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"He repartido alegrías y tristezas": Miguel Alderete, el cartero de Tucumán

HISTORIAS DE ACÁ

Hace más de 30 años empezó a llevar sentimientos guardados en un sobre por las casas tucumanas: "Te esperan en la puerta". Un pedazo de la mágica vida del señor postal metido en el corazón de la provincia.

Miguel Alderete, el cartero de Tucumán.





“Estamos en la sala de carteros, todo el radio centro desde la 24 hasta la Roca, y desde la 24 hasta la Sarmiento. Tienen tres calles algunos: Brígido Terán, Sáenz Peña, Moreno, otro hace Las Heras, Entre Ríos y Congreso; otro hace Buenos Aires y 9 de Julio; otro Chacabuco y Ayacucho; el mapa lo tengo en la cabeza”.

Desde el subsuelo donde habla Miguel Alderete, la música que sueña es la de la radio sobre la heladera. Las paredes están cubiertas por 21 muebles con 16 casilleros cada uno, donde reposan las cartas a ser entregadas, efectos y afectos personales de los carteros, una foto de la Virgen, un perfume Boss, 10 cascos de motos, un caloventor y seis bicicletas. Y los sellos por supuesto.

“Yo hacía la 24 al 600, 700 y 800, de ahí hasta la Roca por Chacabuco y Ayacucho. Entrábamos todos los días a las 6 de la mañana. A las 5.30 ya chapaba el 7 que me dejaba acá, frente a la Anses. Todas las cartas venían de la Asunción y Belgrano, ahora vienen desde Las Talitas. Se ponían en bolsas blancas arpilleras, todas las cartas juntas hechas un quilombo, y se dividían en 16 repartos. Yo era el número 13. Agarraba mi bolsa, dividías por calle: 24, San Lorenzo, así, y después por la altura, por el número de la casa. Yo empezaba por la 24 al 600 y de ahí agarraba Chacabuco primera cuadra, Crisóstomo, San Lorenzo, subiendo y bajando”.

El cartero tiene la misión en esta vida de llevar lindas noticias y algunas no tanto: desde una declaración de amor hasta la boleta de luz. “Es así, tal cual. Antes llevábamos de todo: hasta los teléfonos fijos. Te estaban esperando. Algunos vecinos te putean: ‘¡Dejá de traer cuentas!’, te dicen, riéndose. Pero ellos también te esperan: saben que tienen que recibir la boleta y pirar a Edet”.

“Yo arranqué en el 89. Antes no había internet ni nada. Teníamos guardia por las noches. Los mensajeros, que están en otra sala, llegaba las 12 de la noche o de madrugada y llegaban telegramas de fallecimientos. No había celular ni nada: alguien de Buenos Aires, por teletipo, tí tí tí tí, tí tí tí tí, y así llegaba el mensaje, y en el acto le llevabas a la persona, eras el primero en decirle: ‘Mirá, ha fallecido tu tío’. Eras el primero en darle el pésame. Se pone a llorar ahí la doña, ¿y qué hacés?”.

La oficina de los mensajeros ya casi no entrega telegramas. Ahora lleva noticias más actuales y más agradables como las de Mercado Libre. “Duele entregar un telegrama de despido. Aunque el que lo recibe ya sabe: está medio preparado. Cuando das el pésame es más jodido, por ahí te encontrás con una mujer sola, y tenés que consolarla, tenés que hablarla, sos la primera persona que le das la noticia”.

“Pero también están las cartas lindas para entregar: cartas de amor, o cartas de los hijos a sus padres. La mayoría gente grande que salía a la vereda a esperar la carta de un hijo que vive en el extranjero. Ahí te invitan un café, te hacés amigo, mavale que te hacés amigo con el tiempo. Cuando les llevás las cartas, te dicen sobre todo en los colegios: ‘Miguel, cuando quiera venir a tomar un café, sobre todo en las mañanas de frío, ya sabe: venga. Pidale a las mujeres que limpian nomás’. Y seguís”.

