Top

"Sonría, Dios le ama": Harasin, el Duque de la Corte, el flash de Tucumán

HISTORIAS DE ACÁ

Es el hijo de un soldado y mozo austríaco que llegó a nuestra provincia: luego de atender un almacén en barrio El Bosque y vender medias en Pituca, se ha convertido en uno de los fotógrafos más célebres por su estilo, su historia, presente y un futuro maravilloso que anuncia en esta extraordinaria entrevista.

Juan Carlos Harasin, el Duque.





El ducado del Señor Juan Carlos Harasin comprende un despacho compuesto por dos mesas empotradas de roble barnizadas, un trono amoldado a su silueta estilizada distinguida por los cabellos rubios que lo coronan, fotos de figuras y personalidades sonrientes, birretes, bandas y diplomas, recomendaciones de la Corte, honores del Colegio de Abogados, pompas de los notarios, aplausos del Colegio de Escribanos, la cámara para tomar fotografías y, natural, un pocillo de porcelana blanca donde el mozo de Il Postino ya le ha servido el café, café que nuestro Duque ha tomado por la oreja del pocillo con sus dedos largos y delgados de pianista y uñas prolijamente esculpidas, manos que ahora despejan la mesa para hablar con este humilde servidor y escriba del periódico digital conocido familiarmente como el tucumano, a quien le dice: “Mi padre ha sido austríaco. Mi madre, santiagueña. Yo he nacido acá en el centro: en Monteagudo y Balcarce. Hace mucho tiempo. ¿Qué más quiere saber?”


Nacido en el año 1951, el Señor Harasin está aquí y ahora sentado frente a la pecera más grande de Tucumán donde huele efectivamente a café durante la mañana y a pizzas y otros manjares por el mediodía. La mañana en la cual fue concedida la entrevista, el Señor Harasin se ha ubicado intencionalmente de frente a las paredes de vidrio que le permiten distinguir tanto a transeúntes, ciclomotores y automóviles que circulan por calle 25 de Mayo como así también al transporte público con números simples y contundentes en sus carteles correspondientes a las líneas 4, el 5, el 7 y el 8 por calle Córdoba. Es decir: la mañana que fue concedida esta nota todavía funcionaban los colectivos que trasladaban, por ejemplo, al mozo que deja sobre la mesa otro café, un mozo como fue el propio padre de Harasin, a quien llamaremos Harasin I: “En efecto, mi padre era mozo y un autodidacta. Junto a mi madre, les agradezco muchísimo. Han sido una herramienta para que yo esté acá en este mundo”.


Aquel niño distinguido por sus buenos modales inculcados en la escuela Miguel Lillo y aplicados al noble arte de la atención al público en un almacén de barrio anclado en el frondoso corazón de barrio El Bosque, es el mismo joven que trasladó sus conocimientos al centro tucumano y a su cálida predisposición para acceder a las consultas de damas y caballeros que ingresaban por la puerta de Maipú 157, donde funcionaba Pituca, el nombre del local de Fabricantes Unidos de Medias, abrigo y caricia del pie en verano o invierno, talle y calce supervisados bajo el ojo del joven Harasin quien, además de mirar a la clientela, por el rabillo comenzaba a maravillarse con la urbe tucumana, con el esplendor de la galería Rose Marie, y con un día muy especial, un día que marca la sagrada unión entre Harasin y la fotografía: “Fue cuando mi hermano Julio regresó de Europa, jugaba con sus hijos, y uno de los niños estaba con una cámara de fotos Bairette. La vi y dije: ‘Me gusta esto. No sé por qué, pero me gusta’”.


Ese fue el momento donde Juan Carlos quedó embelesado para siempre por las propiedades y la figura de la cámara para tomar fotografías compuesta por un cuerpo sólido con dos pequeñas ventanas: la trasera para colocar el rollo de celuloide perfumado de alcanfores y enmarcado en las gamas de los sepias y cobrizos y la del lente en sí, esa extensión ocular de la mirada que descansa sólo cuando Harasin parpadea, deja de mirar a la gente que le pasa alrededor por las calles, y retrata cómo se quitó el velo y sintió: “Me saltó algo interior: empecé a ver”.


Luego de un tiempo en el que murieron todos los gerentes de Pituca (Harasin no se lo explica hasta el día de hoy, pero se lo atribuye al ciclo natural de la vida), asumió la gran pregunta fundacional de los nuevos tiempos del hombre moderno: “Dejé esa empresa y solamente tenía la camarita. Entonces me puse a pensar: ‘¿Qué hacer con la camarita?’ La respuesta la encontré al venir un día al centro. Fui a la Facultad de Derecho, encontré una señora, me presenté, le pregunté si podía sacar fotos, me tomó los datos y, al empezar a estudiar la cámara, me di cuenta que estaba con una cámara bastante básica, inferior a la que utilizaban los colegas a quienes miraba desde la otra esquina”.


“Todo eso que sentía cambió cuando un señor que me vendió una cámara, una Zeiss Pentax con un pequeño flash. Me sentía más seguro. La cámara te da seguridad. En ese tiempo era rollo, todo era rollo. Empecé a sacar fotos ahí: le sacaba fotos a las estatuas, a las paredes, medía las distancias, y así comencé el sendero que comencé hasta el día de hoy que estoy sentado aquí con usted”, explica Harasin mientras se acomoda el cuello almidonado de su camisa amarilla y ajusta un poco más la corbata azul y blanca como los colores de la Grecia antigua, en magnífica coincidencia con el origen de las estatuas de mármol que Harasin encontraba en fachadas del casco histórico tucumano o en el mítico paseo de nuestro bello Parque 9 de Julio.


