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¡Guillén, Guillén, Guillén!: a 30 años del penal más largo del mundo

historias cirujas

Como si fuera un cuento, un domingo de invierno, un jugador de Atlético y el arquero de San Martín están frente a frente, los otros 20 futbolistas los rodean, más 30.000 los miran desde las cuatro tribunas de una Ciudadela repleta. Un experimentado ejecutante enfrenta a un hombre que escribirá su nombre para siempre en la historia del fútbol tucumano.

(Foto: gentileza del Departamento de Historia y Estadísticas del San Martín)





Cuando el experimentado Jorge Vigliano señaló el punto de penal mientras soplaba el silbato, la Bolívar abarrotada de gente se vino abajo en una avalancha soñada. Coquito Rodríguez lo gritaba con los puños apretados desde el suelo, Víctor Hugo Morales agradecía al cielo, Wolheim no paraba de gritar y Capozuchi corría para abrazarse con el arquero López de cara a la hinchada Decano que no paraba de festejar. 

Del otro lado, la Rondeau era una foto quieta, endurecida, golpeada e incrédula, en la Pellegrini nadie se movía, ni respiraba, ni nada, las plateas parecían tener miles de estatuas tiesas  en las butacas y en los pasillos.  En la Central Alta, por entonces la única platea alta de La Ciudadela, dos infiltrados se miraban con las risas nerviosas e indisimulables,  se sonríen tratando de que no se les note, el corazón les sale por la garganta y se concentran en cómo contener el grito de gol que pocos instantes después querrá brotarles desde el centro del alma hacia cada uno de los poros. 

Van 19 minutos del segundo tiempo de los cuartos de final del dodecagonal del Nacional B 91/92. En una Ciudadela repleta, Atlético tiene un penal, chance inmejorable de conseguir la ventaja que viene buscando y mereciendo desde la ida. 

Osvaldo Soriano escribió el maravilloso cuento “El penal más largo del mundo” que hablaba de un penal que se cobró un día y se pateó una semana después. Este, el que  Cáceres le pateó a  Guillén se sigue pateando 30 años después. 

Aquella tarde de domingo en la que San Martín y Atlético se jugaban un mano a mano inolvidable para seguir con vida en la lucha por el ascenso.  Durante la temporada regular ambos equipos habían realizado una buena campaña: San Martín había finalizado cuarto y Atlético, octavo. En los clásicos del campeonato, el Santo se había impuesto en la Ciudadela 2 a 1 por la fecha 12 con goles de Doroni  y en el Monumental, por la fecha 33, habían igualado sin goles.

Ya en el Reducido, el Decano venció sin problemas a Chaco For Ever: 1 a 0 en Resistencia y 2 a 0 en Tucumán. Mientras que el Santo le ganó tanto de local como de visitante por la mínima a Arsenal. 

La mejor ubicación de los de Ciudadela en la tabla le daba ventaja deportiva, es decir que Atlético estaba obligado a ganar en el resultado global. Por eso, tras el empate 1 a 1 en la ida en el Monumental, con goles de Coquito Rodríguez (AT) y Juan Carlos Daza (SM), a los de 25 no les quedaba otra que ganar o ganar en Bolívar y Pellegrini. 

Por eso, cuando Vigliano pitó el penal, al Pueblo Decano le salió el corazón por la boca y el triunfo que a esa altura merecía largamente tras haber buscado al arco rival durante toda la serie, ahora estaba a tan 12 pasos de distancia. 

Víctor Hugo Morales tomó la pelota, la besó y se la mostró a Rondeau, y se la entregó en la mano al Rufino Domingo Cáceres, experimentadísimo marcador central, apodado “el Bomba” por la fuerza con la que le pegaba a la pelota. Qué mejor que él para definir un momento tan crucial, si a esa altura ya tenía sobre su lomo una consagración en la Libertadores y en la Intercontinental con la camiseta de su Peñarol querido. Además, ya había ganado tres títulos torneos locales en Uruguay y sido una de las figuras en el ascenso de Mandiyú a  Primera cuatro años antes. 

