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Selvas, playas y ayahuasca: las aventuras de Sara se vuelven libro

Historias de acá

Sara Vallejo, la tucumana de 82 años que vendió su casa para recorrer las rutas a bordo de su motorhome, anunció la publicación de su libro donde retrata lugares, personajes y anécdotas de su viaje. Lee uno de los capítulos como adelanto exclusivo.

Sara y su motorhome, a todas partes juntos.





Después de tomarse dos aviones y de viajar en auto desde Buenos Aires hasta la ciudad uruguaya de Montevideo, Sara Vallejo se encontró por primera vez el 8 de agosto de 2017 con la que sería a partir de ahí sus ruedas y también su casa: Lo de Sara. Ese fue el nombre que eligió para el motorhome que la llevaría a lo largo de 30 meses por más de 65000 kilómetros de cinco países diferentes. Ahí, en Montevideo, antes de comenzar su aventura, Soledad Arostegui y André Brito le regalaron una agenda de viaje que se convirtió en el primer borrador de un libro que retrata miles de kilómetros, miles de historias, de rostros y de paisajes diferentes. Páginas y más páginas que invitan al lector a viajar junto a Sara.

Todo empezó meses antes de aquel viaje a Montevideo, en una charla que Sara mantuvo con un amigo. Ya jubilada, ella no quería que sus días sean sólo ver televisión y conversar con sus amigas sobre los achaques del cuerpo y de la edad. ¿Ahora qué hago? Se preguntó y su amigo le sugirió: ¿Por qué no te comprás un motorhome? Aguijonada por la curiosidad, Sara empezó a averiguar cómo eran y cuánto costaban esos vehículos. Pidió permiso y se metió a unos cuantos. No necesitó mucho más para decidirse a vender su casa para comprar Lo de Sara, el motorhome que llegó al puerto uruguayo desde Estados Unidos tres meses después: “Una vez que tenés la idea en la cabeza, ya estás en la ruta, ya estás viajando. ¿Para qué quería tener una casa? A mis hijos les he dejado buenos ejemplos y buenos consejos. Desde el punto de vista económico era necesario venderla, pero también fue una liberación despojarme de tantas cosas que siempre tenés que estar vigilando. Yo ahora no tengo más nada así que estoy como libre, eso lo asimilo a volar. De repente, me crecieron alas”. Y sin saberlo, ese fue también el comienzo del libro “80 años no son nada. Adónde me lleve el viento. Historias de encuentros al costado del camino” que recopila los momentos de tantas rutas recorridas con el impulso de esas alas.


“Hay dos cosas que me motivan siempre a seguir viajando: escribir para contar las historias y mirar las fotos. De ese modo, vuelvo a revivir los momentos más hermosos del viaje. En el libro voy recopilando momentos, sensaciones, lugares y anécdotas. También es una forma de recuperar las voces de la gente que me había acompañado, me recordaban tal aventura, tal lugar, historias que también eran parte del viaje, pero con otras miradas”, confiesa Sara que, en principio, no se había propuesto escribir un libro y ni siquiera tenía una hoja de ruta prevista para su viaje. Así es su modo de viajar: liviana y sin un rumbo fijo: “Si, de repente, una amiga me dice por qué no te venís, me voy para allá, no es un viaje planificado. Muchos viajeros que conocí tenían su ruta planificada y se vuelven loco en cumplir esa meta, yo no, cuando salgo no sé si salgo para el norte o el sur. Mi viaje ha sido y es sin marcar kilómetros y destinos, sino adonde el viento me lleve”.

