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La pregunta que nos debemos

OPINIÓN

A dos años del inicio de la pandemia en Tucumán, un repaso por las distintas etapas que transitó la provincia y una interrogante para pensar.

Pintada negacionista en pared de club Nicolás Avellaneda, debajo de Puente Central Córdoba. (Foto: Lucas Bayk)


Un día como hoy, 19 de marzo, como a eso de las siete de la tarde, anunciaban en Tucumán el primer caso detectado de COVID-19. En los días previos, la incertidumbre y el pánico ya se habían apoderado de la sociedad. Calles repletas de gente desesperada, haciendo fila en supermercados para proveerse de víveres, haciendo fila en farmacias para comprar alcohol en gel, haciendo fila en cajeros para no quedarse sin dinero. Haciendo fila, como en aquel Tucumán sin pandemia que nunca pudo evitar que los jubilados se agolpen fuera de un banco o de una repartición pública en busca de asistencia social.


Es la tarde templada de un jueves. Está oscureciendo y el Ministerio de Salud convoca a una conferencia de prensa de última hora. Esa misma noche, comenzaría una cuarentena estricta decretada por el gobierno nacional para que el virus, por ese entonces un unitario más del puerto de Buenos Aires, no se extienda al resto de las provincias del país. A esta medida la llamarían ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio). Mientras tanto, en la Sala Bicentenario de Casa de Gobierno, el olfato no falla. Es el anuncio que muchos temen y que, semanas antes, las máximas autoridades provinciales adelantaron, una y otra vez, diciendo que la llegada de la enfermedad era inminente. Y así fue. Comienza, entonces, la pandemia en territorio tucumano.


Nos dicen que no podemos saludarnos chocando las manos, prohíben los abrazos, los besos, tocarse la cara es una actividad de alto riesgo y las reuniones sociales y familiares se vuelven un delito. Nos explican los síntomas, nos hablan del rol de los asintomáticos, enumeran las superficies en donde es más probable contraer el virus por contacto y se desata la ópera informativa más caótica del último tiempo. A esa altura, una situación entendible por la novedad de lo que enfrentábamos. Discutieron durante meses la forma de transmisión de la enfermedad: ¿por aire? ¿por tacto? ¿por la mirada? ¿telepáticamente? Un médico tucumano apareció en medio de la confusión y su explicación fue replicada por un famoso actor español de Hollywood. Tucumán, por un instante, fue centro de la atención mundial. 


Como si le faltaran condimentos al cóctel maldito de la pandemia para aumentar el pánico, a un funcionario público se le ocurre hablar de reuniones secretas en donde pronostican cientos de miles de infectados y varios miles de muertos. No se sabe si van a alcanzar las camas en hospitales y sanatorios o si habrán suficientes respiradores para los que experimenten la forma grave de la enfermedad. Decretan medidas, no las controlan y culpan a la gente. Hay asados en casas de políticos y la Policía recorre los barrios más vulnerables haciendo uso impune de la fuerza para cumplir con el aislamiento dictado por el presidente. Abusan de su poder, privan de la libertad a personas que no pueden respetar el “toque de queda” porque tienen que trabajar para comer, las alojan en clubes deportivos. Las multan, les cobran, realizan acuerdos turbios con el aval de la Justicia y las liberan. Para colmo, casi sin gente en las calles, a un ministro se le cruza por la cabeza festejar una baja considerable de la inseguridad. Sí, en medio de una cuarentena estricta. 


Vino el cierre de locales comerciales, solo dejan abiertos los de venta de productos de primera necesidad. Restringen la circulación de gente en las calles y así, en cuestión de días, nacen los “esenciales”. Personas cuya actividad no podía ser limitada al ser consideraba de vital importancia para la sociedad: trabajadores de la salud, policías, obreros de industrias regionales de comercialización local y extranjera, empleados de ferreterías, de locales de venta de materiales de construcción, también periodistas, entre otros. Suspenden las clases, escuelas y colegios se dejan envolver por la virtualidad, un beneficio del que no gozaron muchos establecimientos públicos de zonas rurales debido a la falta de conectividad, debiendo valerse de cuadernillos de papel entregados a domicilio por los propios maestros.  Cancelan vuelos, cierran las fronteras y, aún así, la enfermedad brota como aguas servidas de las cloacas de SAT.


A medida que avanza la pandemia, una nueva facción se abre paso. Gente común que se niega a creer que el virus es real. Afirman que muere más gente por gripe común. Cuando admiten la existencia de la enfermedad, militan remedios caseros, pociones elaboradas a base de cloro y hay hasta quienes se animan a sugerir vibrar alto como método efectivo (o afectivo) contra el Coronavirus. Al discurso negacionista se suman periodistas y médicos. Se abre una nueva grieta. Algunos marchan, gritan “libertad” libremente en las calles mientras otros mueren con un respirador llevando oxígeno a sus pulmones en la sala de un hospital. Corre riesgo la capacidad de atención. Levantan nuevos centros asistenciales en tiempo récord. Las marchas siguen, despliegan banderas, queman barbijos. La sensatez abandona a unos pocos. 


Y con el tiempo llegan las vacunas. Unos celebran y otros dudan. Hay políticos que las llaman “veneno” y que luego le reclaman más al gobierno; afirman que no son suficientes, se pasen por la televisión y la radio haciendo lo que mejor saben. Del otro lado, funcionarios y allegados se saltan la fila y son los primeros en vacunarse. A causa de ello, renuncia un ministro. La grieta no hace más que agrandarse. El daño está hecho y, mientras tanto, la gente enferma y muere. Avanza la campaña de vacunación y la tendencia comienza a revertirse. Nace la esperanza del fin de la pandemia, también nacen las críticas por la velocidad con que los trabajadores de la salud cumplen con su trabajo. Que testean poco, que vacunan lento. Nos comparan con Chile, con Inglaterra y con Francia. Qué tupé. Y ahora la discusión se enfoca en cuál es la mejor de todas las vacunas y por qué no la de Estados Unidos. Se reedita la Guerra Fría entre yankis y soviéticos, pero esta vez no son ejércitos, son jeringas. La sensatez vuelve a abandonar a unos pocos, a los que discuten marcas y no encuentran otro modo de sostener su permanencia en los medios masivos de comunicación. Y, mientras tanto, la sociedad le pone el brazo a la pandemia mirando al cielo y confiando en la ciencia.


En Tucumán, al igual que en el resto del país, la gente se harta de las medidas preventivas. Ya hay familias que quebraron y comercios que bajaron sus persianas para siempre. En el peor momento de la pandemia, se dictan restricciones que no se controlan ni se cumplen. La gente vuelve a las calles, alguno intenta instalar el concepto de “nueva normalidad”, pero todo parece de antes de la pandemia. Nace el aforo, en algunos eventos se cumple y, cuando llegan las elecciones de medio término, con actos partidarios masivos, el término se vuelve un mito más ficticio que la espada de Domacles de la senadora tucumana Sandra Mendoza. Ya nada es igual, pero todo es curiosamente idéntico al pasado más presente. 


Pasaron dos años. Y cabe preguntarse: ¿somos mejores que antes?