Guillén había empezado esa temporada como suplente del Gaucho Albornoz, que ya llevaba más de 15 años en la primer del club, pero nunca había terminado de adueñarse del puesto, porque empezó banqueando a Maguna, porque después le tocó competir con el Pato Ibáñez y con Yelpo, y aunque había sido figura en el campañón del Nacional del 85, ningún técnico le había dicho “tomá, el buzo es tuyo, vos sos mi arquero”. Ninguno hasta que llegó Chabay, que lo conocía desde el 84, que lo había tenido en el 88, pero que recién en el 92 le dio un lugar fijo entre los 11.

Aunque Cáceres y Guillén tienen casi la misma edad, uno ya tenía una larga y exitosa trayectoria, el otro había luchado muchos años por la posibilidad que ahora se le presentaba. Uno ya era un consagrado, el otro estaba a punto de consagrarse. 

Entre ellos se conocían poco, aunque Guillén recuerda que el Bomba ya había mostrado sus virtudes en el partido de ida: “Le pegó un tiro libre recto desde tres cuartos de cancha, ese día llovía y la pelota Pintier mojada era como una piedra pesada y dura, el bombazo me reventó en el pecho y salió para el otro palo, Fernando Urcevich saltó y cabeceó de pique al suelo y salió gritando el gol, no sé de donde saqué fuerza para volar y sacarla al córner, fue una de las mejores atajadas de mi vida. Cuando Cáceres me pateó el penal yo todavía tenía la marca en el pecho de su tiro libre de la semana anterior”, cuenta el arquero en charla con eltucumano. 

Vigliano volvió a pitar, esta vez para dar una orden, Cáceres suspiró y fue hacia la pelota: pie abierto y remate anunciado. Guillén lo intuyó y se recostó sobre su rodilla izquierda para impulsarse y volar al palo correcto. Atajó Guillén y la pelota salió hacia un costado, Pedro Pablo Robles ganó el rebote y la despejó al córner. La fiesta cambia de bando y el silencio de foto se traslada la Bolívar. A los dos señores infiltrados de las plateas se les borran las sonrisas y sus caras de resignación contrastan con los abrazos de los miles que lo rodean. Más tarde se irán a sus casas con ganas de nunca más volver. 

Un minuto después Néstor Sosa le pega una tremenda patada a Robles y  se va expulsado y el partido cambia rotundamente, San Martín domina hasta el final y clasifica a las semifinales con más oficio y corazón que buen fútbol. 

Cáceres se iría reemplazado por Jorge Jerez a cinco del final y no volvería a jugar al fútbol profesional. Guillén, en cambio, sería figura en las semifinales contra Nueva Chicago y en Isidro Casanova en la final contra Almirante Brown. Ese mismo año, la Revista El Gráfico lo elegiría como el mejor arquero del Apertura 92 defendiendo el arco de San Martín ya en y en Tucumán le daría el premio como el mejor deportista del año.  

No todo fue alegría para el Pueblo Ciruja porque la avalancha de la tajada se cobró un víctima fatal: José Miguel Pistán, de 20 años falleció aplastado. “Cuando me enteré de eso me fui a acompañar a esa familia durante esa noche, siempre pienso en ese chico y su familia”, revela Guillén.

Esa no fue la primera ni la última penal que Guillén atajó, pero si la más importante: “En mi vida nunca me tocó una situación tan decisiva y por suerte pude responder”, para el arquero mucho tuvo que ver lo que había aprendido en los entrenamientos con un gran maestro: “Durante muchos años yo practicaba penales con Roque Martínez que le pegaba perfecto y ese nivel de exigencia me hizo que aprendiera a atajarlos”, admite.

Han pasado 30 años, Guillén todavía no puede creer que la gente se siga acordando de aquel momento: “No soy merecedor de tanto”, dice el Patón y el Pueblo Ciruja le contesta: “Eso no se olvida, lo dice la hinchada con el corazón”. 



Síntesis de la Revista Solo Fútbol