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En los días que juega San Martín, Tucumán es más hermoso

CIUDADELA

Compartimos el asado, el dinero para completar el total de la entrada, la alegría. La existencia del prójimo se produce. La dinámica social cambia. Por Carlos Alberto Díaz. Crónica fue producida en el taller de escritura, lectura y edición Marea Emocional, que dirige María José Bovi (Tucumán).

Foto: Pablo Vega (@chainsve)





Era sábado 31 de agosto, trece horas y yo no daba más de los nervios. San Martin, club del cual soy hincha por herencia familiar, jugaba contra su homónimo sanjuanino en La Ciudadela. Ambos venían con la misma cantidad de puntos y punteros. Era un partido clave, si ganábamos le sacábamos ventaja, encaminándonos con más fuerza al ansiado ascenso.

No paraba de caminar por mi departamento. Mi gata maullaba y para mí lo hacía al ritmo de la murga santa. El problema era que el tiempo no pasaba. Faltaban todavía cuatro horas y media para que empiece el partido. Pero no, no había forma de seguir así. 

—Chino, ¿dónde estás? Ya voy para ahí. Esperame, por favor. 

Completé el mensaje con un “jajajajajajajaja”. Mi viejo, el responsable de introducirnos a mis hermanos y a mí en esta comunidad hermosa, ya había dado su negativa para el partido. “Va a ser un mundo de gente”, era su fundamento.

No sé en qué momento el Uber ya me estaba esperando abajo del departamento. No sé en qué otro momento ya iba en un paseo majestuoso por la ciudad con destino La Ciudadela, el barrio popular, donde todo el año es carnaval y todo es color blanco y rojo. El reloj indicaba las dos de la tarde y yo sentía que volaba de la emoción, la felicidad y un poco de nerviosismo. Volando como los taxis chinos que ya están en funcionamiento en los países primermundistas. Los días que juegan los santos, con zafra o sin zafra, en Tucumán la vida es más hermosa. 

Las variaciones de colores producto de las diferencias de ondas de la luz, las calles, los cordones, las paredes, los postes de luz, el cielo, avisaban que ya estábamos llegando. “Me bajo acá”, le dije sabiendo que faltaba un tramo. Necesitaba caminar porque tenía mucha adrenalina, la que acrecentó con la llamada del Chino: “Ya sale el asado, chango, ¿dónde estás?”. 

Acá quiero detenerme, en estos puntos suspensivos donde se tiene que llenar de información como en los formularios, en este gran paréntesis que voy a hacer en la anécdota, aunque considero que nada de lo que viene tiene carácter de información complementaria. Voy a hacer algo extensivo el sentimiento que tengo como hincha de San Martín a todos los hinchas de clubes de fútbol —y aquí la salvedad del deporte, ya que en Argentina el fútbol tiene un lugar distinguido con respecto a los demás deportes (espero no herir susceptibilidades de practicantes, simpatizantes, hinchas y deportistas de otras disciplinas), aun sabiendo que no es lo mismo ser hincha de los santos que de Atlético, pero incluso siendo hincha de San Martín de San Juan, es siempre mejor que serlo de algún club inglés, español, yanqui o de otro país donde los clubes están administrados por dueños multimillonarios y la conducción de los mismo solamente está determinada por ellos y sus intereses. En nuestro país, particularmente en Tucumán, ampliando aún más la lupa, de San Martín, las instituciones tienen funciones que trascienden el ámbito deportivo y financiero propiamente dicho. Los clubes tucumanos tienen la característica de que, además de formar en las disciplinas que se practican, son centro de referencia social, contención y transmisión ideológica de una manera de hacer lazos, si se quiere, de vivir. Democracia y horizontalidad de sus socios a la hora de elegir representantes (o por lo menos es esa la idea). Sí, tiene sus bemoles, no voy a caer en la idea romántica sin fisuras del tema, pero la idea que sostienen y producen los clubes, quienes lo integramos, son tangencialmente opuestas a la de los dueños que ponen la tutuca. Repito insistentemente: no es lo mismo ser hincha de clubes argentinos, provinciales y barriales, que serlo de extranjeros.

