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Siempre seremos Maradona

Crónica de domingo

En Fiorito, Paternal y Tucumán lo aman y lo siguen llorando: ¿qué ha quedado de Diego Maradona en todos nosotros? La historia de un viaje íntimo a la despedida del ídolo y al corazón de la devoción popular.

Llantos, dolor y gratitud en la esquina que ahora se llama Diego Maradona. Foto: Migue Roth.





Maradona es millones. Días después de su muerte, en la resaca luctuosa de su último carnaval, continuó multiplicándose. Ardía aún en las velas que coagulaban sus lágrimas en las veredas, entre flores, camisetas multicolores, banderines, mensajes de amor y gratitud en papelitos de trazo de infantil, botellas de vino a medio tomar y habanos que no terminan de consumirse. Sus distintos rostros, cientos o miles de rostros de cientos o miles de Diegos posibles, asomaban entre estampitas de la virgen, del gauchito Gil y de otros santos entre los que estaba otra vez él; canonizado en los altares improvisados de la devoción popular donde lo siguieron llorando y donde acaso nunca dejarán de hacerlo. Alguien había querido abreviar la despedida, pero cómo contener esta congoja entre triste y festiva del adiós. Acá nadie quiere guardarse el llanto, menos con él, que lo ha dado todo: lo humano, lo profano, lo mundano; lo más cercano y lejano a lo divino. 

Dos días después, el viernes a la tarde, en la cancha de Argentinos Juniors, hombres y mujeres con niños de la mano se apiñaron frente al mural donde su rostro estoico aparece colmado de ofrendas. En esa pared devenida en circunstancial muro de los lamentos, en un afiche del Maradona adolescente de sus comienzos en el fútbol de primera, alguien escribió “El Quijote te ama”, como si la literatura se rindiera a sus pies y no quisiera quedarse sin homenajear al mejor de nuestros héroes. El más imperfecto, el más increíble, el más real. Ahí, en la vereda donde un obrero había dejado un par de guantes de trabajo, un niño de trece años se sacó la camiseta del Bicho y le hizo un lugar entre banderas y velas, mientras, una cámara de la televisión brasilera se abría paso para retratar el dolor que naufragaba en su mirada. Parece una tautología o un exceso de la metáfora, pero en Paternal un padre se abraza fuerte a su hijo. Ambos lloran. 

La cancha de Argentinos Juniors, uno de los lugares elegidos para el tributo. 

A cinco cuadras de ahí, en el frente de la casa de Lascano 2257 que le compró Argentinos cuando salió de Villa Fiorito, ahora convertida en museo, una estampita de la Virgen de Guadalupe y otra de Eva Perón rodean su figura. Un par de feligreses intentan un tributo mientras son asediados por las cámaras y su voracidad insaciable. Un auto aminora la marcha, alguien saca la mitad del cuerpo por la ventanilla y grita con lo que le da la garganta: ¡Te quiero Diego!

En la tarde del sábado, la esquina más famosa de Villa Devoto que marca las coordenadas de la vieja trifulca con Julio “Huevo” Torresani, cambió el Segurola y Habana por Diego y Maradona. Flores de plástico y un gran corazón brillante que dice Te Amo cuelgan del poste al que se aferra un joven en su silenciosa despedida y frente al cual ahora se hinca de rodillas un hombre que reza y se toma la cara en un gesto de desconsuelo. Luego suena una armónica con las estrofas del himno. Todos aplauden. 

Padres con sus hijos despiden a Maradona en Segurola y Habana. Foto: Migue Roth.

Las velas encendidas aparecen, de pronto, en distintos rincones de la ciudad de Buenos Aires y los rituales proliferan tanto como las lágrimas. Habrá quienes vean su silueta en el cielo entre las nubes iluminadas por la luna, en una mancha de humedad que se desparrama en una pared o en los contornos de un charco de agua. Algunos le rezarán o invocarán su nombre para salir de un mal trance y otros le atribuirán nuevos milagros. La muerte es apenas otro comienzo para los mitos que perduran en la fe del pueblo y en pocos han creído tanto los que creen y a ninguno han querido tanto los que quieren. Nadie nunca como Diego.  
 
