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Sobre llovido, mojado: otra noche negra del San Martín que no reacciona

análisis

Las caras largas y resignadas. Las puteadas que caen en sacos rotos. Los jugadores que juegan sin querer jugar. El agua que no para de caer. Y la derrota tan predecible como inevitable. Otra presentación para el olvido. Otra actuación imborrable.





“Qué pelotudos que somos”, le dice un hincha a su amigo en la platea alta. Los dos miran al piso, resignados y por primera vez en la noche la puteada no es para los jugadores, ni el cuerpo técnico, sino para ellos mismos. Para ellos mismos por haberse pegado semejante mojada en una noche de viernes, por haberse calzado el traje de la ilusión otra vez al pedo, por haber gastado 4 lucas cada uno para sentarse bajo la lluvia incesante y molesta, por haber mentido en el trabajo para escaparse a sacar las entradas a la mañana. Todo eso para ver a un grupo de jugadores, que no paga porque cobran, casi sin moverse en la cancha, sin hilvanar dos pases seguidos, ni siquiera embocar un pelotazo más o menos preciso, un centro decente, un cabezazo certero. Nada de nada. Otra vez nada de nada. 

“Yo pensaba que hoy ya iban a reaccionar”, dice otro Ciruja mientras baja la tribuna de la Pellegrini. Lo dice porque pensó que de local, después del empatecito de visitante contra el segundo, podía ser una buena chance para ganar, despegar y empezar a pelear arriba. Eso va pensando con el gorrito empapado en la cabeza, mientras trata de matarse de golpe por un resbalón en los escalones encharcados. Pero no, no hubo ni reacción, ni despegue, ni triunfo, ni actitud. Solo 11 tipos que entraron a la cancha porque alguien los obligó y que sea lo que Dios quiera.

Y Dios quiso que gane el que tenía más ganas de ganar: ese equipito sureño que no sumaba de a tres desde hacía 8 fechas, pero ya transitó más de 2.000 kilómetros, pusieron algo de corazón y con eso les bastó para ganar sin despeinarse. 

Por eso, en un contragolpe, hacen lo que a San Martín le resulta imposible: encadenar cuatro pases y, con la complicidad del resbalón de Orellana, la terminan mandando a guardar.

Eso solo sirve para que San Martín ahora sí empiece a jugar como si le importara, como si le desesperara perder, cuando desde hace siete fechas pareciera que les da lo mismo. Entonces, un par de arremetidas podrían haber traído el empate. Pero que nadie se confunda, el empuje dura un ratito y nada más después se vuelve a la nada misma.

Delfino, que ya no sabe ni para dónde mirar, ni donde esconderse, hace señas al campo de juego y nadie parece mirarlo, ni hacerle caso. Y así como llueve agua, llueven cambios desesperados, manotazos de ahogado en el mar de las dudas, o peor aún, en el mar de la certeza de que este equipo no va ni para atrás, ni para adelante. 

Es literal no de “no va ni para atrás ni para adelante”, porque no ataca, ni defiende, no avanza, ni retrocede. (Note seño lector que es inevitable caer en la repetición de la palabra “ni”, pero le aseguro que no es culpa de quién escribe, sino de quienes juegan). 

Es todo tan confuso que Iván Molinas entra, debuta y sale menos de 10 minutos después, que Quiroga, más lento que una tortuga, peina todas, pero no hay quien las reciba; que Dening se da mañana para robar un foulcito y algún que otro córner, pero tampoco resuelve nada; que hasta Orellana tiene una noche para olvido entes caídas, pifias y malos pelotazos. 

“Hace mucho que no veía un San Martín tan malo”, manifiesta un hincha lúcido que más allá de las traiciones típicas de la memoria, tiene en claro que desde Forestello, pasando por la dupla y llegando a De Muner, el Santo tenía una identidad, que podía gustar más o menos, pero no podías negarse que eran equipos competitivos y protagonistas. Este de ahora no tiene ni identidad, ni hambre de gloria. 

Alguien había comentado en el primer tiempo: “Si nos hace un gol no lo empatamos más”, dicho y hecho, no lo empataron más, ni lo empatarían aunque jueguen toda la semana. Desde la tribunas, baja el “Jugadores, a ver si nos entendemos, nosotros los alentamos, ustedes pongan huevo”, pero ninguno se inmuta y alguien comenta: “Esto es un falta de respeto a los hinchas”.

Todo sigue igual de mal, hasta que el árbitro termina el partido, mucho después de lo que la mayoría ya deseaba. Caen algunos silbidos y los cañones de las puteadas apuntan tímidamente sobre el entrenador con cara de hombre serio que un rato después sostendrá, sin que se le mueva el bigote, que tiene fuerza para seguir adelante y que está “bien anímicamente”. 

Mientras la silbatina se apodera del aire, los dos muchachos del comienzo, los que se sentían pelotudos, como tantos otros, emprenden el regreso y mientras saltean butacas y charcos uno le pregunta al otro: “¿Cuándo es el próximo?”. “El miércoles, en Zárate, después el domingo que viene a las 16.10 contra los sanjuaninos”. “Uh qué embole ese horario, te caga el almuerzo de Pascuas”. “Si, ya sé. Habrá que comer temprano y venir”, el otro asiente.