Hasta aquí, claro, todo muy lindo con la belleza de las estatuas y las fachadas, pero el bolsillo también gobierna el destino de hombres y mujeres desde hace siglos: “Nosotros los seremos humanos queremos vivir dignamente. Tenemos esa intención. Y yo no podía darme el lujo de seguir sacando fotos a las estatuas: debía empezar con las personas y hacerlo comercialmente. Cuando me encuentro con la realidad, me pregunto: ‘¿Yo puedo ser el fotógrafo de la Facultad de Derecho?’ Me respondo: ‘Sí, sí puedo’. Tenía que tener los conocimientos básicos: 5,6; 125 y media potencia, es decir: 5,6 diafragma; 125 velocidad; y flash media potencia. Y ya no paré”.


El Gran Hotel, claro, era el ambiente cinco estrellas por donde las personalidades más importantes de la provincia se paseaban en congresos, disertaciones, presentaciones, inauguraciones, conferencias y hasta partidos de fútbol. El gobernador Ramón Bautista Ortega para ver el regreso de Diego Armando Maradona a la Selección ante Australia, el Premio Nobel de Medicina doctor César Milstein bajo el aura de su colega tucumano Alfredo Miroli, todos han pasado bajo la irresistible tentación de retratar el momento, congelar la sonrisa perlada, contener el aire y soltarlo cuando Harasin ejecutara el gatillo encandilando las miradas con el poder divino del flash.


Inalcanzable con su más de metro ochenta, la figura y la fama del Señor Harasin iba creciendo a pasos agigantados, pero sentía que algo le faltaba a él, al retratador, al que ordena la pose, al hombre detrás de la cámara, al heredero de retratistas de los célebres archiduques del imperio austrohúngaro, a él, a Juan Carlos Harasin le faltaba lo que un día decidió incorporar a su atuendo: “Siempre me vas a ver impecable porque es una forma de vida. Pero hubo un día que el doctor Veiga me dice: ‘Al Gran Hotel van a venir todos los Presidentes de todas las Cortes del país. Y tú vas a ser el único fotógrafo’. Entonces fui, me compré una camisa, una camisa por supuesto blanca, me puse un moñito y me compré guantes blancos. Vino un miembro de la Corte, entraban, yo ya estaba súper preparado, lo saludé, me presenté y listo: ‘Doctor, buenas tardes, ¿cómo está? Pum pum pum’”.

 


Cinéfilo incurable, Harasin trascendió las limitaciones de la fotografía y puso en marcha su pasión por la imagen en movimiento: puso en garantía su casa con tal de conseguir el proyector Sanyo en Castillo, adquirió parlantes Fender y junto al Maestro Ovejero montaron un ciclo de cine por donde desfilaron todos los géneros del Séptimo Arte. De todas las películas que vio Harasin, hay una escena que elige de Titanic: “Había lamentado que en aquella ocasión con los presidentes de las Cortes no tuviera una foto mía. Entonces un día le dije a mi señora que me retratara a mí: agregué unos tiradores azules, y ahí ya sí quedé como un duque. Eso está en la sangre. Viendo Titanic, cuando el protagonista (llamado Leonardo Di Caprio) estaba en la mesa de la escena en la lujosa cena, lo notás: hay gente a la que el traje le queda grande, y hay otros a los que no. Es como si estuviera un pez en el agua, todo fluye normalmente, naturalmente, eso no se consigue fácil, se tiene. Sí, podría decirse que soy como un duque del imperio austro húngaro. Por ello sé que un hombre debe estar siempre bien vestido y con cartas de recomendaciones”.


Es entonces cuando Juan Carlos Harasin toma con sus dedos las carpetas que lo acompañan y saca papeles debidamente plastificados. Son recomendaciones que a esta altura de su rica vida no necesita, pero disfruta al exhibirlas. Recomendaciones excelsas que dicen, a modo de ejemplo: “Conste por la presente que el Señor Juan Carlos Harasin está autorizado a tomar fotos por su cuenta y sin relación alguna con esta institución en los eventos que se organizan en este Colegio de Abogados de Tucumán desempeñándose en esa tarea de manera correcta, amable y responsable”.  O: “En mi carácter de Gerente del Colegio de Escribanos de Tucumán recomiendo muy especialmente al Señor Juan Carlos Harasin, es persona de conocimiento, honorable, eficiente y profesional con especiales aptitudes de trabajo en sus actividades de filmación y fotografía de eventos de esta institución en la que es convocado desde hace años para estas tareas”.


“Esto me llena de orgullo”, sonríe Harasin, cuyos planes futuros son sencillamente maravillosos y responden a la continuidad de aquel sendero que inició cuando la primera cámara marca Bairette llegó a sus manos. ¿Cómo continuará el rollo de una vida de película? “En movimiento. Estoy a punto de emigrar. Con mi camioneta y mis equipos voy a recorrer todos los pueblos del país. Voy a visitar y proyectar películas en todas las plazas. Voy a empezar mi recorrido por Tafí Viejo. Pero siento que las plazas del mundo me esperan. Mi hija me dijo: ‘Papá, ¿cómo a los 68 años vas querés salir a buscar al mundo?’ Le respondí que a los 70 años Chopin compuso sus más bellas melodías. O la Capilla Sixtina, de Leonardo. Sobran los ejemplos. Hay tres palabras que me las grabé cuando yo estudiaba el mundo espiritual: Pensar bien, Hacer el Bien y Actuar bien. Yo y mi mundo seguiremos nuestro recorrido, y siempre con mi frase de muletilla que me acompaña cuando tomo fotografías, en la Corte Suprema de Tucumán, o en el lugar donde esté: ‘Sonría, Dios le ama’".