"¡Central Córdoba campeón! ¡Hoy Doble Vida!": Koli Arce Vive, la historia imprescindible de Tucumán Zeta
copa argentina
Mario Cecilio Arce es la voz de la banda sonora que retumba en cada patio de Santiago del Estero. Música tropical, mito y leyenda del ídolo popular. El recuerdo del prócer de la guaracha. Texto: Gustavo Caro. Foto: Nicolás Núñez
La chica que escribe poesías dice que no puede más. Que así, no. Que es demasiado para ella el fuego entre dos amantes. El chango dice que todo va a estar bien, que alguna salida van a encontrar. Que las cosas hoy no son como antes y que todo se puede arreglar. La chica enciende el último cigarrillo del paquete y se arrima a la ventana. Afuera, la humedad de la madrugada aletea sobre la ciudad que todavía duerme con ventiladores encendidos en abril. El otoño arrancó vaporoso, tironeado por un verano espeso que tarda en irse y que demora con su densidad todo lo que se mueve o respira en Santiago del Estero. Incluso el tiempo. Con su espalda morena brillando por el sudor, la chica mira por la ventana la quietud de unos eucaliptus que plantan su paciencia en la vereda del frente. Y no dice más. El chango entiende que no queda otra y pide un remise.
El auto baja hacia el oeste por calle San Juan, luego toma avenida Colón hacia el sur. El olor a mierda del entubamiento de la Colón, que reemplazó en los ochenta a la vieja acequia con arboleda y agua fresca, amenaza con empeorarle la noche al chango.
– Por favor, agarrá por Alsina y metele derecho hasta la Aguirre.
El remisero dobla hacia la derecha, entrando más hacia el oeste. Al cruzar por 12 de octubre, asoma en la esquina la sonrisa de Koli Arce en medio de la noche. Un mural tamaño natural de su figura sorprende desde un terrenito que torció su destino de baldío eterno. A un par de metros, erigido sobre un modesto pedestal, un busto suyo luce otra sonrisa y su popular sombrero. Estamos en la plazoleta Mario Cecilio Arce, montada a media cuadra de su propia casa y del club de sus amores, Villa Mercedes, corazón y emblema de esta parte del barrio oeste. El chango pasó un millón de veces por aquí pero esta vez estira el cuello a través de la ventanilla del remise para prenderse de las sonrisas del Koli. En ese momento supo que la noche le había guardado su canción: Punto final.
Punto final, porque ocupo en tu vida el segundo lugar
Punto final, demasiado te di para ser pasatiempo
Punto final, porque temo que un día te vuelva a buscar
Punto final, su fantasma te ronda y me muero de celos
“Esa no es mía”, dice Rafa Ledesma ante mi asombro. Hundido en un viejo y gastado sofá, miro cómo Rafa va y viene entre instrumentos musicales, cables y colchas tiradas en el piso. Estamos en la sala de ensayo de El consultorio, la bandita de rock de uno de los nietos de Rafa. “Aquí antes mi hija tenía su consultorio. Ella es psicóloga. Ahora vive en Fernández”, me confía. El lugar es un pequeño cuarto de dos por dos que tiene bañito propio, sin puerta y en aparente desuso. Es una construcción improvisada que le robó espacio al garaje de su viejo Volkswagen gris. A espaldas de la batería, cuelga de la pared una vieja colcha con una enorme C pintada con aerosol; oficia de aislación sonora como el resto de las colchas y el pedazo de alfombra azul que cubre buena parte del piso. Además de la batería, el cuartito multidimensional contiene un par de guitarras criollas, fundas, un teclado, un parlante -o dos-, un amplificador, dos pies de micrófono, un atril, una mesa llena de papeles y cancioneros, hojas con letras de canciones esparcidas por el piso, un par de sillas y el sofacito de dos cuerpos en el que me encuentro casi perdido. No sé por qué imagino que, enfundado en un pantalón de piel de víbora, Jim Morrison puede entrar a buscar algo e irse sin saludar. Pero entra Rafael Ledesma, que no deja de hablar mientras se mueve, y su aparición no es menos intrigante que la que imaginé con el rey lagarto. Rafa Ledesma es una figura legendaria de la música popular santiagueña. Ni alto ni muy bajo, delgado, inquieto, su seña principal es el grueso bigote oscuro que lleva a lo Dany Trejo. Sería un buen villano en una película ambientada entre Atamisqui y las salinas grandes -pienso-, con planos generales llenos de sol y con muchos caballos correteando por ahí. No se lo comento porque apenas lo conozco hace cinco minutos, pero sobre todo porque no tengo un respiro de oportunidad frente a su verborragia. Luego sabré que se trata de la voz de un cacique, cuya erudición callejera me atravesará en esta insospechada tarde de jueves. Toda la historia musical de Santiago vibra en la memoria de su lengua, ese músculo indomable.
“De pronto viene una onda tropical. Llega primero con los Wawancó, pero después se hace más fuerte con el Cuarteto Imperial, los colombianos. Ellos pusieron de moda esa música aquí. ¡Eh, se volvía loca la gente cuando los escuchaban! Ahí es cuando viene el Toto Buitrago y me dice: Rafa, tenemos que hacer cumbia.”
