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Las horas de Miguel Minuto, el peluquero de todos los tiempos

HISTORIAS DE ACÁ

Llegó en un barco desde la Italia de la posguerra hace más de 60 años y por sus manos y tijeras han pasado las cabezas de miles y miles de tucumanos. Quién es el hombre detrás de una historia que asombra.

Miguel Minuto, el hombre.





Las agujas del reloj Orient que Miguel Minuto lleva en su muñeca izquierda marcan su tiempo. Es un tiempo que Miguel Minuto comparte desde que abre las puertas de su mundo. Son minutos que se convertirán en horas sentado frente al espejo por donde miles y miles de tucumanos se han cortado el pelo en los últimos 30 años.


Son las puertas de un mundo que tiene nombre en letras rojas y bordes dorados: Miguel Minuto, salón masculino. Una vez adentro del salón, el tiempo se detiene y avanza al compás de las tijeras Monserrat que acompañan a Miguel Minuto desde hace 50 años: “Son españolas. Las compré cuando empecé en Rosario. Las traían los hermanos Fortunato desde Buenos Aires. Las hago afilar en Bisturí, aquí en la calle 24. Mire: no fallan nunca”.


Aislados del sonido que llega desde el centro de San Miguel de Tucumán, aquí adentro, sentado en el sillón crema con clima de diván, Miguel Minuto baja un poco el volumen de la radio anclada en La Compañera y mientras Isabel Pantoja canta, las tijeras Monserrat esperan su propio tiempo. Antes, este hombre de 72 años y ojos claros como una mañana de otoño apoya el codo derecho y dice: “Vamos a hablar como si te estuviera cortando el pelo, pero no te voy a cortar el pelo. Quizás acomodo algo, la pelusita del cuello, el remolino, pero nada más. En 20 días tenés que volver. Recién ahí amos a cortar. Ahora, hablemos”.


Son los ojos de Miguel Minuto los que marcarán el tiempo de la conversación con el tucumano. Son los ojos de un niño que nació en plena posguerra, en el pueblo siciliano de Regalbuto, en la provincia de Enna, Italia. Esos ojos son los que han visto cómo a la escuela que todavía existe le faltaba una parte de la fachada por las bombas caídas. Son los mismos ojos que han visto el trigo entre las manos de su padre José, las sábanas blancas colgadas al sol por su madre Vita. Son los ojos de Miguel Minuto los que han mirado el cielo y el mar durante 21 días y 21 noches del viaje en barco, un barco de guerra que lo trajo con su familia desde Italia el 25 de agosto del 57 y lo dejó en el puerto de Buenos Aires el 14 de septiembre.


“Lo único que vos veías era el cielo y el agua del mar. No había más. Yo tenía 9 años. Como era el más chico, venía en el camarote del barco con mi mamá. Y mi hermano, que tenía 12, estaba con mi papá. Por lo que uno guarda en las retinas, recuerdo que estaba el comedor para comer, las escaleras para subir a la borda, y abajo las habitaciones. Cuando llegamos a la Argentina, serían las siete y media de la tarde, ocho a lo mejor, porque ya oscurecía. Estábamos todos los inmigrantes en el barco esperando para poder pisar tierra: ‘No se olviden las cosas’, nos decían. ¿Qué cosas? Yo viajaba con la ropa puesta, con un pantalón corto y con hojas de diario bajo el saco para protegernos del frío. Durante esa espera, recuerdo las palabras de mi padre, que se iba con mi hermano a averiguar qué pasaba y me advertía: ‘Vos Miquelino, quedate acá con la mama’”.


La mama de Miquelino, antes de que naciera el pequeño, había dado a luz a Vita, hija de Marchese, un italiano que había llegado a la Argentina para trabajar como capachero con tanta mala suerte que cayó de un andamio y murió. Pero el destino de la familia Minuto en Tucumán estaba marcado como el tiempo desde mucho antes, desde la corriente migratoria que trajo al abuelo de Miguel Minuto, también llamado Miguel, a trabajar en el ferrocarril Mitre: “Acá, a un par de cuadras de donde estamos, frente a la plaza Alberdi. Ahí empezó todo. Porque mi padre, todavía en Sicilia, quería venir a conocer a su padre. Y así fue: llegamos en el barco, bajamos en Buenos Aires, pasamos una noche ahí, mi padre vino a Tucumán, estuvo una semana aquí solo, conoció a su padre y volvió a Rosario para estar con nosotros. ¿Ahí vamos?”.