A Miguel Alderete le dicen Ratín. Así le puso el tío de chiquito. El tío era hincha de Boca y Ratín su Dios desde que estrujó una bandera inglesa en un banderín del córner. Aquí, en la inmensidad del Correo, conoció a Gareca, a Antonio Di Marco, a quien le pusieron así por las mechas largas y rubias como el Tigre goleador que dirigió a San Martín. Como cartas, Ratín y Gareca viajaron a ver a San Martín a todas partes. Como cartas sin entregar, Gareca ya se jubiló y Ratín atiende a la gente que llega esta mañana a buscar la tarjeta de débito para cobrar el IFE: “Mandaron 166 tarjetas sólo al centro”.

Si Miguel Alderete se quita el camperón azul del Correo Argentino, si sube el volumen de la radio y si se pone en la piel de Nino Bravo buscará entre sus cartas amarillas mil te quiero, mil caricias: “Las primeras cartitas de amor fueron en la primaria. Yo iba a la escuela Benjamín Villafañe, antes estaba en Blas Parera y Villafañe. Después, cuando se cerró El Matadero, quedó la escuela. No sé cuántas cartas de amor debo haber entregado. Eso es lindo. También es lindo la primera semana del mes, cuando cobrabas: antes mandaban cheques y hasta plata escondida en un sobre. Muchas madres para sus hijos que venían a estudiar a Tucumán. No se podía mandar dinero, le mandaban el billete entre una carta y así podían comer los changos: de Bolivia, de Perú, de Jujuy, de Santiago, de Salta, de todos lados esperaban esa carta del pago. Te veían llegar y ya te decían: ‘¡Cartero!’ Hasta comida, bollos, todo le mandaban”.

El edificio donde estamos tiene más de 80 años. Lalo Molina, el relojero de la calle Córdoba, ya había dicho que se podía arreglar el reloj que corona la torre de ladrillos naranjas a la vista. Hubo un tiempo que el reloj daba la hora. Las agujas clavadas en las 6 de la mañana le daban la bienvenida a Miguel y a los carteros tucumanos. También abría la boca el buzón rojo que todavía está en la vereda de 25 de Mayo mientras la cola de personas que mantienen el distanciamiento social llega hasta el hotel Tucumán Center.

“Antes vos comprabas la estampilla y mandabas el sobre en el buzón. Ya no funciona. Se usaba eso. Por ejemplo: vale una carta simple 10 pesos. Eso certificaba que la habías pagado. Todos los días pasaba una camioneta a retirar las cartas de esos buzones. Si no pagabas la estampilla, lo pagaba la persona: ‘Si usted paga, le entrego. Si no paga, no’. La gente pagaba porque veía que era un familiar. Muchas cosas pasaron por este edificio. Hay gente jubilada con 50 años de trabajo. Antes entraban a los 15 años. Yo andaba a gamba, pero antes el Correo tenía dos bicicletas. Grandes con un canasto. Hay un muchacho que todavía la conserva: Luis Galván. No está trabajando ahora porque tiene más de 60 años”.

En tiempos de pandemia, Miguel esboza una sonrisa cuando habla de los días más lindos para entregar cartas: “El Día del Cartero es hermoso. Y la época de las Fiestas. Me ha tocado mandar cartas importantes a Casa de Gobierno. Tenés que subir por la San Martín a la parte que le llaman El Altillo. Hay una piecita chiquita cerca de los techos: ahí se dejan las cartas para los ministros, para el Gobernador, para todos. En el Día del Cartero nos regalaban siempre cosas: era costumbre. Sidras, pan dulce, todos los años”.

Subimos por un ascensor desde el subsuelo: a través de las puertas manuales que funcionan como el primer día, Miguel se mueve como el señor del Correo que es, el dueño simbólico de un trabajo y de un edificio por donde pasa todo desde fines del 30. Es Miguel Alderete quien saluda con una mano arriba a los mensajeros, a los de Encomienda, a los nuevos compañeros, a los que acompañan todas sus mañanas y es Miguel Alderete quien sale por calle Córdoba, por la entrada de los trabajadores del Correo mientras la ciudad toda se mueve al compás hasta que llega una señora de Villa Amalia, acompañada por su hijo, preguntándole por una carta, por una carta que la espera.