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Un hombre corpulento con el ídolo estampado en la remera arroja un primer chorro a la tierra para después hacerle un trago largo a la lata de cerveza. Permanece a un costado de la tela metálica que sostiene el afiche donde se lee “Diego: la EP 63, tu escuela, te recordará siempre”. Es viernes al mediodía y las cámaras de los canales de televisión pululan frente a la casa de Azamor 523 en Villa Fiorito, donde nació y vivió sus primeros años Diego Armando Maradona. El hombre prefiere mantenerse al margen y seguir con su liturgia personal mientras curiosea todo ese despliegue inusual en el barrio. La vivienda mantenía una fisonomía no muy distinta a la que tenía cuando era el hogar de la familia Maradona, pero el miércoles, horas después de conocerse el fallecimiento del futbolista, la municipalidad hizo pintar un mural de Diego en la fachada. De ahí sale un joven cartonero de 31 años con la camiseta de la selección de Alemania que no quiere saber nada con la prensa. Algunos se acercan a dejar sus afiches, mensajes y cartas, como a un rey mago. Otros, a contar que conocieron al crack desde muy pequeño. Una mitología incomprobable de pequeñas anécdotas y recuerdos que hacen al orgullo y a la identidad de Fiorito, el lugar donde comenzó la historia. Acá todos quieren tener su parte, aunque mínima, en ese gran relato que conforma el mito de origen: barro, humildad y hambre compartidos con el más grande. 

La casa donde nació y se crió Maradona. 

A un par de cuadras de ahí, en el modesto predio del club Estrellas Unidas, hay un asado que se convida y vasos de cerveza que circulan de mano en mano sin temor al Covid. La cancha es un típico potrero de tierra apisonada despojado de césped, no muy distinta de cuando estaba en un terreno cercano y el club todavía se llamaba Estrella Roja, el equipo donde Diego jugó sus primeros partidos por plata entre los nueve y los trece años junto a jugadores que lo doblaban en edad. Lejos del personaje multiforme de las mil caras, acá Maradona es uno solo: Diego, ese niño en sepia con rulos frondosos que soñaba con jugar un mundial. Así lo recuerdan todavía algunos de los comensales que jugaron con él y que son, en cierta medida, el negativo de esa fábula espectacular. Son los que se quedaron, los que nunca salieron del barrio a pesar de su talento. Los que no se salvaron. O los que se salvaron, depende quién cuente el cuento. 

A un costado del potrero desierto, el duelo es distendido y prolífico en anécdotas. Pancho cuenta cuando le robó una honda a Diego de niño. Otro afirma que acá hubo alguien que jugaba todavía mejor que el diez: Patota, quien falleció hace unos meses y gozaba de una habilidad prodigiosa, pero se inclinó por el alcohol y no pudo, acaso no quiso, despegar del amateurismo. Héctor Armando Mansilla, mejor conocido como Cabeza, lo desmiente: como Diego no hubo nadie. Ni lo habrá. Colgado de una de las paredes del tinglado, hay un cuadro donde se ve al Maradona niño en la formación del Estrella Roja. En aquellos tiempos, el presidente del club era su papá, Chitoro, quien mezquinaba a su hijo de las patadas criminales con que los rivales pretendían detener la carrera de ese jugador que empezaba a remontar vuelo a la estratósfera sublime de su fútbol. 

En la cantina del club, con 68 años y la camiseta puesta, es Cabeza quien recuerda la vez que Diego volvió al barrio ya como el Maradona estrella del Barcelona. Cuenta que vino y los llevó a la quinta que tenía en Moreno. Esa jornada hubo asado, helado, whisky y fútbol. Fue la última vez que jugaron con él, lo que siguió fue su viaje sideral a lo más alto de la fama mundial. Y aunque nunca se olvidó de ese origen ni abandonó la consciencia de clase, ya casi no volvieron a verlo por acá. Como una especie de fetiche sagrado, Héctor conserva un viejo bolso Puma que Diego mandó lleno de camisetas de regalo. A él le dio un par de botines que se gastaron en unos cuantos partidos. Acá, todo se rompe con la dureza del entorno. Sólo sobrevive el recuerdo como materia prima de la leyenda.

