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69 días sin tener sexo por culpa del consorcio del edificio

Historias de acá

Muchos edificios en la provincia han extremado las medidas de seguridad para evitar la propagación del virus y eso ha generado el malestar en los vecinos. Ese fue el caso de Manuel Jiménez quien tenía todo preparado para pasar una velada romántica y terminó preso de su deseo. Y en su propia casa.

Una noche de sexo frustrada. (Crédito:https://cuidateplus.marca.com/)





Como una amenaza invisible y latente, la pandemia se ha metido en todos los ámbitos de nuestras vidas, incluso en nuestras camas. Hasta los placeres más mundanos se han visto alterados en este tiempo de una manera impensada. La cuarentena ha impuesto una distancia muchas veces infranqueable entre los cuerpos que, obligados por las circunstancias, han debido postergar el encuentro, la satisfacción y el goce mutuo. Manuel Jiménez aguantó de manera estoica desde el comienzo mismo del aislamiento social sus deseos más viscerales hasta el pasado viernes, momento elegido para desagotar ese torrente pasional tanto tiempo contenido. Estaba todo acordado desde el día anterior. La cita tenía lugar y horario. Ni él ni su circunstancial pareja necesitaban más excusas que las ganas que les bullían por dentro. La noche del viernes iba a ser la noche del romance. Pero el consorcio y un agente de seguridad en la puerta del edificio le pusieron coto a la pasión. Acompáñenme a leer esta triste historia.

Todo sucedió en un edificio de la zona de la esquina norte donde Manuel Jiménez, de 43 años, lleva adelante la cuarentena desde el 19 de marzo junto a su hijo adolescente. Ambos venían cumpliendo de forma estricta las medidas de aislamiento social: salían lo justo y necesario, siempre con barbijos, y no recibían ningún tipo de visitas. Pero el viernes el joven tenía previsto ver a su madre y Manuel había pensado aprovechar la disponibilidad del departamento para cumplir con el llamado del deseo largamente postergado en todo ese tiempo. Después de mucho, las condiciones estaban dadas. Ganas, había como para hacer dulce. Tanto suyas como de la chica con la que se ve ocasionalmente desde hace alrededor de cinco meses. Estaba todo dicho y acordado para el viernes a las 21. Hasta ese día por la tarde, nada hacía prever que esa noche de lujuriosa pasión se terminaría frustrando.

Como no había salido del departamento hasta entonces, no alcanzó a percibir el primer indicio: el cartel pegado en el ascensor que anunciaba que, a partir de las 20 de ese día, personal de seguridad custodiaría el acceso al edificio, tal y como se había previsto en la reunión de consorcio. Cuando Manuel bajó a despedir a su hijo y a comprar en algún almacén de la zona un vino y demás insumos necesarios para esa noche que vaticinaba como una noche perfecta, vio el mensaje en el papel, pero no le dio mayor trascendencia. Quien ha vivido en un edificio sabe que los espejos de los ascensores suelen transportar mensajes efímeros que hacen a la convivencia entre vecinos, alguna que otra publicidad de revendedores de Avón o de Natura y, sobre todo, reclamos, quejas, amenazas; casi siempre de carácter anónimo. La sorpresa se produjo una vez que, al llegar a la puerta, encontró al portero junto a un operario de una empresa privada de seguridad que, lista en mano, controlaba quién habitaba en cada una de las unidades. Sí, como en la puerta de un boliche. Y no, nadie ajeno al consorcio podría ingresar al edificio desde entonces en adelante. En eso, serían inflexibles. 

La primera reacción fue de incredulidad: ¿Justo ese día? ¿A esa hora? ¿Era una joda? No, no lo era. Una vez superado el momento de incertidumbre, Manuel se fue dejando arrastrar por la desazón de lo inexorable. “Yo el jueves a la noche ya había quedado con la chica y me meriendo con esta noticia el viernes a las 19. Ahí  ya se ha complicado todo. Después de casi 70 días no pude ponerla porque estos se han puesto la gorra. Pensaba en que no puedo tener tanta mala suerte. Aparte de que me sentía preso por la situación de no poder traer a alguien a mi casa, me preguntaba: ¿justo hoy? No sé, lo podrían haber hecho a partir del otro día. Tampoco soy anticuarentena, pero pará un poco”, recuerda ahora con la voz cargada de una tristeza casi melancólica. 

