Top

"Siento que está vivo y que me necesita": Eduardo busca a Miguelito, su gran amigo

HISTORIAS DE ACÁ

Hace casi 40 años que no se ven en una historia mágica marcada por el hambre, los amores, las alegrías, un abandono y un presentimiento. Un relato inolvidable con un final abierto.

Eduardo Santos esta mañana en su casa de Santiago del Estero.





Esta es la historia de una amistad. Como todas las buenas historias, empieza con un viaje. Eduardo Santos había dejado su Santiago del Estero natal una mañana del 71. Despidió a su madre en la terminal, se aferró a dos bollos envueltos en un mantel de tela, subió al colectivo de La Unión y llegó a Tucumán.


Ya en Tucumán para estudiar Ciencias Económicas, Eduardo Santos junto a dos santiagueños más vivió en una casa de fotografías convertida en pensión ubicada en calle 24 de Septiembre casi Muñecas, a metros de una confitería donde había un mozo y ese mozo respondía al nombre de Miguel García, Miguelito, el otro protagonista de esta historia que conoció a Eduardo una mañana: “Yo no tenía plata. Una vez había entrado a la confitería. Ahí conocí a Miguelito”.


Esa mañana que Eduardo conoció a Miguelito, temprano había mateado en la pieza de la pensión con los otros santiagueños. Tenía hambre. “Las tortillas y los bollos que me mandaba mi madre se ponían duros y había que mojarlos para comerlos”. Entonces Eduardo fue a la confitería, saludó a Miguelito y aquí llegó el primer acto de amor: “Miguelito abría temprano el bar para calentar las máquinas. Ese día me vio con hambre y me susurró: ‘Vení temprano antes que llegue el dueño. Vení temprano así desayunás todas las mañanas café con leche con tortillas y te vas a estudiar”.


Entre café con leche y tortillas, la amistad entre Eduardo y Miguelito creció como una panza a base de tortillas: “Yo siempre fui flaco, pero Miguelito era gordito. Bajito, gordito y de ojos celestes. Así era Miguelito, tan gordito que una noche me cayó a la pensión para pedirme el traje y no le quedaba. Ese fue el comienzo de una de las noches más felices de mi vida”.


La noche que Eduardo le cuenta a el tucumano fue la noche de un sábado. Miguelito había terminado de limpiar las últimas mesas, era fin de mes, pero había separado las propinas para darse el gusto de vez en cuando: ir al Casino de avenida Sarmiento. “Yo vivía ya en una pensión de la rotonda de la plazoleta Mitre. Esa noche me cae Miguelito. Para entrar al Casino en ese entonces se necesitaba traje y corbata. Y Miguelito no tenía traje. Yo no lo esperaba esa noche. Llegó a la puerta, metió un chiflido, aplaudió dos veces, yo salí a fijarme por la terraza quién era y lo vi. Ahí me pidió el traje. Pero yo soy alto y le quedaban largas las botamangas del pantalón y el saco no le cerraba. Me agaché a doblarle el pantalón por dentro y le dijo que no se abrochara el saco porque iba a quedar como sordomudo. También le había pedido que no fuera al Casino, que no jugara. Pero se fue”.


Con el traje de su amigo Eduardo, Miguelito fue al Casino y salió a la hora. Volvió a la casa de Eduardo, quien le preguntó:


- Y Miguelito, ¿cómo te fue?
- Mal, Eduardo… Perdí todo…

Cuando Eduardo estaba por morderse el puño para no largar un insulto, Miguelito le sonrió. Y le dijo:


- ¡Gané, Eduardo! ¡Gané! Vestite que vamos a comer bife de chorizo. Hay un restorán lindo cerca del Casino. Vestite, vestite.

A plata de hoy, cuenta Eduardo, eran una cinco mil pesos: “Vivíamos a fideo y arroz, pero esa noche comimos un bife de chorizo espectacular, inolvidable, a punto. Después de comer volvimos a la pensión y ahí se quedó a dormir. A la mañana siguiente del domingo nos despertamos temprano y me pidió que lo acompañara a hacer las compras para llevarle a la madre: compramos pollo, carne, arroz, todo para la madre que vivía en El Colmenar. Miguelito vivía para su madre. Y estaba muy contento ese día, pero después todo cambió con su madre”.