Sara tiene 82 años y recorrió playas, selvas, conoció comunidades aborígenes en el Amazona, cruzó ríos con su motorhome arriba de una balsa y participó de un ritual de ayahuasca. Muchas de esas experiencias integran los relatos que forman parte del libro que también incluye una serie de fotos de los distintos lugares y vivencias del viaje. Dos jóvenes tucumanas trabajaron en la edición y maquetación del material. Según adelantó, el costo de cada ejemplar será de $700 y la semana que viene se anunciará el comienzo de la preventa a través de su Fanpage de Facebook: 80 años no son nada. Aprovechó el tiempo de cuarentena y la vuelta obligada a la vida estática para terminar de desarrollar el proyecto: “Esto de la pandemia es tremendo. Por suerte, estoy trabajando en el libro, un amigo me regaló un rompecabezas de 2500 piezas, tejo bastante, leo y también hago gruyas de papel, una por día. Ya tengo 90. También camino un poco por la calle de mi casa y un par de veces me escapé a dar una vuelta a la manzana en el motorhome. No veo la hora de poder salir otra vez a la ruta, la idea es visitar amigos y parar en las plazas de cada lugar adonde vaya a presentar el libro y dar charlas”.


“Todo en el viaje ha sido loco, lo que más me llama la atención son las vueltas que ocurren en el camino. De repente, te cruzás con personas que conociste en un lugar y que crees que no vas a volver a ver más y después te las encontrás. Uno los atrapa a los afectos y no se van, se quedan con uno. Uno de los aprendizajes más grandes del viaje es el desapego, no necesitas nada, lo que hay en el motorhome ya es mucho. Y después otra cosa que aprendí es la paciencia, el poder de acostumbrarte y de ser tolerante al otro. Yo soy la capitana del viaje, pero también me tengo que adaptar a los demás”, cuenta Sara que a lo largo de su gira de 30 meses estuvo acompañada por más de 60 personas que se sumaron a su viaje.

- ¿Y no te cansás de viajar, Sara?
- No, para nada. Si me salvo de esta pandemia, hasta el último día voy a estar viajando. Me gusta conocer lugares, gente, ver los paisajes con otros ojos, hablar otras lenguas. Yo no le tengo miedo a nada. Me parece que los miedos están en uno, que no están afuera.

Sara no para, sólo quiere seguir viajando para contarlo después.

La experiencia de Sara con la ayahuasca, adelanto exclusivo del libro: El río hirviente

Antes de contarles por dónde estoy, quiero compartirles la increíble experiencia de esos días en la selva peruano amazónica de Pucallpa, Ucayali, Perú. Estuvimos con Sebastián en la comunidad de Mayantuyacu dentro del territorio shipibo, donde el Shanay-timpishka (río hirviente) nos acompañó día y noche mientras asistimos a un singular momento de reencuentro con uno mismo.

Sebastián, el padrino de esta aventura, me invitaba a ir a Mayantuyacu, en el corazón de la selva peruano amazónica, a vivir la experiencia de la ceremonia milenaria del ayahuasca. Sí, digo bien: ayahuasca.

El ayahuasca es una bebida alucinógena que utilizan los chamanes en sus rituales religiosos. Para poder participar de la ceremonia, teníamos que llegar al instituto de plantas medicinales que está ubicado cerca de la ciudad de Pucallpa.

¡Qué puedo decir de esta aventura extraordinaria, impredecible, increíble y maravillosa! Nunca hubiera imaginado que alguna vez en mi vida iba a estar en ese lugar, en esa situación y con ese personaje que es Sebastián.

Decidimos no ir con el motorhome porque nos habían dicho que el camino era muy malo. ¡Buena decisión! Dejamos Lo de Sara en Lima y nos tomarnos un avión a Pucallpa. La ciudad, pequeñita y muy pueblerina, nos recibió llena de motos carrozadas como autitos, con tres o cuatro ruedas, algunas realmente muy pintorescas. Muy divertidos, tomamos una de ellas desde el aeropuerto y nos llevó hasta el hotel donde nos alojamos esa noche. A la mañana siguiente, nos esperaba la selva.


Teníamos que pasar previamente por una oficina para registrarnos y desde ahí nos llevarían a Mayantuyacu. Hicimos los papeles necesarios, pagamos la cuota correspondiente y decidimos que nos íbamos a alojar en las cabañas de la selva durante cinco días.

El trato era que ellos nos llevaban en una camioneta, en un viaje de dos horas por una carretera mala, malísima diríamos, hasta las cabañas del campamento en la selva. La camioneta súper poderosa iba cargada de alimentos, cachos de banana, bolsas de cemento, otros enseres que necesitaban allá, el chofer, Sebastián y yo.