Las luces tenues, la música leve, las copas de vino, el roce de los cuerpos que se buscan y se mezclan entre las sábanas; todo eso se iba esfumando en su cabeza de camino al almacén. Una vez ahí, cambió la botella de vino por un paquete de cigarrillos. Hizo una pitada honda y dejó que el humo se llevara la impotencia que se había apoderado de él. Al volver a la puerta del edificio, el hombre de seguridad le preguntó cómo se llamaba para buscar su nombre en la lista. Si bien no habían pasado ni diez minutos, ya se había olvidado de su rostro. Con bronca, se negó a ser rociado en los pies con alcohol en el ingreso y, una vez en el ascensor, mandó el mensaje lapidario que cancelaba la cita: “Me quería hachar, me he sentido muy mal. Para que me crea le saqué una foto al cartel del ascensor. Yo ya me había hecho la película de que la íbamos a pasar bien toda la noche”. Manuel estaba preso en su propia casa y preso del deseo que lo invadía. 

La cosa no quedó ahí. Si cada casa es un mundo, el consorcio de un edificio es una galaxia repleta de mundos diversos. Y ese universo parecía cada vez más pronto a un estallido, ya que Manuel no fue el único vecino que consideró que la medida había sido arbitraria. La armonía de la convivencia tambaleaba. La primera señal fueron los mensajes escritos en lapicera y como al pasar que aparecieron al otro día en la misma hoja que anunciaba la restricción de las visitas: “Creo que a la gente no le parece lógico que no pueda entrar gente al edifico y que nosotros podamos ir, por ejemplo al supermercado. Además, lo del personal de seguridad era innecesario porque a esa misma tarea la pueden hacer los porteros. En el mismo cartel alguien escribió: ¿Y quién va a pagar el circo este?”. Desde entonces, el clima del consorcio se enrareció y la tensión se percibe en los comentarios que se intercambian en los palieres: “No hablé con nadie, pero la gente estaba molesta. El otro día había una señora que le reclamaba al portero porque no dejó pasar al técnico que venía a arreglarle el videocable, la señora es una señora mayor y le decía: este hombre no viene a acostarse conmigo”. 

Manuel no puede evitar pensar que, durante las primeras semanas de la cuarentena, muchos de sus vecinos hicieron asados en el quincho del edificio y recibieron la visita de familiares y amigos. Pero ya no quiere pensar en las disputas del consorcio y en quién fue el artífice de esa medida que le desbarató la noche del viernes; la noche dispuesta para el romance. Hasta exculpa a los porteros de esa movida que coartó su libertad sentimental y sexual: “Ellos son buena onda, pero se rigen por las órdenes de la administración”. Ahora, parece más bien enfocado en buscar una manera de sortear las dificultades para terminar con una abstinencia amatoria de 69 días, cifra por demás sugerente cuando de erotismo se habla. Entonces, como un buen estratega, medita la próxima jugada. Con los hoteles alojamientos cerrados por la pandemia y dado que la chica que iba a visitarlo el viernes vive con sus padres, las opciones parecen reducirse a dos: o le pide prestado el departamento a algún amigo de confianza o se busca otra amante circunstancial con mobiliario propio.

“Estas situaciones son típicas de esa gente que no es feliz y tampoco quiere que nadie sea feliz, que ninguno se divierta”, reflexiona acerca del conflicto en el consorcio ahora en un tono mucho más humano, más filosófico. Es posible que tenga razón y el caso se inscriba en la figura popularizada del perro del hortelano, aquel can que no come y tampoco deja comer. Pero ahora lo importante es el futuro y Manuel parece decidido a ir por la revancha con su cita frustrada del viernes pasado. “Cada vez que nos agarrábamos, nos matábamos”, revela en tono confidencial y sin entrar en detalles ajenos al pudor y al recato para luego proyectar esa noche que no fue y que quizás ahora sí sea: “¿Sabés lo que va a ser eso?”. Para no caer en obscenidades truculentas, quizás podamos imaginar la escena poética de un dique abriendo al unísono todas sus compuertas, de un tsunami con sus olas gigantescas, de la vehemencia con que sale despedido el corcho del champagne y el chorro espumante que lo acompaña. Imaginarse, en definitiva, un final alternativo y feliz para esta historia.