Las huellas que dejó Diego en Fiorito se amplifican en esa mitología barrial que se comparte en sobremesas de asados, en amaneceres etílicos y nostalgias de potrero; relatos que se han ido difuminando con el tiempo y que marcan el punto de partida del héroe. Mañana, bajo un diluvio torrencial, otra vez habrá futbol en esta cancha y acaso el mito se empecine en volver a empezar. Serrucho, otra de las viejas glorias del Estrella Roja, prefiere no creer que esa historia haya llegado a su fin:

- El Diego no se murió ¿eh? Se metió el mundo en el bolsillo y se fue de joda. 
 
 
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Todavía no había terminado de llorar la partida final de mi viejo el miércoles 25 de noviembre cuando recibí la noticia de la muerte de Diego. En ese momento, miré de reojo hacia el rincón donde estaba la urna con sus cenizas como rogando un abrazo imposible; un gesto que me sostenga ante la fragilidad de un mundo que parece desmoronarse. A veces, ni la vida ni la muerte dan tregua, la felicidad y la tristeza son estocadas que nos atraviesan de lado a lado, sin anunciarse, como esos cinco minutos que separan al primer gol de Maradona a los ingleses, el de la mano de Dios, del segundo, el del barrilete cósmico. Tal vez, la eternidad no es más que un instante abrumador donde cabe toda la belleza. Ese mediodía, me fui como escapando y sin querer creer. La muerte es también un acto de fe, incluso para el más ateo. Seguí caminando mientras el teléfono en mi bolsillo confirmaba la noticia. Cuando encontré un refugio para el llanto, vi los mensajes, casi todos decían “me enteré y pensé en vos”. Desde entonces, me acecha la pregunta: qué había de él en mí; qué había de Diego en todos nosotros.

El tributo en Segurola y Habana. Foto: Migue Roth. 

No tengo recuerdos del mundial 86 ni de los tiempos en que Maradona edificó su épica napolitana. Pertenezco a la generación que llegó un poco tarde y se perdió el ápice más alto de su trayectoria deportiva. Para mí y para muchos otros como yo, Diego fue un héroe que transitaba las derrotas de sus últimas batallas futbolísticas: en la final de Italia 90 y en su suspensión durante el mundial 94 - quizás una anticipación de esta tristeza colectiva-, en Sevilla, en su regreso efímero a Newells y en las últimas pinceladas que dejó en Boca. Después vino el Maradona Director Técnico, el Maradona conductor televisivo, el Maradona de las resurrecciones y el Maradona siempre expuesto a un show mediático que, encandilado por la fascinación que despertaba su figura polémica, excesiva, desbordada en quienes lo queremos y también en aquellos decididos a odiarlo, no buscaba más que fagocitarlo. Presumo que tampoco dejarán de hacerlo los mercaderes de carroña en las pantallas ahora que ya no está. El fútbol que representaba Maradona hace bastante tiempo que no existe más, pero todavía existía Diego. Y Diego es todo el fútbol, pero también mucho más. Muchísimo más. Es el rebelde, el artista, el incómodo, el pecador, el guerrero, el magnético, el grasa, el negro, el sublime, el abyecto, el bandera, el sicario verbal, el poeta de su propia lengua, el nombre embajada en cualquier rincón del planeta. Todo eso y aún más. Tal vez, algunos lo han comprendido recién ahora con todas esas lágrimas que no han dejado de fluir hacia un mismo cauce de dolor visceral, emotivo y celebratorio. Después de todo, cuando es por amor, el pueblo nunca se equivoca. 

