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El vaso de meo, chumbos en el vestuario y las bombas en Israel: las vidas de un delantero decano

Pisando el área

En su carrera profesional, Javier Rocha las vivió a todas: los aprietes de los barras, las botineras de antes, las noches de fiesta con los caciques del plantel de Atlético, la experiencia del fútbol israelí y la actualidad en el senior. Imperdible entrevista.





Espaldas anchas, rostro bronceado, traje impoluto y porte de galán maduro de telenovela. Javier Rocha llega al estudio de La Tucumana FM y no pasa inadvertido. Tal vez sea difícil encontrar su nombre en esos equipos que los hinchas decanos repiten de memoria, pero el delantero no ha perdido ni la pinta ni las mañas propias de un futbolista. Con una carrera intermitente en Atlético, una ilusión truncada en el fútbol italiano y un paso por la liga israelí, el nueve ha sabido cosechar algunos goles y muchas anécdotas notables. Como en sus mejores tiempos de goleador, el nueve pisó el área y habló de todo: los obstáculos para llegar al primer equipo, las mafias dirigenciales, los aprietes con armas de los Acevedo, las largas noches en que cerraban bares junto al Pirata Adrián Czornomaz y los secretos para pirarse de las concentraciones. Vidas intensas de un jugador que sigue metiendo goles. 

“Creo que elegí el mejor deporte del mundo”, sentencia Javier. Ahora con 43 años sobre las espaldas no lo duda ni un segundo, pero a los 13 años, cuando tuvo que elegir entre seguir jugando al rugby en Los Tarcos o sumarse a las inferiores de Atlético, quizás lo pensó un par de veces. La primera vez que lo convocaron para una prueba no salió del banco de suplentes. Al fin de semana siguiente, entró y metió dos goles: “Como era el cuarto de cinco hijos varones siempre tuve espíritu competitivo. En el fútbol fui pasando etapas rápidamente por mi físico, jugaba con los más grandes”. 

A pesar de que se había quedado con el fútbol, cuando el técnico decano Salvador Ragusa le dio la oportunidad de entrenar con plantel de primera, el delantero rechazó la oferta porque tenía planes mejores. Corría el año 1997, edad dorada de la convertibilidad monetaria menemista cuando un viaje de egresados a Cancún en avión y con todo incluido costaba menos de mil pesos (que entonces eran menos de mil dólares). Con el financiamiento de la abuela Mocha, Javier eligió irse de gira con sus compañeros del Colegio San Francisco: “Por supuesto que Ragusa me puteó y me dijo que no era ese el camino, que no iba a jugar nunca en primera”. 

Tendría que esperar a la llegada de Humberto Zuccarelli a la conducción técnica para tener otra chance. La oportunidad se dio de manera inesperada. Si bien venía haciendo goles en la reserva, corría de muy atrás ante varios nombres de peso de la delantera decana como Mauro Amato, Adrián Czornomaz, Diego Graieb y Fabián Bustos. Sin embargo, una inhibición que recayó sobre el club le prohibía incluir jugadores foráneos en la plantilla y ahí se le dio: “De repente, aparece mi nombre en la pizarra de los jugadores concentrados. Se me pone la piel de gallina… fue una emoción tremenda”. El tan esperado debut fue contra San Martín de San Juan: “Me acuerdo que (Néstor) Craviotto me dijo: pendejo, dejá de correr, por favor te lo pido”.   

“La vida del futbolista no termina cuando llegás a primera, ahí empieza. Constantemente tenés que estar jugando, demostrando para mantenerte en el plantel profesional y poder firmar tu primer contrato”, comenta en el estudio de Pisando el Área donde también reveló el bullying (que entonces no tenía ese nombre) que le hacían los jugadores más viejos del plantel: “Al principio pagás derecho de piso… Te cagan a patadas… Decían quién le da ¿vos o yo?... Capaz que eran amigos del delantero titular”. 

Rocha jugó varios partidos en la primera del decano, pero nunca logró asentarse en su puesto: “Nunca tuve una continuidad de diez partidos seguidos, es muy difícil así”. Recordando esos primeros pasos en el fútbol profesional, reconoce que fue un error nunca haber tenido un manager en su carrera y acusa la avidez monetaria de algunos dirigentes de la época: “Los contratos me los pagaban mucho menos de lo que debía cobrar. Debía cobrar 1400 dólares y cobraba 500”. 

Entre los mejores recuerdos que guarda de aquellas épocas en que supo integrar el plantel de la primera, están aquellas noches en que, con el triunfo consumado en la cancha y el dinero de los premios recién cobrado en los bolsillos, se entregan a la celebración con algunos excesos permitidos: “Íbamos a un bar de la esquina de Las Heras y San Lorenzo y hacíamos cerrar el bar. Como era más chico, yo era el que hacía los mandados… iba a buscar un poquito de ‘material’… Hacía varios viajes, aprendía y observaba”. Acto seguido aclara que ese material era el componente femenino que animaba esas veladas: “Existía la botinera… Se venían a sacar la foto con vos con el papelito en la mano, era un laburo artesanal”. 

Ni lento ni perezoso, también aprendió lo secretos para escaparse de las concentraciones: “Siempre va de la mano con alguno de limpieza. Hay que tener un complot como el Chapo (Guzmán) cuando se escapa de la cárcel…Tenés que ser un ninja”. Aunque también advirtió que nunca faltaba aquel compañero que se ponía un rol de policía y truncaba la jugada. 

 “Una vez fuimos a las manos, estaba todo el grupo y se armó una campal fea”, comenta acerca de esos episodios amargos en que la barrabrava apretaba al plantel. “Chichilo y Chupete (Acevedo) tenían acceso fácil al vestuario. Era simple y sencillo: entraban al vestuario con chumbos en la mano, así tranquilo, a decirte que tenés que ganar el próximo partido. Sino los tenías afuera ya para ir a las piñas”, revela. Al respecto, no duda en apuntar a la dirigencia como los responsables de esas acciones: “Hay mucha mafia, hay mucho de todo, para mí eran mandados”. 

Con el plantel decano, Javier participó de dos clásicos y recuerda el tributo que recibió de un hincha ciruja en La Ciudadela: “Me acalambro y me caigo al costado. Veo que un hincha empieza a orinar un vaso. Me miraba firme y me tiró toda la orina a la cara. Malicioso era poco, eran unos ojos de odio que digo ‘qué le hice a este muchacho’. Yo vi el vaso de meo, lo vi pasando la tela y después ya no vi más”. 

Después de su paso por Atlético, el delantero se fue a probar suerte al calcio en el Bérgamo, pero tras unos meses entrenando con el plantel, nunca logró obtener la ciudadanía italiana. Su próxima estadía fue en el fútbol israelí donde se acostumbró a las alarmas que alertaban sobre ataques con misiles. Fueron tres años donde iba a entrenar con una máscara para protegerse usar en caso de un ataque con gases. Toda una experiencia, otra de sus miles de vidas para este jugador de 43 años que sigue despuntando el vicio en el fútbol senior de Atlético: "En el fútbol profesional lo que yo sentía era que había mucha ansiedad, de poner mucha energía, ya veterano uno va regulando más".  

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