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"No soy cuchillero": Álvarez, el afilador de cuchillos de Tucumán

HISTORIAS DE ACÁ

Tiene 64 años y en su bicicleta con bomba de Ford Falcon y piedras de esmeril, José Álvarez pedalea las calles y rutas tucumanas: "En Juan Bautista Alberdi es donde más cuchillos se afilan".

Álvarez.





Las manos de José Álvarez brillan entre el oro del sol y la plata del cuchillo. Sus piernas flotan bajo el pantalón de gabardina mientras sus pies pedalean. Con las manos se pinza el pantalón por las rodillas antes de sentarse a la silleta y entonces a José Álvarez se le ven las medias de algodón azul francia y los mocasines de gamuza. Sus pies hacen girar la bomba de Ford Falcon, el corazón del vehículo que acompaña a José Álvarez por las calles y las rutas tucumanas bajo este sol de otoño. Y del verano también.


El corazón de José Álvarez, mientras tanto, late bajo el escudo de la campera Nike de Boca que compró en El Bajo. Las manos salen de las mangas: con la mano derecha siente el mango del cuchillo y con el dedo índice de la izquierda lo maniobra sobre la piedra de esmeril sin agua. “La venden en la Jujuy, cerca de donde almuerzo. Una señora que trabaja ahí me cocina y yo a cambio le afilo los cuchillos con los que me cocina. Son las vueltas de la vida”.


La vida de José Álvarez, de Álvarez, empieza un 21 de diciembre hace 64 años en Tucumán. Las ruedas del tren lo llevaron a Buenos Aires para trabajar en la construcción. Ahí talló las manos mientras armaba casas para otros mientras alquilaba una pieza en José C. Paz, corazón del conurbano bonaerense, una estación pasando San Miguel, otras más pasando El Palomar, ciudades en Tucumán con nombres de estación de tren en Buenos Aires, vagones apretados de personas como Álvarez arriba a las cinco de la mañana después del primer amargo. Diez años viviendo así para que no alcance la plata, ni en colectivo, ni en tren. Entonces, la vuelta.


“A Tucumán no lo cambio por nada. No se compara con Buenos Aires. Allá te falta una moneda y nadie te mira. Aquí tenés una urgencia y siempre aparece alguien. Entonces volví y seguí con los cuchillos. Allá me había enseñado un cuñado a afilar. Pero aquí en Tucumán empecé: no soy cuchillero, soy afilador de cuchillos”, aclara Álvarez mientras termina con el primer cuchillo de cocinar y sigue con el juego de Tramontina, los de mango de madera con dos solcitos de bronce: “Estos cuchillos son buenos. Acero de verdad. Por eso los tienen en tantas casas”.


Mientras empieza con los cuchillos para comer, Álvarez tiene que levantar la voz por la fricción del acero con la piedra: las esquirlas de metal saltan de vez en cuando, pero no lastiman a nadie. Al nieto de Álvarez sí lo han baleado en Villa Amalia por robarle la moto: “Eso me ha devastado. Hijos de milicos son. Yo ando por todos los barrios y también por el Sur. Los lugares donde más cuchillos se afilan son en Concepción, en Villa Alberdi, en La Cocha, y en Juan Bautista Alberdi. En Juan Bautista Alberdi se afilan muchos cuchillos”.


Cuando sigue por el segundo cuchillo, Álvarez se jacta de ser un afilador de cuchillos fiel, no como los otros, los más jóvenes: “Son gatos, no son afiladores. Arruinan los cuchillos y encima te lo llevan a los cuchillos. Yo soy honesto y no arruiné en mi vida un cuchillo: la técnica es clave pero la piedra tiene que ser la piedra esmeril sin agua. Es una piedra especial para no quemar los cuchillos”.

Álvarez le saca el filo al último cuchillo del juego cuando recuerda un caso que le pasó, el más cercano con las rejas de una comisaría: “A una clienta se le llevaron unos cuchillos muy lindos que ella llevaba a las exposiciones. Eran de oro y plata. Costaban 10 mil pesos cada uno. Yo volvía de afilar en el barrio Los Pinos cuando me contó la señora mientras comía, ahí en la Jujuy al 1600. Al parecer, el que se había robado los cuchillos era el marido de la hija, también milico. Se los había choreado. Eran caros. Querían meterlo en cana: pedían seis años de cárcel”.


Antes de terminar con las tijeras de mano que manipula, una vecina con barbijo blanco le habla a Álvarez, quien deja de pedalear para lograr el silencio por primera vez durante toda la charla: es un momento de paz, segundos lo suficientemente largos para verle la cara y los ojos. La señora, sin quitarse el barbijo, le pide que se acerque al edificio al lado de la verdulería: “Tóqueme el timbre porque tengo varias cositas para afilar”, le indica mientras Ávarez se despide con un dato y una pregunta: “Si quiere buenos cuchillos vaya a la Jujuy y San Lorenzo. Compre Arbolito, ahí los consigue a 600 pesos. En Canigó también los venden pero más caros. Con esos cuchillos no le falla. ¿Qué piso dijo la señora que era?”