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"Yo también los miro a ustedes": quién es Emilio, el tucumano de los 500 tatuajes

HISTORIAS DE ACÁ

Las mañanas del centro de Tucumán tienen a un protagonista que camina por sus calles principales y peatonales mientras genera una reacción tan única como colectiva: "Algunos me miran de costado, otros me miran de frente".

Emilio Jorrat tiene 517 tatuajes en su cuerpo.





Cuando abre los ojos cada mañana, lo primero que mira Emilio Jorrat es su cara en el espejo del baño al despertar: “Empiezo por los ojos, sigo por el resto. Me gusto. Después me visto y salgo”. Ya en la calle, desde que abre la puerta de su casa en el centro, la gente también mira su cara. Algunos lo hacen de costado, otros de frente: “Si caminás a mi lado, y yo voy con la cabeza gacha, y vos con la cabeza en alto, vas a ver que me miran más de 50 personas por cuadra”.


De gorra si tiene la mañana libre, de traje si en su agenda figura una reunión, de jogging si le pinta, de zapatos si se le canta, las miradas se posan mientras el joven de 26 años camina por las calles del centro de Tucumán y sus peatonales generando diversos efectos: la curiosidad, el guiño, la sonrisa y también el espanto: “Mucha gente como vos me mira y me dice: ‘Qué personalidad’. También hay gente que piensa que soy un mara salvatrucha (pandillas de Honduras), o que vendo drogas. La gente mayor generalmente es la más acomplejada”.


Estamos sentados en la mesa pegada al ventanal del primer piso de Café 25: antes de llegar y ordenar dos cortados que en total serán cuatro con seis vasos de soda y ocho scones intactos hasta el final de la entrevista, Emilio todo lo ha observado. Es él quien, antes del primer café y después del último será el dueño de esa cara tatuada que ahora, pese a la distancia social, puede recibir un pellizcón de abuela en el cachete izquierdo que tiene tatuado con la palabra Delirio o en el derecho con la palabra Sad.


“Cuando me ven la cara, hay tres tipos de señoras: la que se para y te ve y te dice: ‘Ay, pero tan lindo y por qué tantos tatuajes en la cara’, otra que me dice: ‘Me encanta tu onda’ y no falta la que dice: ‘Miralo a este’. Yo respeto todas las opiniones. El límite es el respeto: ‘Miralo al pelotudo este’. Es gente que se levanta de mal humor a quien yo le digo: ‘Pará, ¿yo te hice algo?'”.


Claro que además de las doñas tucumanas que lo miran y los señores grandes que balbucean, también están quienes le han dejado un beso con los labios cargados de rouge como la boca tatuada en el pómulo izquierdo y otras que lo hicieron lagrimear alguna noche y entonces se convierten en un tatuaje cerca del lagrimal que dice Goteo: “Son simbólicos. Nunca me tatué el nombre de un amor. Anoten: trae mala suerte tatuarse el nombre de la pareja. A los dos meses, cortan”, sonríe Emilio, quien desde la mesa donde estamos sentados mira a las personas que pasan y que, ya con este calor primaveral, dejan la piel y sus tatuajes al sol.


“José te amo”, “María sos mi vida”, son frases que pueden leerse en antebrazos, tatuajes que quizás una pareja se hizo al mismo tiempo para inmortalizar un amor que será para toda la vida con hijos, nietos y bisnietos que le preguntarán: “Abuelo, ¿cuándo te hiciste ese tatuaje?”. Pero también están los José y las María que no volverán a sentir el amor a flor de piel. Entonces, mis amores, la pregunta se cae de madura: ¿qué hacemos con el nombre tatuado para siempre? “Creo que cuando una pareja termina, lo último que te mirás es el tatuaje. Pensás qué pasó, qué te hizo, qué le hiciste, por qué no funcionó. Hay que buscarle el lado positivo: hay que convivir con el pasado, ¿no?”.

También se acuerda Emilio Jorrat, claro, lógico, por supuesto, más vale, del primer tatuaje que se realizó a los 17 años con su amigo del alma, El Peruano, el amigo que está en las buenas y en las malas, el que camina al lado mientras el tiempo pasa, tic tac, como las agujas de un reloj, tic tac, con la aguja y la tinta en la mano para satisfacer la curiosidad de aquel joven, justamente, curioso con los ojos magnificados, exaltados, desbordantes mientras esas agujas cargadas de tinta le penetraban la piel entre 80 y 150 veces por segundo para el primer tatuaje: “Me hice un dragoncito”.


Lejos de saciarse la sed de sentirse tatuado, Emilio no paró más: “El dragoncito no significaba nada. Parecía un tatuaje de chicle. Quería sentir la sensación. Recuerdo que dije: ‘Me va a doler como la p… madre’. Y no. Sentí como si me estuvieran pellizcando. Me gustó: me entró la tinta al cerebro. No descubrí nada nuevo: en la historia de la humanidad el tatuaje ha sido una de las primeras formas de expresión. Fijate que en la época de las cavernas ya había tatuajes: agujas largas, golpes duros, tac tac tac, y dolía el doble. El otro día leí que encontraron una momia con tinta en los huesos”.