Pasamos por zonas despobladas, rurales, otras un poco más salvajes, hasta que, en determinado momento, empezó a llover y el camino se puso insoportable. La camioneta iba dando tumbos de un lado al otro y, poco a poco, las ruedas iban enterrándose en el barro. Por momentos parecía que iba a chocar contra los árboles de la orilla. Allí realmente empezamos a tener miedo.

El chofer iba muy seguro y decía que ya lo había hecho muchas veces, con lo cual nos quería tranquilizar. Sin embargo, llegó un momento en que tuvo que parar y, a través de un walkie talkie que tenía, se comunicó con la gente del instituto para pedir auxilio.

Esperamos un rato, me bajé de la camioneta, me resguardé de la lluvia y del barro detrás de un arbolito, hasta que llegaron 7 u 8 personas, todos muchachos jóvenes, a empujar la camioneta que se había quedado atascada en el barro. Sebastián se puso a filmar todo el escenario de la situación mientras los chicos empujaban la camioneta, que en algún momento casi se vuelca hacia un costado, y en otro momento, casi me choca a mí, que estaba detrás del árbol, hasta que finalmente lograron enderezarla y ponerla en la huella. Simultáneamente dejó de llover, lo cual nos permitió seguir por el camino un poco más tranquilos.

Íbamos mudos, pasmados, observando ese lugar increíble lleno de flores, lleno de vegetación muy sombría, hasta que llegamos a nuestro destino.

En la profundidad de la selva nos recibió una señora que no sé quién era. Me hizo bajar en la puerta de una cabaña que tenía reservada para mí sola y con baño privado, lo cual era un lujo asiático en ese entorno. Como Seba pensaba que la experiencia debía ser hecha individualmente, se fue a otra cabaña y hasta el día siguiente no supe dónde estaba él ni qué hacía yo en ese lugar.

Mi cabaña tenía cuatro camas, pero yo era la única inquilina, y un baño bastante rudimentario. Las camas eran como cuchetas y en la parte superior tenían una sábana que colgaba hasta el suelo. Esto, después me enteré, era para evitar la entrada de mosquitos, arañas y otros bichos que andaban por ahí.

Recién a las 6 de la tarde nos daban luz con un generador eléctrico y la cortaban a las 8. No podíamos usar celulares. Por supuesto, no había wifi ni cosa que se le parezca. A las 8 de la mañana servían el desayuno, a las 12, el almuerzo y a las 6 de la tarde, la cena. Y se acabó.
Disponíamos de una cabaña más grande que hacía las veces de comedor, con una mesa larga y bancos y donde solo habían disponibles, colgados del techo, unos cachos de bananas. Luego había un mesón con dos o tres fuentes donde estaba la comida y un armario que guardaba la vajilla necesaria. Había también un bidón de agua, y eso es todo lo que podíamos comer libremente. Es decir, debíamos procurarnos los elementos para comer (platos, cubiertos) e ir a las fuentes a servirnos.

Casi sin variantes: desayunábamos, almorzábamos y cenábamos la misma comida. Variedad mínima de arroz, quinoa, porotos y lentejas, hervidos sin ningún condimento, sin sal y sin azúcar. No había café. Solo algún té y muy, muy rara vez, algo de pan. A veces, algún huevo, con mucha suerte, y nada más. Nada de dulces, nada rico… ¡De un vino o una cerveza, ni hablar! Nada bueno, nada simpático... todo muy elemental, muy, muy rudimentario.


Las horas de las comidas nos entretenían un rato, pero no mucho. Después, la opción era ir a caminar por los alrededores o entablar una conversación con alguno de los otros visitantes del lugar, que se reunían allí y que eran mayormente extranjeros. Digo extranjeros, pero en realidad debería decir que eran casi exclusivamente europeos, canadienses o norteamericanos, porque nosotros también éramos extranjeros en ese lugar. No hablaban nuestro idioma. Solo había una señora de Mendoza, que iba con un niño para que el chamán lo curara. Así transcurrió el primer día… y los siguientes cuatro... ¡una eternidad!