El Toto Buitrago era el representante de los Rocklands, el grupo de rock que integraba Rafa Ledesma. No era su primera experiencia musical. Ni mucho menos. Con él, siempre se puede ir más atrás en su historia. La década del cincuenta se iba yendo. El peronismo había marcado a fuego a los sectores populares y la autoproclamada Revolución Libertadora se lo había hecho pagar con un golpe cívico militar. Santiago del Estero asimilaba con su tempo las secuelas de la movilización popular y abría los sesenta con su propia revolución musical. Para entonces, Rafael Ledesma, nacido en 1941, ya había pasado por un conjunto de folclore -Los Cantores del Inti Rupaj-, estaba curtiendo rock de la mano de Jhony Delara en los Rocklands y se metía con el jazz cada vez que lo llamaba su amigo y maestro Mario Fioramonti. Pero nada de cumbia. Por eso, al principio, se va a resistir a la idea de Buitrago.
“Una tarde se aparece por mi casa cargando un acordeón en su Siambretta y me dice: ‘Tomá, aprendé a tocar’. Yo no quería saber nada, pero me dejó el acordeón y se fue. No me ha quedado más que aprender a tocar. Así que en una semana saqué doce temas buscando los tonos y notas con la guitarra. Ahí lo llamo y le digo: mirá, ya tengo doce temas, ahora hay que armar el grupo.”
Como siempre, la cosa se arma en el barrio. “Aquí, el que no sabe jugar a la pelota hace música”, dice el gurú. Se corre la voz en el Oeste y así aparecen Koli Arce, Mario Álvarez Quiroga, Pochi Lezcano y Miguelito Blanco para dar vida a Los pescadores de Colombia, pioneros de la cumbia santiagueña junto a los Diamantes imperiales. También pasarán por él Oscar “Cacho” Tejera, Marcelo Véliz y Johny Ávila. “Ya Koli tenía su carisma”, recuerda Rafa de aquellos tiempos. Y con eso pechan las primeras presentaciones, aun sin contar con todos los instrumentos. A falta de wiro –o güiro-, “una botella de Fanta y un peine” serán buenos para el rasguido rítmico. (En esa época, la botella de Fanta tenía un diseño con estrías, corrugado, “ideal” para hacer música). Poco tiempo después, Rafa tendrá que dejar los Rocklands porque la cumbia de los Pescadores lo hará laburar de miércoles a domingo. “Las vueltas de la vida”, ríe.
«Los Pescadores de Colombia» con Koli Arce (el primero desde la derecha)
Otro de los que trabajará con los Pescadores de Colombia será Humberto Coronel. El Puma. Hombre del barrio y amigo de la infancia de Koli, Humberto siente que le debe “todo”. Todo. “Gracias a él yo pude hacer mi casa y hacer estudiar a mis hijos”, dice con los ojos empañados de lágrimas. Así será en buena parte de la entrevista que hacemos en su casa un domingo al mediodía, húmedo y caluroso. Y con la resaca de la noche anterior a cuestas. Pero como dice la chacarera, un domingo santiagueño no es un domingo cualquiera, y en casa de los Coronel nos reciben con empanadas y con una hospitalidad digna de un premio Nobel. Antes de empezar, con Nicolás Nuñez, el fotógrafo llegado desde Tucumán, nos prendemos a la soda fresca después de pasar la mañana bajo el sol en el cementerio La Piedad. Fuimos con la familia de Koli a visitar el panteón donde descansan sus restos. Panteón que Humberto no se atreve a conocer.
El Puma Coronel vive sobre la avenida Colón, a un par de cuadras de la casa de Koli y en la misma manzana que Rafa Ledesma, que vive a la vuelta, sobre calle Alsina. Además de empanadas, soda y gaseosa, el Puma nos esperó con un pequeño altar montado en la mesa: un disco de oro del Quinteto Imperial, un cuadrito con la foto del grupo y una pequeña placa recordatoria de Koli. También él se preparó para la ocasión y luce una camisa roja de sábado bailantero. Su casa es modesta y tiene un aire a santuario: imágenes de vírgenes y santos se entreveran con fotos de Koli. El parlante sonando en la puerta de su casa, con el quinteto al palo, completa el cuadro de la devoción. Su llegada a la música fue casi de casualidad, pero al mismo tiempo fue como la de muchos: empezó como plomo de Los Pescadores de Colombia.
“Yo me ocupaba de cargar los equipos, los instrumentos y de tener todo listo cuando tocaba el grupo. A mí me llevó Koli porque nos conocíamos desde chicos, aquí del barrio. Hasta que un día me dice: ‘Puma vení, agarrá la timbaleta’. Ese día ensayábamos temas del Cuarteto Imperial que pasábamos en un Winco que tenía Rafa Ledesma. Así entré a tocar yo, después de años de ser plomo. Cuando le erraba al ritmo, a veces Koli me metía un parchazo. Así que puedo decir que me hice músico a los golpes.”