Sin penetrarle la tinta hasta los huesos (al menos no por ahora), Emilio dispuso de su cuerpo delgado de un metro casi ochenta como un gran lienzo, como una gran página en blanco, pero con capítulos elegidos, a veces al azar, y a veces no para escribir y dibujar su historia por secciones que llamaremos Brazos, Manos, Pecho, Abdomen, Espalda, Glúteos, Piernas, Pantorrillas, Pies y Cara. “Después del dragón, empecé a hacerme tatuajes simultáneamente: no dejaba que cicatrizara uno y ya le metía otro. Toda mi vida está en mi cuerpo. Soy un libro abierto o, como dice mi hermana, un resaltador andante”.


“Si voy a llevar al tatuaje para toda la vida, me dije: ‘Busquemos algo que para mí es importante’. Quizás para alguien es un simple dibujo, para mí todo tiene que tener sentido. Detrás de la superficie, del tatuaje que ven, hay una búsqueda, un alma, un proceso íntimo. Esa búsqueda empezó por mi viejo, quien falleció en 2013: me dolió muchísimo. No era un padre solamente, era el que estaba siempre, era mi hermano, mi amigo, mi papá. Fue el segundo tatuaje con sentimiento, el que sabés que vas a tener 100 años con la piel toda arrugada y va a seguir ahí”, explica Emilio, quien ama tanto lo que siente que ahora ha comenzado a tatuar él mismo siempre bajo la guía sabia de su hermano El Peruano.

Así como su ángel de la guarda lo acompaña en cada paso sonriéndole desde la pantorrilla derecha, Emilio abre con los dedos dos paquetes de azúcar La Virginia, hace llover el azúcar sobre la espuma de su cortado cargado, revuelve todo lentamente como esta frase que ustedes leen, mira a los costados con una sonrisa pícara, detiene el pocillo a la altura de su nariz y, antes de hacer el sorbo, dice: “Tengo mi lado angelical, pero también mi lado satánico. Suena contradictorio. Pero no dejan de ser ángeles: a uno lo han tirado del Cielo y al otro lo han dejado arriba. Soy así”.


A las alas le siguen frases y símbolos, símbolos mayas, letras griegas, árabes como el antebrazo derecho donde se lee: “Si me pierdo esta noche estaré a tu lado”, una canción de Alesso, Dios sueco de la escena electrónica capaz de penetrarte los poros a tech y alabado por seres superiores como Tiësto, capaces de elevarte hasta que un día tendrás que caer cual ángel tatuado que siente placer en el dolor, en un dolor que cura, que sana, que cosquillea, que pellizca, que libera: “Me gusta el dolor. Tengo obsesión por los tatuajes: estoy a la noche acostado, me empiezo a tocar el brazo, siento dónde le falta un poquito de tinta. Me gusta mi brazo. Es diferente al de los demás. Tengo una conciencia completa de mi cuerpo. Eso sí: ya no sé qué tatuajes tengo y qué tatuajes no tengo”.


Delirio, Sad (tristeza), Forget (Olvida), Fuckin’ love (Maldito amor), Cerbero (el perro de tres cabezas que cuida el infierno), Sin mercy (sin misericordia), Familia (en griego), Calle, Meraki (talento en egipcio) y hasta Paquito (su primer perro que le regaló su papá) conviven con Goteo, el 22, Infinity y más. La lista sigue si Emilio gira su cabeza, pero todo lo relatado está en su cara. Es la cara que todos miran: las señoras, el mozo, el canillita, las empleadas de Iara Calzados, los floristas, los ambulantes y los taxistas.


“La cara empezó hace un año y medio y es un viaje de ida. La cara fue espontánea: ‘Veamos qué se siente’, pensé. Y me gustó. En los pómulos y cachetes no duele tanto, aquí sí (se toca la frente). Vi que también se tatúan la parte blanca de los ojos (esclerótica), pero no me animo a tanto. Hasta ahí no llego. Con los ojos, no”, dice Emilio, quien justamente con su mirada, asomándose un poco como si no hubiera vidriera que lo separara del precipicio de Café 25, me mira, te mira, nos mira.

“Tengo más de 500 tatuajes, 517 en total. Aunque no parezca soy muy tímido. La pasé muy mal una vez que desfilé. Iba por la pasarela y me sacaban fotos. Acá abajo, en las calles, hay otra pasarela de gente. Me gusta elegir esta mesa porque desde acá no me ven. Lo que veo cuando veo las calles de Tucumán es a buena gente. Chicas sonriendo, gente sonriendo, gente que mira mal, gente a la que le gusta que la miren, gente preocupada, gente a la que no quiero mirar cuando la están mirando porque no quiero que se sienta mirado. A veces es feo sentirse mirado. Desde aquí, desde mi lugar en esta mesa, ellos no me miran, yo los miro a ustedes, yo también los miro a ustedes”.