Cada vez que me piden una biografía personal, por breve, formal o académica que sea, lo primero que escribo es maradoneano y después todo el resto. En tiempos donde estamos aprendiendo a aceptar y validar las distintas formas de autopercepción, yo elijo definirme desde ahí. Lo hice y lo hago siempre con convicción y con orgullo. No exagero al decir que ser maradoneano me ha franqueado el acceso a una red de vínculos y afectos. Me ha permitido sentirme parte de una comunidad que comparte formas de ver y pensar el mundo atravesadas por una compleja trama de relatos, entre ellos, los grandes relatos heroicos con los que crecimos en la infancia y los relatos políticos que, tantas veces, esquivamos aquellos que pertenecemos a una generación donde la política se ha representado como un estigma. Lo ha dicho alguna vez el académico Pablo Alabarces: el maradonismo es la superación del peronismo por otros medios. Acaso lo trasciende como una forma colectiva de sentir. Y acá es donde todo se complica porque al amor no se lo explica, se lo vive. Tal vez convenga apelar al arrebato poético que usó Marcelo Gallardo para describir el fenómeno, aunque a la frase bien podría haberla cantado Valeria Lynch o Juan Gabriel: “Ese hombre llenó de sueños mí almohada". 

La puerta de la casa donde vivió la familia Maradona en Paternal. 

No sé bien qué sentía mi papá por Diego. No creo que lo haya admirado, pero entiendo que lo respetaba aún en la persistencia de algunos errores. Esa charla y algunas otras nos quedaron pendientes. Los padres suelen temer hacia dónde dirigen su admiración sus hijos. Mientras vivió, Maradona renegó de esa ejemplaridad que nunca profesó y muchos le exigían: “A los ídolos la gente los tiene en sus casas, bien cerca, pueden tocarlos. No es que los ven en la tele o en las revistas; están ahí… Por eso siempre digo que no soy ni quiero ser ejemplo”.  Maradona es un ejemplo imposible. Nadie más que él era capaz de entrar en ese cuero humano donde parecía caber lo absoluto. Un ser de dimensiones monstruosas como algunas de sus acciones. Un hombre que nunca temió exponerse ni al amor ni al odio como quien se deja arrasar por un tsunami. Inmolado, devorado, todo roto, Maradona es un deseo imposible; inabarcable. Sin embargo, en las canchas, en las pantallas y en las almohadas, para muchos fue la carnadura de los sueños de ascenso social, una revancha plebeya y el más democrático de los goces de los que tengamos memoria. En esa vida como fiesta sacrificial y en el derroche de darlo siempre todo, acaso algo hayamos aprendido del amor las generaciones que hicimos del maradonismo una forma de identidad posible. En el paroxismo de los días más felices y en la melancolía de esta última despedida, a no pocos enseñó que los padres también lloran. 


 
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Huérfanos de toda orfandad, vagamos buscando los fragmentos de eso que fuimos y que ahora parece perderse con el ídolo. Decido viajar a Buenos Aires en una despedida que asumo imposible y que el paso de los días no hace más que confirmar. No llego al velorio masivo y caótico en Casa Rosada, pero los restos de esa procesión se desparrama y los dolientes aparecen después en Paternal, en La Boca, en Fiorito, también en Rosario, en Nápoles y en Calcuta. Se llora, se grita y se canta en las calles con singular devoción y ostensible exterioridad, fieles al mandato de ofrendarlo todo, hasta la última gota. Diego sigue, incansable y excesivo, en camisetas que llevan su nombre, en remeras que tienen su firma, en altares con su foto, en videos, en murales, en anécdotas, en conversaciones de café y en historias que no dejan de multiplicarlo hasta la eternidad. Al regresar a Tucumán, a pocas cuadras de donde vivo, las velas que lo despiden y lo celebran están ahí ardiendo diez días después. Ese fuego no se ha apagado y acaso nunca lo haga porque somos millones y seguimos siendo eso que Maradona hizo de nosotros: personas que aman.  

Foto: Migue Roth.