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La tarde que un niño conoció el césped de la cancha de San Martín

HISTORIAS CIRUJAS

Un sábado como hoy, hace más de 30 años un pequeño vivía junto a su padre una experiencia inolvidable. Ahora, en medio de la pandemia y tras varios meses extrañando ver al Santo, el recuerdo emerge y pasado, presente y futuro se mezclan en un mismo espacio: La Ciudadela.





Es diciembre de 1989, un niño que tiene la misma edad de mi hijo mayor, tres años y medio, se encuentra en una casa del barrio Obispo Piedrabuena. Sus padres lo están ayudando a vestirse: camisetita roja y blanca a bastones, de piqué, sin escudos, sin marca, pero con los colores que, aquí en Tucumán, no requieren explicación de a qué club pertenecen. 

Lo de la camisetita es normal, pero lo raro es que esta vez va a acompañada de una bermuda blanca, con cierre y bolsillos, pero, seguramente, es lo que más se parece a un short de los que usan los jugadores. La medias largas y blancas completan el atuendo símil deportivo.  

“Hoy salís a la cancha con el Capo”, le explica su papá y el niño sabe que lo que está por pasar es especial, tal vez no lo entiende bien, pero está contento: “Salir a la cancha con el Capo debe ser algo hermoso”, habrá pensado.

Es sábado, como hoy, padre e hijo suben al auto, se despiden de la madre y, en un Fiat 147 blanco, atraviesan buena parte de la ciudad, desde el norte hasta el sur, desde Villa 9 Julio hasta Ciudadela. Juega el Santo contra Quilmes. Los dos andan bien, los dos son candidatos a ascender: hay promesa de partidazo. 

El niño nada entiende de tablas de posiciones, pero sí sabe que ninguna otra cosa le gusta más que ir a la cancha, sabe también que va salir con el Capo que es su ídolo, sin saber bien el porqué, pero su ídolo al fin. 

Años después se enterará que José Humberto Noriega, el Capo, es un santiagueño que vino a Tucumán a jugar para Atlético y que cuando pasaba su primera noche en nuestra provincia, a pocas horas de ir su primer entrenamiento en el Decano, el Capo recibió la visita inesperada de Natalio Mirkin, que anoticiado de su calidad de jugador no quiso perderlo, por lo que le dijo: “Usted es jugador para San Martín”, lo llevó a otro hotel y al día siguiente lo pasó a buscar para llevarlo a su primer entrenamiento en el Santo. 

Todo eso pasó en el 83, seis años antes de que el niño lo vea precalentar en el playón de la platea, donde antes había un espacio verde que servía para que los jugadores entren en calor y ahora hay unas canchas de futsal que no sirven para nada. 

Ahí, el padre y el niño esperaron que los jugadores terminen sus trabajos: “Capo, ¿Lo hacés salir a la cancha con vos?” preguntó el padre. “Sí, claro”, respondió el Capo, mientras alzaba al niño y lo llevaba al vestuario, con él y todos los jugadores. 

Adentro del vestuario, varios niños, todos más grandes que el nuestro, esperaban en silencio, mientras los jugadores se arengaban en una ronda, abrazados. De ahí salieron a la cancha, cada uno tomó a un niño distinto de la mano. Pedro Pablo Robles acercó al de tres años hacia el Capo, que lo alzó y lo sacó al césped de la Ciudadela. 

El niño vio cómo las tribunas estallaban, una multitud enfervorizada no paraba de cantar y saltar. Las bombas, que tal vez fueron unas cuentitas, al niño le parecieron un bombardeo bélico, solo en las películas sobre Vietnam se veían tantas explosiones juntas. Asustado, el niño posó ante el fotógrafo abrazado del Capo. La imagen se perdió con los años, aunque el niño, ya grande no pierde esperanzas de encontrarla. 

El padre, en tanto, desde la platea alta, primero vio orgulloso como su hijo salía a la cancha, después lo vio abrir la boca para dar un alarido en medio del llanto. Corrió y bajó las escaleras a los saltos, en 5 segundos ya estaba abajo, entró al vestuario sin pedir permiso y casi que entró al campo de juego a buscar a su hijo, lo alzó, lo abrazó y ya tranquilos, contentos por lo vivido, pero sobre todo por tenerse el uno al otro, subieron, ahora juntos hacia la butaca de la platea alta para ver el partido que ya estaba comenzando. 

Esa tarde de diciembre del 89, Quilmes arrancó ganando 2 a 0 y después 3 a 1. En el segundo tiempo, en medio de una de esas tormentas típicas del verano tucumano, el Santo mostró le coraje de siempre y lo empató 3 a 3 con goles de Chamorro, Anselmo y Jorge López. Quién estuvo en la cancha esa tarde lo recordará con claridad. 

En si mismo, ese partido no definió nada para la historia del club, pero hoy, que también es sábado, ese recuerdo personal me invade tal vez, porque más de 30 años después, sigo teniendo esas mismas sensaciones cuando voy a Ciudadela. Sigo queriendo ser un niño que sale a la cancha, sigo espiando a través de los portones para ir sabiendo cuánta gente hay. En Ciudadela sigo siendo un niño que ama esos rituales como ningún otro. 

En medio de esta pandemia pienso que este 2020 puede convertirse en el primero de mis 34 años de vida sin ir a la cancha: los partidos con Almagro y Sarmiento me agarraron de viaje; contra Chacarita, un compromiso laboral me impidió ir. 

Es probable que el fútbol no vuelva este año. Es casi seguro que, si vuelve, será sin público. Entonces pienso que tal vez he perdido mucho tiempo porque aún no he llevado a la cancha ninguno de mis dos hijos. El más grande tiene la misma edad que yo tenía la tarde que salí con Noriega, sin embargo, aún no conoce Ciudadela. 

A veces, los miedos que pase algo, pensando que los tiempos han cambiado, pueden hacernos caer en algunas injusticias, porque pienso que mis hijos tendrán todo el derecho del mundo a elegir si les gusta o no el fútbol, incluso, si quieren o sienten ser hinchas de San Martín o de otro equipo. Lo que yo no tengo derecho es de no presentarles esta pasión, que después ellos vean que hacen con ella. 

Así que, en el próximo partido, en el primero que se pueda, voy a llevarlos conmigo, y también podrán compartir con su abuelo y con su tío. No podrán salir a la cancha con el Capo, pero se los podría presentar en la platea, él siempre está ahí. Y ellos elegirán a sus propios ídolos, tal vez Gonzalo, o tal vez algún chico de los que todavía no debutó. 

Lo importante es que un día la pandemia terminará, pasará el coronavirus y la cancha del Santo recibirá al Pueblo Ciruja. Entonces, abuelos, padres e hijos podremos ir a la Ciudadela, ese lugar en el mundo donde uno siempre es un niño feliz.