Top

No sé nada de fútbol, pero sí de changuitos corriendo detrás de una pelota en Tucumán

ANÁLISIS

Sé de mujeres que bajo sol y lluvia llevan a sus hijos e hijas a sus clubes de barrio, pensando no en la gloria, pero sí en salvar y prevenir todo lo que el mundo tiene para dañarlos. Un texto para emocionarse. | Por Marianina Alegret.

¡Campeones!





Yo no sé nada de fútbol. No entiendo las reglas, a veces me confunden los tiempos, pero en realidad no me interesa aprender. Sin embargo, sé observar, desde siempre, y de lo que sí entiendo es de changuitos corriendo detrás de una pelota en Tucumán. A veces de plástico, a veces de trapo, a veces una botella aplastada, y con suerte una de cuero. Sé de changuitos que religiosamente esperan fechas sagradas como el Día del Niño, Reyes Magos, Navidad o sus cumpleaños para probar suerte con el regalo más anhelado: un par de botines. 

Sé del relato de esos hombres frustrados que por malas decisiones o por cosa del destino no pudieron llegar todo lo lejos que ellos se imaginaron llegar. Sé de recortes de diarios que permanecen enmarcados por décadas en las casas. Noticias que muestran la gloria temporal de alguien que conocemos.

Tampoco tengo una familia de futbolistas, aunque sí de hinchas que viven en las polaridades, esas que se borran durante el Mundial.

Sé que cuando hay que hacer la tarea o colaborar en algo en casa, el primer lugar en donde se busca al changuito es en el potrero del barrio, en donde siempre hay un par de arcos improvisados y en donde los sueños se convierten por un ratito en realidad. El castigo más cruel: “No vas a ir a jugar a la pelota hasta que no aprobés, hasta que no mejorés, hasta que no ayudés”.

He visto y he presenciado cómo de rodillas y con las dos manos juntas nuestros pequeños ruegan por una pelota nueva, un par de canilleras o simplemente imploran permiso para poder salir a jugar un poco más al fútbol. Sé que el juego se termina cuando el dueño de la pelota se va, y que el más gordo siempre va al arco. Sé lo que es no poder disfrutar a rienda suelta de las plazas y parques porque en cualquier momento nos cae un pelotazo en la cabeza. Pero está prohibido enojarse.

He visto también padres y madres que forzosamente quieren imponer este deporte a sus hijos, les imponen un cuadro, un ídolo y un himno. Sin embargo, solo el corazón es el que realmente elige, así como la mayoría elige la pelota por sobre cualquier otro mandato. 

Sé de mujeres que bajo sol y lluvia llevan a sus hijos e hijas a sus clubes de barrio, pensando no en la gloria, pero sí en salvar y prevenir todo lo que el mundo tiene para dañarlos. A veces en bicicleta, a veces en moto, a veces caminando, otras en colectivo, y con suerte en un auto, pero lentamente forjan la disciplina gracias a este deporte que alguna vez en la vida practicaron casi todos los que no tienen nada.

He visto niños y niñas soñar con la gloria, ponerse apodos de jugadores y levantarse una y otra vez del barro. También sé lo difícil que es cómo docentes lograr que los chicos vuelvan al aula tras el recreo, en donde ya se han improvisado mini campeonatos de fútbol, y cuyo saldo es un montón de chicos y adolescentes alterados y transpirados en el curso, y que no prestan atención a nada por el éxtasis pos partido. 

Sé de familias que se desintegran unas horas los sábados por la tarde debido a los campeonatos y las ligas locales en donde participan algunos integrantes de la familia, partidos que con terceros, cuartos y quintos tiempos se hacen interminables y hasta lacrimógenos. 

Pero si de todo esto algo puedo decir que sé y que me emociona y me atraviesa como un rayo desde el domingo, es el sentimiento de perseverar, de luchar y de saborear la gloria y el éxtasis después de un sufrimiento tremendamente grande. 

El fútbol es para todos y todas ese lugar en donde se nos permite soñar con lo impensado, en fantasear con pasar a la historia, con ayudar a la familia, con saborear un rato la felicidad, esa que nos prometen pero que rara vez se hace presente. Gracias, Selección, por permitirnos vivir esto y por permitir a millones de changuitos y changuitas soñar un poco más.