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"No se lo deseo a nadie": la madre coraje de los golondrinas tucumanos

HISTORIAS DE ACÁ

Un grupo de 50 trabajadores rurales había viajado para la cosecha de la aceituna y de la uva. Los agarró la cuarentena obligatoria lejos de sus hijos. Durante dos días esperaron un colectivo que nunca llegó. Qué pasó en la ruta y cómo fue el reencuentro tan anhelado.

Carla junto a su mamá y el pequeño Genaro.





Bajo la lluvia incesante de Vichigasta, un pueblo riojano a 600 kilómetros de Tucumán, 40 golondrinas tucumanos, dos catamarqueños y tres santiagueños esperan en la ruta un colectivo que nunca llega. Entre ellos, una pareja protege a sus hijos de 11 y 6 años, y una señora a su nena de cinco meses en brazos. “Estaban así desde el martes. El colectivo que finalmente les habían prometido tenía que llegar el jueves a las 9, pero eran las 19 y seguía sin aparecer. Yo había estado trabajando en la cosecha. Cuando los vi en la ruta, sobre todo a la nenita, no podía quedarme de brazos cruzados. Y empecé a llamar a todas partes. Lo que pasamos no se lo deseo a nadie”.


Carla Blanco es la joven cuadrillera aguilarense de 24 años a cargo de trabajadores golondrinas, la joven que hace unos días le contaba a el tucumano sus deseos de volver a estar con Genaro, su hijo también de cinco meses. En una publicación de Facebook, a Carla la habían acusado por haberse ido sola a La Rioja dejando a su hijo al cuidado de su abuela para ir a trabajar a los viñedos, entre otras cosas, para comprar los tarros de leche Nutrilon Pepti Junior que necesitaba su hijo nacido prematuramente: “Cada lata de 400 gramos cuesta 4.432 pesos, no te miento. Y mi hijo tomaba dos por semana. Por eso me molestaba tanto esas críticas. Sólo la leche cuesta eso, sin contar los pañales y la ropa que ahora hay que comprarle toda nueva porque, gracias a Dios, toda le queda chica”.


Con el imperioso deseo de volver a ver a su hijo, Carla cobró del patrón José González la última liquidación del trabajo en los viñedos y empezó la parte más difícil del viaje: el regreso a Tucumán. “Desde hace dos días el resto de la gente estaba esperando: la mayoría son trabajadores de Tucumán, pero también había algunos de Catamarca y otros de Santiago. No venía el colectivo que supuestamente tenía que llegar. Entonces hablé con un contacto de La Veloz del Norte y me dijo que lo habían mandado a buscar gente de Río Negro. Ahí había más tucumanos varados por la cuarentena, ellos tenían la prioridad. ¿Pero y nosotros qué? Hablé a la empresa Bahía. Ya eran las 20. Me dijeron que si el colectivo salía de Tucumán en ese momento, el colectivo llegaría a La Rioja a buscarnos a las 2 de la mañana”.


Carla consultó al grupo qué hacer, les preguntó si todos aguantaban esas seis horas hasta la madrugada, mientras no podía dejar de pensar en la señora con la hija de cinco meses y les consultaba a todos un detalle no menor: la plata para comprar el pasaje. “Me habían dicho de la empresa de colectivo que si faltaba gente, tenían que aumentar el boleto para cubrir los asientos vacíos. El pasaje costaba 2.000 pesos, lo que me parecía bien. El colectivo tenía capacidad para 50 personas, éramos 48 en total. El concejal de Vichigasta ayudó a quienes no llegaban con el pasaje, y esa última noche en La Rioja nos ayudó a esperar bajo techo, nos repartió barbijos y le dio leche caliente a los chicos. Se llama Lucho Miguel y siempre estaremos agradecidos con él. Fue la única persona que se ocupó de nosotros. Esperamos el colectivo y a las 2 en punto lo vimos llegar”.



A cada jornalero y jornalera que subía al colectivo del regreso se le permitía en el viaje cargar un bolso en la bodega sin cobrarles nada. Los billetes que les quedaban a los jornaleros iban apretados con una gomilla en el bolsillo delantero del pantalón de grafa. Todos sentados, solo basta con cerrar los ojos para imaginar esa noche en el colectivo con Carla y el grupo a bordo, todos intentando descansar en ese silencio que tienen los colectivos de noche, un colectivo iluminándose de vez en cuando por los postes de luz de la ruta vacía, mirando por la ventanilla los carteles verdes con el nombre de las localidades y el número de kilómetros que faltaban para llegar.

“El colectivo había llegado vacío y fue revisado por los controles en cada pueblo. Cuando llegó a La Rioja, la sensación durante el viaje fue de esperanza. Fuimos por Recreo, cruzamos Frías, Lavalle y Lamadrid, donde está el primer control grande antes de entrar a Tucumán. Habíamos dejado en el camino a los catamarqueños y a los santiagueños. En cada parada nos revisaban los médicos y demorábamos entre 30 y 40 minutos en cada lugar. Faltaba la última revisión médica”.


Ya en la frontera con suelo tucumano, Carla y el grupo recibieron la última e inmediata supervisión médica: “Todo era muy estricto. En el control de Lamadrid nos tomaron la temperatura con el escáner en la frente, te escanean todo el cuerpo, nos revisaron la garganta. Afortunadamente todos teníamos la temperatura normal, ninguno gracias a Dios presentó síntomas de nada: ni tos ni fiebre, nada. Los médicos nos dieron las recomendaciones necesarias y un teléfono al cual llamar ante cualquier síntoma. Debíamos cumplir la cuarentena en nuestra casa como todos, sin salir”, explica Carla, quien antes de entrar a ver a su hijo Genaro realizó la última pausa.


“Llegamos a Tucumán el viernes a las 14. El colectivo había ido dejando a la gente de Alberdi, Aguilares, y Río Chico. Bajé del colectivo, subí al auto donde me esperaba mi mamá y fuimos a la casa. Tengo un baño afuera de mi casa. Me saqué la ropa y la puse en agua y jabón como nos recomendaron. Después de una buena ducha, lo ví: ahí estaba Genaro, ahí estaba mi hijo, enorme. Pesaba dos kilos cuando tuve que irme para trabajar. Ahora pesa 8 kilos”, se emociona Carla mientras Genaro amaga con ser futbolista, ya empieza a patear y hace berrinches porque quiere salir: “No me patee, papá. No se puede salir. Feo afuera”, le dice Carla a su hijo que, dicho sea de paso, ya dejó la Nutrilon Junior, a Carla le quedaron tres cajas y las ofrece gratis a quien la necesite. “Está carísima esa leche y alguien la puede necesitar. Genaro toma otra leche ahora. Hasta que cumpla el añito tiene que tomarla”.


La primera comida de Carla, en cambio, fueron las famosas humitas de su madre. Mientras comía, reconoce, las imágenes de todo lo vivido se le cruzaban entre cucharadas: pensaba en la cosecha, en el trabajo, en su tío que todavía sigue en Mendoza, en el colectivo que no llegaba y en el que sí llegó: “Lo hice por mí, lo hice por todos. Lo hice por mi hijo, lo hice por mis compañeros, por esos niños, por esa chiquita de cinco meses. Cuando me despedí de todos, me miraban y me preguntaban por qué lloraba. Si no aparecía ese colectivo, no sé cuándo hubiéramos vuelto. No sé cuánto tiempo más hubiera pasado para ver a mi hijo que está hermoso. Hace tres meses que no lo veía. Tenía miedo de que no me reconociera. Por suerte no me desconoció. Y aquí está, tranquilo, como si nunca me hubiera ido”.