Ahora vuelvo a la historia. La Ciudadela, cuando juega San Martín, tiene una dinámica diferente a lo cotidiano de la vida en la ciudad norteña. ¿Por qué digo esto? Se hizo costumbre (sentido común social, permitiéndome la expresión) que la vida transcurra de manera acelerada, al estilo reproducción x2 de audio de WhatsApp, y los habitantes de nuestras tierras no se detengan a registrar a los existentes vecinos que deambulan en las cercanías temporo-espaciales de sus finitas vidas, pareciera como si no existieran. Sociedades de individuos (¿ustedes también notan la contradicción del enunciado?). El sentimiento de soledad se acentuó en los últimos años, la comunidad o lo común de los miembros de un grupo, empezó a desvanecerse. Peeeeeeeeeeerooooooooooooo… cuando juega San Martín, pareciera que esta dinámica se suspende, que se presente como una ilusión (en esto estoy seguro de no haber comido el viaje). Los hinchas, las hinchas, lxs hinchas nos solidarizamos con los, las, lxs de la par. Compartimos el asado, el dinero para completar el total de la entrada, la alegría. La existencia del prójimo se produce. La dinámica social cambia. Por eso cuando llegué a la ranchada donde estaba el Chino y el Chori, los dos amigos con los que voy a la cancha, no me produjo nada que sean todos los demás desconocidos. 

Ehhhhh, barbudo, vení, comé asaooooo. —En voz alta y con una felicidad compartida, se acercó un hombre con los brazos extendidos, preludiando un abrazo de bienvenida— Metele antes que estos se coman todo. ¿Ves a esos tres de ahí? Son de San Juan, están conmigo. Te los presento

No escuché los nombres porque, en un parlante que descansaba debajo de una mora, empezaron a sonar canciones de la hinchada. Los transeúntes comenzaron a danzar al ritmo del aliento popular, abrazándose entre ellos, arengándose, buscando complicidad. Desde allí, todo transcurre en una sordera de pensamiento. La alegría fue lo único que escuché desde el asado hasta la entrada a la cancha, desde la salida y los festejos hasta la vuelta a mi casa.  

Rebobino otra vez la historia y voy ahora a unos días antes de la final en la que San Martín logra el ascenso a primera división. Estaba en Aguilares, con mi hijo, en la presentación de una muestra a la que fui convocado como docente de la facultad. Solo conocía a uno de ellos al llegar, los otros eran desconocidos, o eso es lo que yo creía. Como siempre, llegué sobre la hora. Al entrar a la sala donde estaba montada la muestra, me recibe Julio, amigo y artista expositor de la muestra. “Carloooooosss” —me dice estirando mi nombre— “llegaste, vení, te presento a los artistas. No te olvidés que tenés que hablar, presentar la muestra”. 

Julio sabe que me aterroriza jugar de serio al frente de gente que no conozco. Me negué rotundamente, pero le importaba muy poco lo que respondiera, igual iba a terminar haciéndolo. 

Me empezó a presentar a la gente. Y cuando me acerqué al último artista, me resuena una muletilla característica de nosotros, quienes vivimos en el interior del país: “qué chico que es Tucumán”. Por más que es una de las ciudades más densamente pobladas de Argentina, no deja de ser la provincia más chica. 

El quinto expositor, un sujeto de 1,85, con rastas largas hasta la cintura, un piercing en la nariz, unos lentes circulares al estilo de los que usaba Jhon Lenon. La magia aparece. Me mira por sobre los anteojos, enunciando el hechizo tucumano: “A vos te conozco”. Y efectivamente, nos conocíamos. Mi respuesta fue casi un acto reflejo, similar a cuando te hacen cosquillas en las plantas de los pies y los dedos se expanden. “Yo también te conozco. Estuvimos ranchando en la cancha el sábado, frente a la plaza, en Pellegrini y Frias Silva”. Los dos nos acordamos del abrazo que nos habíamos dado. Así noto que existe cierta idea inadmisible para una sociedad de individuos: la comunidad. Nosotros materializábamos la idea de que la velocidad no es solo de unos, sino de todos, cuando se comparten las pasiones. Totalmente contagiada. No, mejor me corrijo: compartida. La felicidad de los otros se vuelve mía, y al revés. Lo mismo con la tristeza, el enojo, la desazón, y etc. Y es la misma idea la que me emociona, empañándome los ojos, cuando escucho el grito de fondo de mi hijo, para que todo el barrio en su totalidad lo escuche y sepa que estamos por ir a ver al Santo: 

—Papá, ¿tenés las entradas?

—Obvio, chango. 

La misma que me hace entender que mentir que lo que me hace lagrimear es la zafra, el hollín y Tucumán en esta época, no es algo que quiero transmitir, sino que no hay nada más lindo que ser hincha argentino y de San Martín.