El padre de Miguelito había contratado a un muchacho del Paraguay para que lo ayudara a construir una pieza. Nunca sabía lo que iba a pasar: “Una mañana la madre desapareció. También desapareció el paraguayo. Eso devastó a Miguelito. Nunca supo cómo su madre podía haberlo abandonado. Tenía miedo que el paraguayo se la hubiera llevado a la fuerza a Paraguay y la hubiera matado y enterrado en una finca. Nunca se recuperó Miguelito de eso”.


En su propia búsqueda por armar una familia, Eduardo ayudó a Miguelito: “Un día viene y me cuenta que estaba enamorado de una chica. Y que le había escrito una carta. Yo le pregunté para qué le iba a dejar una carta en lugar de invitarla a salir. Miguelito era muy tímido con esas cosas, entonces le pedí que me mostrara la carta: estaba toda hecha un bollo, la letra improlija, no se le entendía mucho. Entonces lo senté a mi lado y le pedí que me contara qué sentía por ella. Yo le escribí la carta, la puse en un sobre lindo y se la llevó. A la mañana siguiente vino corriendo y contento: ‘¡Eduardo! ¡Me dijo que sí! ¡Que quiere ser mi novia! ¡Le encantó la carta!'”


Eduardo, por su parte, conoció a Blanca Isabel Suárez y se casaron en el 82. Eduardo ya había vuelto a vivir a Santiago del Estero en el 75 porque había fallecido su padre. Es en esta parte de la historia donde empiezan a pasar cosas que solamente una amistad como la de Eduardo y Miguelito pueden explicar: “Siempre supimos cuando el otro estaba mal. Mi papá había fallecido en Santiago, pero yo había ido a buscar a mi hermano que llegaba desde Buenos Aires al aeropuerto de Tucumán porque no había vuelos directos en esa época. Aproveché el viaje a Tucumán para buscar a Miguelito, me fui a la casa de El Colmenar, pero no había nadie. Él no sabía que mi papá había fallecido. Por eso me emociono cuando te cuento que al volver a Santiago para el funeral de mi padre, ahí estaba Miguelito, esperándome en la puerta de mi casa: Rivadavia 1024, barrio Centenario”.


El tiempo pasó y llegó el año 82: un hermano de Miguelito había ido a luchar a las Islas Malvinas, donde perdió una pierna y el Estado le dio un trabajo en una sucursal del Banco Nación. Miguelito mientras tanto hombreaba en el Mercado del Abasto. Eso lo supo Eduardo cuando lo vio por última vez, hace 38 años: “Como contaba, yo me había casado y nos fuimos de luna de miel con mi señora a Salta y a Tafí del Valle. Ahí le dije que necesitaba buscar a mi amigo, verlo, saber cómo estaba. No tenía teléfono. No sabía si iba a encontrarlo". 

"Fui de nuevo a El Colmenar y ahí estaba Miguelito, flaco, rompiendo en llanto cuando me vio aparecer. Me di cuenta que estaba mal, sin plata. Fuimos a comprar un pollo y un poco de mercadería. Comimos y esa noche nos quedamos con mi señora a dormir ahí. A la mañana siguiente, me levanté y le dije que iba a limpiar la mesa. Cuando estaba por tirar los huesos del pollo, me dijo: ‘No, Eduardo, dejá los huesos. No los tirés. Mañana me voy a hacer una rica sopa. No los tirés’. Eso me rompió el alma”.

Han pasado casi 40 años sin verse los amigos. Nada sabe Eduardo de Miguelito. Ya jubilado, Eduardo cumplió 70 años el 1° de enero de este 2020. Desde el primer día de este año tan especial para el mundo y sus vínculos humanos como la familia y los amigos, Eduardo se dedicó a arreglar cosas en su casa, a escuchar la radio, a tomar mates, a ver fotos con su señora Blanca y con su hija Verónica, y a pensar en Miguelito.

“Un vecino le sacó una foto esa vez que vino a Santiago. Le dijo que posara al lado de un chancho del monte como si Miguelito lo hubiera cazado. Sonreía Miguelito con la cara de pícaro. Gracias a mi hija lo estoy buscando a través de internet ahora. Le dijeron que hay un Miguel Ricardo García, nacido en el 51, con domicilio en la calle Lafinur 3359, y que falleció en 2013. Cuando me dijeron que Miguelito nunca lo creí. No puede ser él. Siento que está vivo Miguelito. Siento que está vivo y que me necesita”.

Eduardo Santos en el 82: el año que vio por última vez a Miguelito.