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Juan Carlos, el héroe de las islas, y su partido más difícil

A 38 AÑOS

Soñó con jugar en la primera de Boca, pero el destino lo topó con la guerra de Malvinas a los dieciocho años. El dolor de ver morir a un compañero y el recuerdo de las islas grabado para siempre en la piel.

Juan Carlos Quirós y la distinción que recibió de San Martín.





En sus ojos porta un brillo muy especial. La luz que irradian, permite traslucir un sinfín de lágrimas contenidas. De aquél muchacho joven y delgado que perseguía sus sueños tras una pelota, ya no quedan casi vestigios. La vida lo atravesó y el destino lo ubicó en un partido completamente diferente, en la cancha más difícil que alguna vez pisó. Juan Carlos Quirós no ganó ese cotejo, lo sufrió más de la cuenta, quizás preso de su juventud. Pese a sus frescos 18 años, supo hacerse fuerte en la adversidad y resistir los embates de un rival muy superior. Nunca se rindió y entregó todo lo que tenía por sus colores. Esos que lleva marcados a fuego en su corazón. Esos que porta con orgullo tatuados más allá de lo que marca su piel.

Con apenas diez años dejó su Tucumán natal para viajar a la gran ciudad, allá por principios de la década del setenta. Desde ese mismo momento abrazó a la pelota y comenzó a tejer sueños puntada por puntada. En el pequeño barrio de la Isla Maciel, esa ilusión comenzó a cobrar vida vistiendo los colores de San Telmo, con sólo quince años. Cada día cruzaba en una lancha desde La Boca hacia la isla para poder dar rienda suelta a su pasión. El talentoso volante derecho pintaba para grandes cosas; y su amado y querido Boca Juniors, posó sus ojos sobre él. A los 17 años cambió la cancha del Candombero por La Candela y el sueño comenzó a tomar cada vez más forma. En sus ojos nostalgiosos el recuerdo cobra vida.

“No parezco, pero era bueno en serio. Era un ocho clásico de la época”, asegura. Al poco tiempo de llegar al club de La Ribera, una entrada fuerte le produjo la doble fractura de tibia y peroné. La ilusión dio un paso atrás, pero no lo doblegó. El sueño del pibe se postergó, pero no amilanó. Después de una larga recuperación, en un juego del destino, volvió al club que lo vio nacer. La Isla volvió a alojarlo y abrazarlo. Ese muchacho lleno de ilusiones que corría tras una pelota y soñaba con estar al lado de Suñé, Maradona y el Loco Gatti, jamás imaginó que la rueda de la vida lo encontraría con un uniforme diferente, con un equipo muy distinto, en un escenario completamente inimaginable.
La vida de Juan Carlos cambió de la noche a la mañana. En un suspiro, la isla cambió de nombre y su equipo también. La Maciel dejó de albergar sus sueños para que las Malvinas lo pusieran ante el partido más difícil. Los botines cambiaron por las botas, la pelota por un fusil. El juego dejó de ser un juego y el instinto fue sobrevivir.

Estuvo 65 días allí, hasta el 14 de Junio. En su mirada refleja cada uno de ellos. Dolor, nostalgia y un amor inmenso que se traducen en cada línea de su rostro. Entró en combate ante un adversario superior que no disputaba un balón cuerpo a cuerpo. Vio cosas que jamás imaginó que podían ocurrir. Sufrió. Resistió. Sintió frío. Sus pies entumecidos tomaron un color distinto. Se congelaron y añoraron en cada paso el roce del esférico sobre ellos en una cancha. No claudicó. Siguió hacia adelante pateando los días con la esperanza del pitazo final. Uno que llegó, pero sólo fue el del entretiempo. Con las fuerzas minadas por el cansancio, caminó hacia el vestuario. Sólo encontró un pozo para guarecerse junto a sus compañeros. Las indicaciones sólo se trataban de resistir. Buscó algo para juntar energía y no encontró. “Lamentablemente, donde estuve, nunca tuvimos una ración de comida”, dice como tratando de encontrar explicación a lo inexplicable. Los minutos siguieron corriendo. El silencio se apoderó del momento. Otra vez la mirada atraviesa el tiempo.


Pasaron cosas terribles. Vi con mis propios ojos a muchachos estaqueados y desnudos en el piso por robar comida de un almacén”, recuerda y se angustia. Nunca pensó que le rival también estaba dentro de su equipo.

-  Nos teníamos que mantener como podíamos. Un cabo primero nos daba permiso para cazar ovejas. La sacábamos como sea y cuando teníamos tiempo, la pasábamos un poquito por el fuego. Sino, teníamos que comer la carne cruda, con la sangre que nos manchaba la cara (sic)… El hambre te hace hacer cosas que nunca pensás que podés llegar a hacer. El hambre es algo terrible.

El aire se corta ante las lágrimas contenidas. Presumían un final irreversible. Aquél pozo se había convertido en su hogar. Levanta su remera y muestra, sobre su hombro izquierdo, las Islas grabadas en un bonito color celeste y blanco. Arriba de ellas un nombre y un apellido se inmortalizan: “Daniel Ugalde”. Un destello otra vez se hace presente...

- Un mortero inglés le dio de lleno en el pecho el 14 de junio. Un compañero le tapó el pecho con su casco. Él alcanzó a decir “mi mamá” y dio vuelta la cabeza. Fue muy fuerte - cuenta mientras las lágrimas se apoderan de la escena nuevamente y cuesta contenerlas.


Es un héroe de una guerra injusta, pero no se hace cargo. Para él los héroes fueron los “jugadores” que cayeron vencidos en ese partido. Se considera un tipo con suerte. La pelota nunca más volvió a rodar sobre sus pies. De aquél pibe lleno de sueños no quedó nada. Su partido fue distinto. Hoy abraza la bandera con sus colores y sigue mirando hacia adelante. No logró llevarse los flashes de La Bombonera o su querido San Martín, pero en su pecho porta algo más valioso. Él no lo siente y, aunque no quiera, el destino lo abrazó a las Islas Malvinas. Son nuestras como él. Es uno más de nuestros héroes y más allá del resultado final; él y todos sus compañeros ganaron. Ganaron algo que no cualquiera logra: Orgullo, respeto y admiración. Por ello, a través de él valga este merecido homenaje para todos. Porque tenemos un deber con la memoria, ese que nos dice: “Prohibido olvidar”.