El árbol genealógico de los Minuto es frondoso, pero basta con abrir los dos baúles de madera que trajeron en el barco para avanzar en la historia. Es una historia que sigue a través de los ojos de Miguel, quien recuerda todo: recuerda qué había en el baúl, recuerda el blanco de la ropa de cama, la máquina Singer desmontada por su hermano Pedro para hacer más pesado el baúl, pero cargándolo entre todos los hermanos de una familia de inmigrantes que se instalaba en una pieza: “Había dos camas: en una dormían mis padres, en la otra yo con mi hermano. Me decía que era su baldecito: donde él iba, yo lo acompañaba”.


Fueron esas primeras noches de sueños e ilusiones las que dieron paso a las manos de Miguel y su historia: “Tenía 11 años y trabajaba con mi hermano como tornero: hacía taladros. Y así ayudaba a mi padre que ni siquiera sabía bien hablar el español. Todavía no sé cómo hizo para venir a Tucumán solo a conocer a su padre, a mi abuelo, que había venido en el 23 a la Argentina, que trabajaba en el Ferrocarril Mitre, que con la zorra les llevaba las valijas a los pasajeros que subían y bajaban, y que con esas propinas vivía. Nuestros orígenes fueron así: siempre fuimos humildes y trabajadores, desde toda la vida”.

Hora cero: los comienzos de Miguel Minuto.


Trabajos que siguieron en la vida de Miguel Minuto todavía en Rosario, pero ya con Tucumán en las charlas de sobremesa. Hasta que llegara Miguel Minuto a Tucumán, primero sus manos aprenderían a hacer mandados, a armar estufas a kerosén y a vela, luego a trabajar con silletas de cuero para las bicicletas Flavio, y el salto a un taller mecánico para pintar autos gigantes: “Kaiser Carabela, el Cross Country, el Rambler, el Valiant, todos autos gigantes que no entrarían en este salón”.


Este salón es donde Miguel Minuto mira de reojo las tijeras Monserrat, la navaja con la hoja Gilette, el talco y el cepillo que corona cada corte de pelo, pero primero lo primero: el mandato de su padre, quien siempre creyó en el trabajo y también en el destino: “Nosotros vinimos en el 57 porque una mañana las gitanas de Sicilia le leyeron las manos a mi papá y le dijeron: ‘Vos vas a hacer todo lo que quieras hacer, pero a partir del año 57’. Por eso vinimos ese año a la Argentina”.


Es el mismo José Minuto, padre de Miguel, quien había apoyado los pasos de su hijo y de su hermano Pedro, el primer peluquero de la familia casi por casualidad, después de quedarse sin trabajo, ya casado, y con una suegra que le sugirió: “¿Por qué no aprendés peluquería así me cortás el pelo gratis?”. Así llegó Pedro Minuto y su baldecito Miguel a la Academia Rosario de Peluquería Masculina, cuyo diploma profesional está colgado en este salón y certifica que: “El señor Miguel Minuto ha realizado satisfactoriamente los cursos de Cortes de cabellos estilo Clásico y Georges Hardy, Modelado a Navaja y Peinado Masculino Moderno”. 

Los diplomas, trofeos y recuerdos abundan en el salón: cada uno guarda un tesoro.


Del taller mecánico donde Miguel Minuto había aprendido a pintar y encerar autos, ahora con diploma propio se preparaba para el primer corte profesional de su vida: “A las seis de la tarde salía del taller y abría la peluquería. El primer corte que hice fue a un cliente que tenía una gomería: Don Cacho. Pregunta por mi hermano Pedrito, quien ya se había mudado de salón y me pregunta: ‘¿Usted no se anima a cortarme el pelo?’ Le dije que sí. Estaba nervioso, pero me dijo que le quedó muy bien. Era el corte clásico: una media americana, con máquina a los costados y tijera arriba. Después vino Sandro, empezaron las patillas, y cambió la línea de corte. Pero el primero fue Cacho, hace 50 años, y nunca más paré”.

