiga en los archivos periodísticos y en los expedientes judiciales de la época, a la vez que incorpora las voces de los pocos testigos que quedan por entonces de las aventuras de Bazán varias décadas después de su muerte. El propósito de la investigación periodística, explicitado en las mismas páginas del diario, es desmitificar la historia del malviviente que para entonces ya se había canonizado como santo popular. Lo muestra como un delincuente de poca monta y a su mito como producto de la superstición. No encuentra pruebas ni registros ni huellas de aquellas historias donde “El Manco” repartía los botines de sus robos entre los más pobres. Se sabe que en las historias oficiales no hay ídolos subversivos por el riesgo de que se conviertan en relatos ejemplares. Su historia de Robin Hood orillero pervive, sin embargo, en los relatos orales y en las ficciones fascinadas con su figura de héroe criminal y santo de los más humildes. 

Como uno de esos cuchilleros de las ensoñaciones arrabaleras de Jorge Luis Borges, “El Manco” no tardó en convertirse en personaje literario. En 1958 Álvaro Gutiérrez escribió la obra de radioteatro “Bazán Frías” que se transmitía por la emisora LV12 y que terminó siendo censurada por hacer apología del delito. Cuando tenía 22 años, el periodista Tomás Eloy Martínez escribió su primer guion cinematográfico basado en la historia del santo popular que derivó en una película de 30 minutos. Bazán también se iba a llamar su primera novela que lo tenía como protagonista, pero terminó por prenderla fuego. Se conserva un cuento del mismo título que publicó en 2006 el diario La Gaceta. En su novela “De fornicarios, bandoleros y milagros” publicada en 2007, la tucumana Mary Guardia apela a los relatos orales escuchados durante su infancia para recuperar la figura de Bazán y la historia de amor con Elena, su esposa. Se han escrito poemas, ensayos, canciones, folletines y crónicas sobre las peripecias del bandido devenido en alma milagrosa. En 2016, Bazán volvió a entrar al penal de la provincia para ser encarnado por los reclusos y llevado al cine. 

La cárcel de Villa Urquiza, inaugurada en 1927, cuatro años después de la muerte de “El Manco”, es el escenario donde se recrea su leyenda en el documental “Bazán Frías, elogio del crimen”. Son los propios reclusos quienes interpretan durante el rodaje la historia de un personaje que parece haberse difuminado en la memoria con los años. Algunos recuerdan que robaba para repartirlo entre los pobres o que odiaba a la policía. Otros que planeaba liberar a los presos o que tiene fama de milagroso. Nadie conoce los detalles de su vida, ni ha visto nunca la imagen de su rostro, pero su nombre todavía resuena en los pabellones, sobre todo, en boca de los más viejos. “Nuestro objetivo era, por un lado, llevar una propuesta artística a un lugar donde no la hay. La mayoría de los reclusos nunca había tenido una experiencia de ese tipo. Por otro, hacer una película sobre el delito, abordado desde los ejes que plantea el mito de Bazán Frías: la desigualdad, la pobreza, la violencia y la marginación”, explica Lucas García, de 29 años, uno de los directores del film junto a Juan Mascaró. Una vez por semana durante tres meses, los presos participaron de un taller de actuación y de la filmación del documental que interpela a la sociedad tucumana y su mirada sobre la delincuencia. 

 Foto de Carolina Gramajo para el documental "Bazán Frías,elogio del crimen"

“Siento algo de pesimismo y pienso que ese proceso artístico no ha servido de mucho porque Moisés, Matías y David, que han estado con nosotros, ahora están muertos. Me dije: esta película no ha servido para un choto”, confiesa Lucas con tristeza. Los tres eran reclusos que participaron del documental. Moisés fue asesinado a tiros en la puerta de su casa casi un año después de obtener la libertad. David murió prendido fuego en el penal. A Matías, quien encarnó a Martín Leiva en la ficción, también lo quemaron en su celda luego de haber denunciado a través de las redes sociales la organización de un motín en la cárcel. Después de tres meses en coma, salió de Villa Urquiza y un año después, semanas antes de cumplir los 32, se suicidó en su casa. Unas horas antes, dejó escrito en su muro de Facebook un mensaje para el director del film que todavía no se había estrenado oficialmente: “Lucas terminá la película y ayudá a mi familia”. 

Casi un siglo después del final de Andrés Bazán Frías, no es mucho lo que ha cambiado. Para los presos parece no haber otra redención posible que la muerte. 
 
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El Cementerio del Oeste con sus monumentos barrocos poblados de cristos, ángeles y serafines alados que custodian los mausoleos de los hombres y mujeres más eminentes de la provincia, ahora devenidos en nombres de calles y de escuelas, no era para él. Esa fastuosidad de ultratumba, ajada de años y teñida de humedad, no era el lugar de Bazán. “El Manco” no había necesitado de riquezas mientras vivió y no las necesitaría después de muerto. Su nombre no pide bronces ni esfinges ni esculturas. No los necesita porque vive en las plegarias de sus fieles que visitan su sepulcro en el Cementerio del Norte, el camposanto de los pobres y los desposeídos. Está rodeado de otras almas desgraciadas devenidas en milagrosas como “La brasilerita” y Pedrito Hallao. Ahí donde la maleza avanza sobre las tumbas amontonadas, una remera cubre la cruz como si fuera una especie de espantapájaros. Es un túmulo blanqueado de pintura que se levanta en forma de chimenea. En el centro, un agujero, como la boca de un volcán, derrama la cera petrificada de decenas o cientos de  velas derretidas. Las paredes están abarrotadas con placas de agradecimiento que se superponen. Pagan los favores recibidos con fechas de todos los tiempos. Hay rosarios enredados, crucifijos y flores de plástico y de tela. Un ramo de claveles mustios tapa el único bronce que lleva su imagen ya desdibujada: el rostro cuadrado de cejas pronunciadas, la boca fruncida, el pañuelo al cuello. Ahí van aquellos que le piden por alguna dolencia física o del espíritu, por pan, por trabajo, por la pronta libertad de sus familiares presos. Bazán cierra las llagas, abre las rejas, desvía las balas.  Eso creen, eso dicen, eso rezan.  

*Esta crónica forma parte del libro "La bolsa y la vida. Historias de bandidos rurales" (Ediciones Desde La Gente, 2021) compilado por Osvaldo Aguirre