Al segundo día, temprano, vino el chamán a saludarme en el horario de la comida y me preguntó por qué iba, qué me dolía, qué me pasaba... en fin, una corta conversación con él y me dijo que bueno, que estaba todo bien. Luego nos enteramos de que, día por medio, eran las ceremonias de ayahuasca. Para ellas, debíamos reunirnos en la cabaña principal o maloca a las 8 de la noche, vestidos de blanco y descalzos. Toda una experiencia. Cuando llegué la primera vez, fui por mi lado, y Sebastián por el suyo.Nos encontramos allí.

La maloca, construida en alto, como sobre palafitos y con techo de paja, ya estaba preparada, con las colchonetas acomodadas formando un círculo. Todo oscuro, excepto por la luz que daban algunas linternas. Debíamos recostarnos en la colchoneta que nos asignaban. Nos daban unas almohadas y unas mantas para taparnos, no sabíamos por qué, ya que hacía mucho calor.
La ceremonia duraba cuatro horas, pero llegaba un momento en que el cuerpo se ponía en situación de reposo total y empezaba a sentir un poquito de frío. Se apagaron todas las luces y, en la oscuridad total, sentimos que alguien entraba y con una pequeña linterna se alumbraba y nos iba soplando humo de un cigarro de mapacho, una especie de nicotina rústica que los Shipibos consideran sagrada. Iba a la vez sahumando con el humo de un palo santo y distribuyendo agua de Florida a los presentes y a su alrededor para ahuyentar las energías negativas.

Luego, entró otro ayudante que nos ofrecía un vaso de ayahuasca e inmediatamente otro de agua fresca. Aún en total oscuridad y silencio, comenzaban los “icaros”, cánticos muy monótonos, muy recurrentes; terminaba uno y comenzaba otro, y luego otro, y otro, y así durante cuatro horas.


El chamán, que estaba a mi lado, no se movía. Cero exposición, nunca habló ni hizo nada, cero visibilidad, era una persona más, como cualquier otra. No hizo ningún gesto ni se dio a conocer de ninguna forma; ningún rezo ni plegaria. No invocó ningún santo ni ningún personaje. Y así transcurrieron cuatro horas. Realmente fue muy sorprendente cuando, al terminar la ceremonia, a las 12 de la noche, me di cuenta de que me había quedado profundamente dormida. Prendieron las luces, señal de que debíamos retirarnos a nuestros aposentos. Así fueron las tres noches de ceremonia de ayahuasca en Mayantuyacu.

Durante el día habíamos recorrido el lugar, algunos iban directamente a la cabaña del chamán a conversar con él. Yo no lo hice, pero sí recorrí toda la zona que nos rodeaba y vi que había varias cabañas, algunas de ellas oficiaban de sanitarios.

El río que corría alrededor del lugar era muy especial. Era un río donde el agua, que se escurría entre las piedras, tenía una temperatura de 100 grados. En realidad, solo se veía una humareda, un vapor caliente que se podía sentir en la piel desde lejos. También tuvimos oportunidad de ver un zorro o comadreja, no sé qué bicho era, que se cayó al agua y quedó cocinado en dos segundos. Realmente fue un espectáculo muy particular, que yo ni sabía que existía, no había visto nunca en mi vida, y creo que no volveré a ver. Me quedaba horas contemplando este escenario, extasiada.

El día transcurría lentamente y las horas eran infinitas. Aproveché para leer una novela en inglés, que fue lo único que encontré en la biblioteca de mi cuarto. Hacía mucho que no leía en inglés, pero como las horas eran largas, como si estuvieran multiplicadas por dos o tres, dado que no había nada que hacer ni nadie con quien conversar, tuve la suerte de encontrar algo interesante que pude también disfrutar.

No había cómo escuchar música, ni ver una película, ni saber una noticia, ni nada del mundo. Solo silencio y estar con una misma, interesante y recomendable experiencia desde todo punto de vista.