Trazando una magnífica paralela de vida, hay un hermano que el tiempo, el camino, las buenas y las malas han unido a Miguel con su gran amigo Mariano Carcanella, 46 años de una amistad que nació en Rosario y, casi al compás, continuó en Rosario. Es el joven de anteojos que canta el cumpleaños de Miguel Minuto en la foto, una foto donde Miguel Minuto quiere abrazarse con todos los afectos, hasta con la torta, con los brazos abiertos de par en par, extendidos para los abrazos que llegan: "Para mí, Mariano es mi hermano del alma. Nos conocemos desde Rosario y hemos vivido muchas cosas a través de las familias. Hemos compartido de todo: lindas, y no tanto. Según el Padre Lalo, a los amigos se elige. Él es mi amigo del alma. Yo vine en 1979 y él en 1980. Son 46 años de amistad".

Cumpleaños feliz: Miguel ya pidió los tres deseos y sopla. A su lado, su amigo del alma, Mariano, e Isabel, el amor de su vida desde hace 50 años.

Claro que en toda historia falta una mujer y se llama Isabel Pastor, docente, profesora de Matemáticas, disculpándose porque está cocinando unas berenjenas rellenas para el almuerzo, porque acaba de picar la carne y ahora está con la cebolla para una salsa que se percibe mientras Frank Sinatra canta New York, New York, y la pausa en la historia de Miguel Minuto se hace con un café La Virginia con una cucharadita de azúcar servida en unas tazas con bordes dorados, regalo de la madrina para la boda celebrada hace 46 años en la parroquia del cottolengo de la avenida Mitre, un café que se acompaña con galletas Porteñitas servidas en bandeja de plata. 

Todo así, toda una vida así, Miguel e Isabel, Isabel y Miguel, una rima que cumplirá las bodas de oro de novios el año que viene, una rima que merece unas palabras de Isabel para que no se le pase la salsa: “Algo nos conocemos. Toda una vida juntos, ¿qué se le va a hacer? Mejor malo conocido que bueno por conocer”, dice Isabel y con Miguel estallan en una carcajada conjunta que se interrumpe con una advertencia y el trato de usted a usted: “Córtele bien el pelo al joven, ¿no? Mucha charla, pero no se vaya a equivocar”. 

Isabel y Miguel, Miguel e Isabel: se vienen las Bodas de Oro.


Y es entonces que Miguel Minuto toma por fin las tijeras Monserrat que compró en un almacencito de Rosario hace cinco décadas. Son las mismas tijeras que trajo a Tucumán junto a Isabel en el servicio Pullman del Ferrocarril Mitre, las mismas que lo acompañaron desde el primer salón en la calle Salta 214, cerca del bar Alaska de don Basualdo, a quien todavía le corta el pelo, o a Ángel de Su Crédito, como lo hacía con el doctor Alfredo Miroli, o con Hugo Bellos, el dueño de Todolandia, o a los maestros de la escuela 9 de Julio para los actos patrios, o a los modelos y galanes que levantaban suspiros y envidia en las galerías Rose Marie o  Florida, o a Roberto, el primer cliente en Tucumán, mecánico dental, novio de Betty que trabajaba en el hotel alojamiento de Mendoza y Salta, toda una vida así sin repetir y sin soplar, un soplido que llega cuando las tijeras vuelven a descansar cerca del espejo que refleja la imagen de Miguel Minuto. 

Es un soplido sobre los dedos del peluquero de todos los tiempos, aquel Miquelino que bajó en barco después de ver el cielo y el mar es este hombre que vuelve a abrir los ojos detrás de la nube de talco que corona un  nuevo corte de pelo, una tradición que ha compartido junto a grandes peluqueros de Tucumán como los muchachos del Salón Apolo, de Fígaro, de Los Oficiales, nombres como Roque Corbalán, Pepe Bolea, los hermanos Morales, el recuerdo para ellos y el saludo a los vecinos que pasan por la vereda donde ahora sonríe Miguel Minuto con su chaqueta celeste con dos bolsillos en el pecho: uno para el peine blanco y otro para la tijera: “Así es como se suele usar: el peine y la tijera, uno en cada bolsillo, uno en cada lado: todo es equilibrio, todo es tiempo, como este reloj que me regalaron mis hijas hace 50 años o como el reloj Phillips que tengo aquí arriba de mi cabeza. Mire la hora que es. Son como las tijeras: nunca fallan”.

Miguel Minuto, salón masculino, una tradición de Tucumán. 

Miguel hoy y antes: la misma chaqueta, la misma pasión de siempre.

Para sus nietitos.